El Gran Hotel Budapest

El Gran Hotel Budapest

Por | 1 de julio de 2014

I. Lista de ingredientes

Ya sabemos quién es Wes Anderson:

1. Un cineasta que ha marcado su propio sistema clásico –en una renuncia muy clara a la sección áurea, sistema dominante en el cine de Estados Unidos– alrededor una línea imaginaria en el centro de la pantalla y que sigue explorando sus posibilidades, al parecer infinitas. Alguien que aún tiene esa fe tipo época-de-oro –y, por lo tanto, pasada– en la amplitud de un sistema.

2. Un cultivador del orden, un orden, sin embargo, cambiante, que ajusta sus reglas de película a película, pero cuyos ejes son: paletas de colores bien determinadas, personajes más o menos caricaturizados gracias a alguna característica predominante y espacios mapeados con toda claridad (una casa, un hotel, un submarino…) frente al espectador. Cada trabajo de Anderson (Houston, 1969) plantea un microuniverso artificial perfectamente cerrado y controlado.

3. Un maestro de la repetición. Si hay un cineasta para el que sea útil aplicar una frase como ésta de Gilles Deleuze: «[l]a repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia»[1], es él. Basta pensar en la serie de llamadas entre conserjes de El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), cada una idéntica a la anterior, cada una totalmente distinta. Las repeticiones son tan constantes que corren el riesgo de llevarnos al límite, al hartazgo. Y no. Más bien provocan risa.

4. El único gran autor joven, más o menos joven, quizá también el más importante de su país, que ha optado por la comedia como vía expresiva.

5. Un nostálgico, cuyos síntomas se manifiestan, por un lado, en la melancolía de sus personajes y, por otro, en la presencia constante del pasado en sus películas (una falda con corte de los 60, unos binoculares como los de Luke Skywalker,…).

 

II. Dos nostalgias

Sigue un suicidio. Es 1942. Su escenario es una ciudad improbable, pequeña y aristocrática en pleno bosque tropical, Petrópolis, villa de veraneo de la realeza mientras el Imperio Portugués estuvo afincado en Brasil. O mejor: su escenario es una casita sobre la colina por la que pasa la calle Gonçalves Dias. Adentro hay dos cadáveres tomados de las manos, una pareja. Son Stefan Zweig y su esposa, su segunda esposa, Lotte. Paranoica y digna, esta sustracción de un mundo, que pensaban terminaría dominado por el nazismo, era un acto de reafirmación de los valores de la cultura europea decimonónica.

Un día antes, un libro, El mundo de ayer, la autobiografía de Zweig terminada en la desesperación y la desesperanza, había sido entregado al correo para empezar una penosa y lenta ruta desde Petrópolis hasta Estocolmo. Tan sólo en la introducción viajaban, hacia Río de Janeiro, hacia el Ecuador, hacia el Atlántico norte, palabras como:

En la lengua que había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa.

Y como:

Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de antihumanidad. […] Sin embargo, por una extraña paradoja, en el mismo lapso de tiempo […] también he visto a la misma humanidad elevarse hasta alturas insospechadas en lo que a la técnica y el intelecto se refiere.[2]

Zweig no vio la bomba atómica, aunque sí cómo el intelecto, que tanto lo conmovía, llevó al horror sistematizado y optimizado. Un desgarro frente al ingenuo y confiado humanismo positivista europeo que añoraba.

Tampoco pudo, supo o quiso ver América, aún estando en una de las ciudades que un imperio europeo adoptó de este lado del Atlántico. Es decir, no supo ver el legado europeo de América, su occidentalidad. Tal vez si se hubiera detenido a ver lo afrancesada que era su ciudad refugio…

Uno de los rasgos americanos es la nostalgia europea, reconocimiento de una historia (muy breve) en común y de un origen, por más que sea implantado y nunca único. Pero antes que nada, afiliación a una visión utópica o mitificada de los grandes hechos culturales del siglo XIX, cuando se codificó nuestra forma vigente –aunque problematizada– de entender el mundo. En cierta forma todos los americanos compartimos la nostalgia de Zweig. Wes Anderson, bajo el influjo de su literatura, simplemente la encarnó en Monsieur Gustave.

 

III. Monsieur Gustave

Primero viene la palabra conserje, un poco deslucida por estos días. Habría que darle un lustre decimonónico, para entender a Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), elegantísimo, enamorado de rubias de la tercera edad, amante de la poesía y firme creyente en el servicio. Anderson, además de crear otro personaje entrañable, parece plantear en él un emblema de la utopía retrospectiva de Europa que de algún modo nos sobrevive: esa elegancia francesa que va aparejada de una larga serie de reglas de etiqueta, la poesía como representante de la alta cultura romántica que elevaba a los creadores a la genialidad como seña de admiración, y el servicio amable y preciso, un valor que, cuando se le agrega el prójimo, deja entrever raíces judeocristianas.

En segundo lugar está el hotel, el Gran Hotel Budapest, reminiscencia del Gran Hotel vienés donde Zweig narra que se hospedó Alexander Moissi antes de ser el tercer gran actor alemán –cultural y no nacionalmente– que moriría mientras ensayaba una de sus piezas teatrales. Que Anderson le haya agregado Budapest, el nombre de la otra capital austrohúngara, también es emblemático, porque remite al mundo donde en el giro del siglo XIX al XX estaba Viena, junto con París la otra capital europea continental. Monsieur Gustave se completa con el edificio que representa el orden previo a la Primera Guerra Mundial, que en la película es un suspiro.

Pero ese orden, tal como lo planteó Zweig, se rompió para siempre con la irrupción final del nazismo, sugerido en la película por atuendos, unos pendones que aparecen en el hotel y por la némesis mínima de Gustave, Dmitri Desgoffe-und-Taxis (Adrien Brody), primero aristócrata y después algo así como un líder militar, urgido por encontrar un sobre que presume en manos del conserje. Así, con un sobre, es que la nostalgia por la Europa perdida se convierte en un decorado, en un pretexto, para la nostalgia de Anderson por el cine estadounidense clásico, donde la repetición, la cita, las películas de agentes secretos y, claramente, la obra de Hitchcock dan el tono de lo perdido. Por un lado, un cine irrepetible, elegante y popular al mismo tiempo; por otro, una gran cultura, compasiva y enamorada de la vida. Amabas cosas ya diluidas.

El sinsentido probablemente sea la realidad cruda, manifestada en el arte mediante la distopía. En la película su relato más manifiesto es la balacera entre Dmitri y una docena de oficiales de su facción, todos disparando sin ton ni son, sin tino ni consciencia, en los altos del hotel. Zweig termina su libro diciendo que «toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y la tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo este ha vivido la verdad»[3]. Todos los días la imbecilidad irrumpe en el mundo, llevándose hermanos e hijos, planteando políticas intolerantes y egoístas, y así resulta la medida de su opuesto. Sufrir el Mal, aceptarlo y trascenderlo, nos completa. A veces la vida es un desgarro; no olvidarlo, no olvidar que siempre estamos al borde del abismo, hace que valga la pena dormir abrazados, acariciar al perro, escuchar y reír en la sobremesa.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 9, verano 2014, pp. 40-41) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


[1] Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrotu, Buenos Aires, 2002, p. 19.

[2] Stefan Zweig, El mundo de ayer: Memorias de un europeo, Acantilado, Barcelona, 2011, pp. 10 y 13-14 respectivamente. Agradezco a Ricardo Cázares por remitirme a este libro y por las ideas suyas que utilizo para este texto.

[3] Op. cit., p. 546.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014).