El caballo de Turín
Por José Luis Ortega Torres | 1 de junio de 2012
En los tiempos actuales, hablar de “cine de autor” se ha convertido en un lugar común harto recurrente. Cualquier película exhibida en tal o cual festival de cine que rompa con los estándares de las modas vigentes al momento –sean estéticas, sean temáticas– de inmediato se embuchaca, casi por obligación, como película “autoral”, aun cuando venga firmada por un realizador debutante o por un competente artesano cinematográfico, que en cualquiera de los dos casos tienen como común denominador una carencia que ensucia por completo la etiqueta “de autor”: están faltos de un universo teórico-fílmico-filosófico personal.
Ahora bien, dada la imperante moda del cine minimalista y contemplativo (entendiendo este concepto, básicamente, como “el cine lento-blanco-y-negro-sin-acción”) es notorio que de todas las latitudes del mundo surjan películas que sin el menor pudor intenten recrear las condiciones meramente superficiales de ese estilo, obteniendo al final un mero Globo de Cantolla que, hinchado de puro aire calientito, ni siquiera resulta visualmente atractivo ni medianamente propositivo en su discurso.
Así de simple se llena el mundo de la cinematografía de falsos profetas de la imagen. Así de difícil es encontrar a verdaderos autores que, siguiendo la paráfrasis religiosa, hacen del quehacer fílmico, verbum. No es gratuito que hagamos estas precisiones acerca de la autoría cinematográfica, el minimalismo y la religiosidad como preámbulo a El caballo de Turín (A torinói ló, 2011), reciente y último –según sus propias palabras– filme del cineasta húngaro Béla Tarr (Pécs, 1955), realizado en colaboración con Ágnes Hranitzky (Derecske, 1945) y el escritor y guionista László Krasznahorkai (Gyula, 1954), creando de manera conjunta lo que podemos definir como el “estilo-Béla-Tarr”, trademark que tanto ha influido en el pensamiento del cine moderno.
El caballo de Turín parte de una anécdota que inmiscuye a Friedrich Nietzsche, un caballo, la crueldad –del dueño del equino– y la locura –del propio pensador sajón–, contado simple y brevemente a la manera de prólogo por medio de una voz en off, con la pantalla por completo negra y que de inmediato se aleja para crear una ficción donde seis días en la vida de Ohlsdorfer y su hija bastan para comprender el misterio de la desolación del individuo y su posición en el cosmos, reflejo de la fragilidad de la humanidad como una especie condenada casi desde el momento mismo de su creación.
Filme que arrebata la humanidad a sus personajes con la misma fuerza del viento que azota la mísera región, convirtiéndolos así en esencias perdurables sólo mediante el sacrificio autoinfligido de aferrarse a la cabaña que los hospeda, en tanto que eso les da certeza de su propia existencia. Solos, abatidos y en espera de un algo incomprensible, son padre e hija el contrapeso del Apocalipsis que azota la comarca y del cual parecen no querer enterarse, por lo que no mueven un dedo por enfrentarlo. Vamos, que ni siquiera logran comprender lo que pasa.
Béla Tarr, elegante y frugal, realiza una historia desgarradora a golpe de planos secuencia, siempre desde un punto de vista privilegiado, que sitúa al cineasta como un émulo de Dios contemplando a sus hijos, convierte a El caballo de Turín en un filme de pulsiones encontradas: muerte y vida, anochecer y amanecer, luz y oscuridad como fuerzas motrices básicas que deben no sólo encararse, sino saberse sortear. Papas hervidas como único sustento que lejos de quitar el hambre la acrecienta; cobijas raídas que no cubren el frío y se convierten en un insulto al cuerpo, más que en su alivio; pozos que se secan tras maldiciones gitanas que retumban en el eco del despoblado.
Tal vez filósofo antes que cineasta, Tarr cuestiona el sentido de la humanidad y su pervivencia, a la vez que juega con sus personajes cautivos en una trampa buñuelesca de la que es imposible huir, aunque lo intenten, porque el caballo del título, único vehículo posible para el escape del padre semiinválido y su hija, es la representación física de la decadencia del mundo exterior: la muerte llega lenta e inevitablemente.
