007: Operación Skyfall

007: Operación Skyfall

Por | 1 de enero de 2013

No hay modo de abordar 007: Operación Skyfall (Skyfall, Sam Mendes, 2012) sin ocuparse de las coyunturas que la acompañan. Y en más de un sentido esas coyunturas son lo más interesante. Por un lado, como en toda película comercial, hay elementos para interpretar situaciones políticas del presente. Por otro, está la gran coyuntura, totalmente inevitable (aparece en los créditos iniciales), de los cincuenta años de James Bond en el cine.

Skyfall en principio es una película más del 007: comienza en una misión a medias, hay tres mujeres, hay un villano carismático y brillante, y están M., Q. y los aparatos. Y claramente hay variantes entre esta película y cualquier otra. Entre las más notorias están que Q. pasó de ser un inventor de bata a un desarrollador de software con lentes de pasta y una especie de reticencia a la tecnología espectacular: Bond recibe sólo una pistola y un radiolocalizador. Esta reticencia o rechazo tiene otra dimensión: en la batalla final los agentes usan métodos, digamos, primitivos (rifles de caza, dinamita, clavos, cuchillos) para enfrentarse al comando dirigido por el maligno y maquiavélico exagente Silva (un Javier Bardem más memorable por el cabello oxigenado que por una actuación fría en su profesionalismo, aunque con un momentito brillante en la expresión del deseo erótico de su personaje hacia un James Bond atado e impotente). La reticencia está enfocada a las tecnologías de producción fordiana y tiene un precedente en o una coincidencia con Misión imposible: Protocolo fantasma (Mission: Impossible — Ghost Protocol, Brad Bird, 2011) donde todos los inventos que hacen de la franquicia lo que es fallan, pero los agentes siempre pueden confiar en sus iPhones. Sin embargo, en el último Bond no se confía ciegamente en el mundo informático porque es potencialmente peligroso (los primeros ataques de Silva llegan por esa vía) y ante ese peligro se plantea como una especie de utopía el viejo mundo preindustrial encarnado en la hacienda de la familia Bond, enclavada en las Tierras Altas de Escocia. Bien vista esta utopía es reaccionaria: frente al mundo cambiante se plantea la permanencia de un orden establecido muy añejo –y no se puede pasar por alto: donde Escocia sigue siendo parte del Reino Unido.

Aquí se puede apreciar otra dimensión de esta utopía reaccionaria: el Reino Unido debe seguir teniendo un papel primordial –es decir, de imperio– en un nuevo orden mundial difícil de asir e indefinido. De eso se trata el momento cumbre de la comparecencia pública de M. Su argumento más fuerte es que ante enemigos dispersos es todavía más necesario tener un servicio de inteligencia vigoroso. El argumento no remite a James Bond propiamente (los soviéticos malvados siempre eran agentes aislados y no representantes de la Unión Soviética, por ejemplo) sino al sentimiento de vulnerabilidad de grandes poderes inermes ante la acción organizada de grupos pequeños. En Skyfall hay un fantasma que acecha con claridad: Silva ataca al metro londinense (lo mismo que hizo Al-Qaeda). Para combatirlo la propuesta es aferrarse a instituciones con funciones concretas, es decir, a un sistema, un contrato basado en órganos que llevan a cabo tareas independientemente de que sus piezas (individuos) cambien. Como ejemplo perfecto tenemos a M., papel interpretado durante el transcurso de la película por dos actores: Judi Dench y Ralph Fiennes. M. más un personaje es un puesto con un funcionario siempre prescindible.

No es distinto lo que pasa si se pasa a M. por un tamiz meramente fílmico: M. más que un personaje es un puesto con un actor siempre prescindible pero con funciones muy concretas dentro del “mundo Bond”. Se puede decir lo mismo del 007 y de los personajes esperados entre la burocracia del MI6. Es más: cualquier actor puede hacer cualquiera de los papeles: M. ha sido todo tipo de hombres y una mujer; Moneypenny puede ser una mujer de cualquier edad, apariencia, y, ahora lo sabemos, raza; Bond ha cambiado de cara, de carácter (con Daniel Craig) y hasta es susceptible, en Skyfall, de parecer por un momento, sin rasurar, sucio, al borde del precipicio, un personaje del mejor cine de Sam Mendes[1], mientras cumpla con lo esperado. Lo que cambia perpetuamente son los enemigos –opinión que podrían suscribir muchos políticos británicos del mundo real–, y eso es también parte de lo previsto.

James Bond, como cualquier serie, funciona en un contraste entre lo esperado (las características específicas del mundo 007, la estructura del relato y la espectacularidad) y las variaciones dentro de lo esperado[2]. Lo interesante es que este cambio permanente en la seriación sigue teniendo vigencia tras cincuenta años, haciendo del arco temporal que tiene como punto de partida El satánico Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962) y como punto de llegada transitorio Skyfall una especie de tradición.

Las tradiciones son repeticiones. De prácticas, de relatos, de ceremonias. En algún momento fueron una ocurrencia, imposición o acuerdo (por ejemplo, en México, el Grito de Independencia la noche del 15 de septiembre). Con el tiempo estas repeticiones adquieren un carácter vinculante, se asumen como inmutables y terminan por considerarse (y por constituir) rasgos culturales distintivos. Dan la impresión de perpetuidad pero irremediablemente sufren iteraciones, repeticiones con diferencias mínimas, consecuencia de materiales agotados o sustituidos, innovaciones aceptables, azares…

Nada impide que entre los agentes perpetuadores de sí mismos (gobiernos, religiones,…) que originan las tradiciones se cuenten, en la época del capitalismo y los medios masivos, las industrias culturales –que se resisten a desaparecer. Sirven para comprender mejor el correlato implícito en cada práctica ritual. Es más difícil juzgar el fervor por los símbolos patrios, identitarios locales o por los dogmas religiosos que el fervor o fanatismo por una narrativa mediática. Así como se aprende el Credo se aprenden los diálogos de las películas, las tramas, etc. Pero siempre en juegos de reapropiación. Y así como se asiste a las ceremonias públicas o litúrgicas se vuelve a ver las cintas y se esperan las nuevas. La iteración reiterada genera la tradición.

Woody Allen la ha definido como nadie: «La tradición es la ilusión de permanencia»[3]. Mientras siga habiendo James Bond habrá la ilusión de la continuidad del cine de gran espectáculo; mientras los británicos tengan agencias gubernamentales fuertes habrá la ilusión de que son una gran potencia con una historia cuya narrativa no tiene fracturas. La tradición finalmente es esa utopía reaccionaria referida antes, perpetuada por sacerdotes, políticos, empresarios, mayordomos de fiestas patronales que pueden alegorizarse en la figura de James Bond. Ese macho alfa es el representante de un acuerdo social ­–nótese que justo en el 50° aniversario M. dejó de ser mujer para volver a la configuración más “clásica” del inventario de personajes– donde el dominio masculino es el mejor garante de que aunque las cosas cambien todo va a seguir igual, es decir, de la ilusión de que cierto orden va a permanecer a pesar de que todo cambie.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 3, invierno 2012-13, pp. 60-61), y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


[1] Le debo esta idea a José Luis Ortega Torres.

[2] Para un tratamiento más amplio del concepto de serie: Umberto Eco, “Innovación y repetición”, Intolerancia, número 3, México, sin fecha, pp. 30-73.

[3] Cuando Harry Block (Allen) visita a su hermana Doris en Los enredos de Harry (Deconstructing Harry, Woody Allen, 1997).


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica como parte de las funciones que desempeña como subdirector de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional e imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel el libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012).