Cementerio de esplendor

Cementerio de esplendor

Por | 1 de septiembre de 2016

El cine de Apichatpong Weerasethakul es un cine lumínico, que lejos de reducirse a su apariencia bidimensional, pone en juego un carácter arquitectónico, al que distintas relaciones de luz y sombra le confieren formas diversas, otorgando movimiento a aquello que parecía fundado en la inmovilidad. Los cuerpos y las cosas amanecen y anochecen según los regímenes de luz que las gobiernan.

En Cementerio de esplendor (Rak Ti Khon Kaen, 2015), una escuela localizada en una entidad rural al noreste de Tailandia, es transformada en un improvisado hospital para atender soldados que, mientras excavaban en lo que resulta ser un antiguo cementerio de reyes ancestrales para un proyecto secreto del gobierno, caen enfermos por un misterioso trastorno de sueño. Al tiempo que duermen junto a un extraño aparato experimental de luces terapéuticas que les impide tener pesadillas, los visitan algunos familiares y dos voluntarias: Keng, que posee poderes psíquicos con los que se comunica con los durmientes, y Jenjira, una mujer que padeció polio y que presta peculiar atención a Itt, uno de los soldados a quien adopta casi como un hijo.

La relación de Jenjira e Itt se irá tornando más cercana, deambulando entre el erotismo y la compañía. En algún punto ella es capaz de acceder a los sueños de él, quien le ofrece un recorrido por un palacio onírico que van describiendo con palabras mientras nosotros tan sólo vemos ruinas en un parque. Esta bifurcación de lo visible y lo decible revela el resplandor de los espejismos: reflejos de mundos paralelos que amplían la sensorialidad del nuestro. No es una forma de magia, es la imposibilidad de dejar desprovista a la cotidianidad de las creencias, historias y mitologías. En esta película, como en toda la obra del realizador, hay una oscilación entre lo material y lo espiritual. Por un lado, cuerpos siempre con algún tipo de malestar, o bien, ejercitándose o revisándose en alguna consulta médica, por el otro, fantasmas, reencarnaciones, espíritus y animales que hablan. Estas dimensiones que dialogan conducen a un cine hipnótico. Las voces de los personajes son antes que nada sonidos que habitan el espacio como presencias sosegadas, murmullos soberanos que nos devuelven a una experiencia tan misteriosa como primigenia, desplegándonos ante las últimas instancias de lo perceptible: una frontera tan corpórea como inmaterial que abre nuevos senderos al pensamiento.

La narrativa de la película lejos de seguir una progresión lineal, se acumula en la geografía como palimpsesto: se trata de un espacio en vías de desaparición, donde los cambios físicos no impiden una cierta permanencia. ¿De qué está hecho un lugar que no deja ir sus vidas pasadas? Los espectros, los sueños, los movimientos y las intenciones se concentran en una misteriosa superposición entre pasado, presente, futuro, y quizá algún tiempo más para el que aún no tenemos nombre.

Resultaría complicado ordenar este universo ficcional si no lo concebimos como parte de una realidad. Lo que hace el cineasta tailandés es fisurar la historia, crear agujeros y vínculos inesperados, multiplicar los secretos y atenuar la oscuridad. En 2014 Tailandia sufrió un golpe de Estado que lo convirtió en un país con profunda injerencia militar. Lejos de proclamar una certera voz militante para denunciar un régimen autoritario, Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970) pone en juego diferentes profundidades que nos dicen que el presente es un proceso en construcción, donde lo importante es no perder de vista la compleja sinuosidad, ésa que brinda las herramientas para pensar no sólo el estado de las cosas sino también sus posibilidades. A fin de cuentas un estado militar implica además de una ocupación física, una sensorial, y el cine, como aparato político, busca dar formas insospechadas a lo real a partir de la visibilidad.

El final de la película es un momento de lucidez. Jenjira sentada en una banca mira con los ojos bien abiertos –un gesto que ejecuta cuando quiere despertar de un sueño– a unos niños jugando futbol encima de los escombros de la construcción que llevan a cabo los soldados. Lo que mira Jenjira seguramente dista mucho de lo que nosotros vemos. Ella no está en la búsqueda de percibir algo, más bien de crear algo con su percepción, pues ese despertar (claramente del letargo impuesto por la presencia militar en Tailandia), es un intento por ser aquello que aún no podemos soñar que seremos.


Rafael Guilhem estudia Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Obtuvo mención honorífica en el VI Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes “Fósforo”, en el marco del Festival Internacional de Cine UNAM 2016.