Construida con base en capítulos que refieren a cada uno de los seis días en que Ohlsdorfer y su hija atestiguan incrédulos la decadencia universal, en cada uno de ellos el cineasta establece una reflexión sobre el paso del tiempo y lo rutinario de la existencia humana. Es así como en cada uno de los días se repiten, prácticamente de manera calcada, todos sus movimientos naturales: levantarse, vestirse, sacar la carreta, comer, dormir; tomados cada vez desde distintos ángulos y con mínimas variaciones, determinando con ellos los rasgos de carácter áridos y hoscos impuestos por el entorno, de ahí que al desmoronarse éste, lleve de antemano una lúgubre sentencia sobre ellos.
El uso de la técnica cinematográfica de Béla Tarr se acopla no sólo de manera práctica en el uso de la dilatación del tiempo y la opacidad de la realidad cinematográfica abstraída en escala de grises, puesto que la posibilidad que ambas decisiones formales ofrecen para reflexionar casi al momento mismo de que sentados en la butaca nosotros, los espectadores, recibimos el mensaje; rompen con la barrera de la pantalla para asfixiar al público tanto como lo está el anciano de la historia. El minimalismo aquí trazado se alza, entonces, de manera pura y a contracorriente de la usanza en que esta tendencia ha caído recientemente: recursos deliberadamente “razonados” por el equipo creativo de la producción sólo como una manera (anti)estética trivial, basada en la polémica gratuita, en el escándalo bofo; pero nunca como una herramienta esplendorosa con el filo necesario para llevar a su público a intelectualizar el mensaje.
Porque si bien es cierto que el cine surge como espectáculo de feria y su misión de inicio era meramente lúdica, no debemos partir del hecho de que el cine en absoluto debe ser solaz. Es así que el uso del cine como materia prima para la generación de diversas especulaciones –no sólo acerca de los componentes técnicos y argumentales de una película– se hace necesario, y por tanto la obra de pensadores como Béla Tarr trascienden al espectáculo, convirtiéndose en vehículos para la reflexión, de tal manera que el mensaje de las tragedias personales se eleva por encima del individuo y perfila el caos que se cierne sobre la especie.
El viento, la nébula, la sequía, el hambre y la resignación son señales de la pérdida de la esperanza en una humanidad que se encuentra cada vez más alejada de la comunión con el entorno. El reto es no sólo es para Ohlsdorfer, sino para una humanidad envilecida que únicamente se sienta a esperar el desenlace que el maestro Tarr, exasperantemente lento, resuelve arrancándoles paso a paso la esperanza. Y del caballo que alguna vez Nietzsche defendió de la fusta del amo, ahora sabemos que tampoco quiere comer, ni es fuerte ya para poder ser cómplice y salvación del amo cuyo brazo seco e inerte, por qué no pensarlo, es el castigo impuesto por lo divino ante la ingratitud con la bestia.
Porque lo “divino” en El caballo de Turín se advierte de manera tenebrosa y vengativa. Justo lo opuesto a la imagen “Divina” que la consciencia colectiva quiere creer será la última visión que tendrán en vida. ¿Pero qué tal que esa última imagen no es más que una negrura inaccesible? ¿Será que no hay paz ni respiro más allá de la inevitable extinción? ¿Acaso las tristes imágenes que oscurecen casi por completo el último tercio de El caballo de Turín son la antesala a una nueva existencia igualmente lóbrega? Tal parece.
Sin embargo, el filme no es del todo un laudo que condena al ocaso, por el contrario, permite que permee la esperanza si nos atenemos al viejo adagio que señala que «después de la tempestad viene la calma». Ya en el sexto día –episodio final de la película– todo es oscuridad, depresión y desasosiego, pero justo después de él, en ese séptimo día que Béla Tarr nos niega ver, Dios descansó. ¿Por qué no creer que después de eso, la humanidad renació?
–
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 1, verano 2012, pp. 50-51) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com, coeditor de Icónica y editor del Programa mensual de la Cineteca Nacional.
Entradas relacionadas
Cinco postales móviles de una ciudad (¡Ya México no existirá más!)
Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnósticos
Por Mariano Carreras
16 de octubre de 2024Longlegs, el terror que no fue
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
17 de septiembre de 2024Mudos testigos: Levemente real, levemente espectral
—¡Ah, una nueva emoción! —Hola, soy ganas de criticar IntensaMente 2
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
9 de julio de 2024Río de Sapos, cine de lo desconocido
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco
5 de julio de 2024