El lenguaje de los machetes
Por Abel Muñoz Hénonin | 1 de septiembre de 2012
Uno no debería escribir en primera persona cuando hace una crítica, pero esta vez lo haré. Me disculpo de antemano. Lo necesito para construir un argumento.
En 2005, de la noche a la mañana, me quedé solo en Ámsterdam, la ciudad que la mujer con la que vivía ‒la mujer con quien descubrí con qué profundidad puedo amar‒ me dejó. Ella volvió a México; yo decidí terminar mi maestría. A eso iba. A eso fuimos los dos. La acompañé al aeropuerto. Iba vestida de vaqueros, camisa blanca, una chamarra gris delgada y unos zapatos horrorosos, como de monja, que le encantaban. Me besó, comenzó a caminar hacia la sala de espera, volteó llorando, cruzó la puerta. Yo, que no lloraba ‒no en ese momento‒ me di la vuelta y me llevé sus ojos irritados a casa, desde ese momento sólo mi casa.
Esta escena fue el punto final de una caída. Aunque sin explosivos es muy parecida a la última secuencia de El lenguaje de los machetes (2011), que, igualmente, se trata del evento preciso que marca la disolución de una pareja. Por la edad de Ray (Andrés Almeida) y Ramona (Jessy Bulbo) se puede asumir que la relación que se termina en el debut de Kyzza Terrazas (Nairobi, 1977) es la primera relación importante para los personajes, la primera definitoria.
La razón por la que compartí una Polaroid de mi vida es porque he notado que cada vez es más común esa historia quebrada. Demasiadas personas han pasado por ahí. Es un rasgo de nuestro tiempo, pero nos atañe porque el desencuentro amoroso es intemporal. Puede venir de cualquier sitio. En El lenguaje de los machetes aparece ante el deseo de Ramona de tener niños sin ninguna correspondencia por parte de Ray. Pero él no puede corresponder a nada porque no sabe qué quiere. O mejor: sabe que quiere a Ramona pero no qué hacer de su vida, y así, igual se involucra en la revuelta de Atenco que en un supuesto proyecto poético convertido en procrastinación navegando de sitio en sitio web. Su involucramiento con el levantamiento es sintomático: toma video, es decir, lo ve desde fuera.
En Vals con Bashir (Vals im Bashir, Ari Folman, 2008) se cuenta la historia de un fotógrafo que consiguió evadirse de la Guerra de Líbano de 1982 a través del lente de su cámara. La máquina se descompuso en las afueras de Beirut, en el hipódromo local, justo cuando los caballos, descuidados, caían muertos. Las muertes de las bestias le resultaron más tristes que las de los niños impresos en celuloide. Ray es un reflejo invertido de este desconocido. Su desgracia es que su cámara no se descompone y nunca contacta con una realidad en donde se siente comprometido pero no entiende; ni con el desencanto de encontrar que él y la mujer que ama van por diferentes caminos; ni consigo mismo.
Es un evasor y la cámara su herramienta de escape. Desde el inicio lo anuncia cuando escribe en la pared de un baño: «Hay que desaparecer». Y la cúspide de su huida es decirle a Ramona (justo cuando ella se compromete hasta el final con él y está lista para desaparecer de verdad) que mejor sí hay que tener un niño, antes de darse la vuelta y largarse. El argumento es tan chafa como un «Dios me habló». Mejor explotar que hablar, mejor huir que confrontar porque eso implica, en principio, verse a sí mismo. En eso se parece a Ramona, que aunque sabe adónde va, no puede o no quiere enfrentar el desencanto de comprender lo que les pasa a ella y al hombre que ama.
Hay algo lírico en la película. Como si Kyzza, siguiendo una vía estética personal y desmarcada de los otros cineastas de la misma generación, al usar la cámara para ver a Ray videograbando su desilusión se viera a sí mismo (en un ejercicio de lo que Pier Paolo Pasolini llamó subjetiva libre indirecta[1]). Si la hipótesis es correcta, lo que ve ‒y vemos con él‒ es un ciclo cerrado (no es menor que la estructura de la película sea circular). Y todo ciclo cerrado es una puerta abierta.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 2, otoño 2012, p. 50), y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
[1] Cf. “Il cinema de poesia”, en Empirismo eretico. Garzanti, Milán, 1972, pp. 171-191.
Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica como parte de las funciones que desempeña como subdirector de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional. También imparte clases en la Universidad Iberoamericana.
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