El pequeño Quinquin: Dumont a contracorriente
Por Carlos Rodríguez | 7 de julio de 2016
Sección: Crítica
Directores: Bruno Dumont
Temas: Bruno DumontCine francésEl pequeño QuinquinP'tit Quinquin
Bruno Dumont es un cineasta acostumbrado a ir a contracorriente. En 2014 estrenó El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin), una miniserie para televisión, de la que también existe una versión cinematográfica, que actualmente se proyecta en la Cineteca Nacional, en tono cómico sobre la investigación de una serie de crímenes en la provincia francesa. Llama la atención el cambio de registro del creador francés, que en un filme previo, Camille Claudel 1915 (2013), dirigió, a diferencia de sus películas anteriores, a una intérprete experimentada, Juliette Binoche. Dumont (Bailleul, Francia, 1958) se decantó por la comedia, aunque un tipo de comedia específica, en un momento en que el cine francés se caracterizó por producir filmes que emulan el estilo de Hollywood, asegurándose una gran audiencia internacional. El mejor ejemplo de esa tendencia es Amigos (Intouchables, Olivier Nakache y Éric Toledano, 2012). La comedia en Dumont es cercana al tono irónico, quizá burlón, de Claude Chabrol, el director de El carnicero (Le boucher, 1970), La ceremonia (La cérémonie, 1995) y En el corazón de la mentira (Au cœur du mensonge, 1999), que fue un experto en el tratamiento de las dinámicas de los grupos sociales y el retrato de la provincia francesa. Hay algo en el cine de Dumont: el paisaje siempre es un elemento que confirma o contradice, que acoge o expulsa, a la manera del Antonioni de El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964) o El pasajero (Professione: Reporter, 1975). Las carreteras solitarias de 29 palmas (Twentynine Palms, 2003) o el árido reclusorio para enfermos mentales de Camille Claudel 1915 hablan del estado de los personajes. Con El pequeño Quinquin, Dumont, cuyo cine es realista en el tratamiento de sus guiones, ridiculiza la realidad.
En los cuatro episodios que conforman el filme, el espectador sigue al comandante Van der Weyden (Bernard Pruvost), que indaga los crímenes cometidos en una comunidad al norte de Francia. Quinquin (Alane Delhaye) es un niño inquieto, que con lucidez lidera un grupo de pequeños bribones, interesado en la investigación de los actos criminales. Los personajes de Dumont tienen características específicas que forman parte del paisaje: el extraño movimiento de los ojos de Van der Weyden, en los que se percibe la terrible ambigüedad que caracteriza a la película; la inquietante sonrisa de Carpentier (Philippe Jore), el ayudante del comandante; y el rostro poco infantil, adusto, del propio Quinquin. El trabajo físico de los intérpretes, que en este caso se trata de actores no profesionales, es importante en las películas que retoman elementos del realismo ruso, del francés y del neorrealismo italiano, como ocurre en los filmes de los hermanos Dardenne, por ejemplo.
La película avanza a partir de la posible resolución del misterio de los asesinatos, cuyas pistas incluyen partes humanas dentro de una vaca, por parte de los investigadores, un par de hombres nerviosos e incapaces. Quinquin parece tener mejor dominio de la situación. Sin embargo, el discurso del filme no es maniqueo. «La naturaleza humana es compleja y múltiple. Debemos denunciar los dobles discursos, hipócritas, demostrando que somos capaces de abrazar a la esposa y al hijo en la mañana y luego golpear al perro en la noche. El cine no se trata de moralizar, sino meter la nariz en la naturaleza humana y hacer preguntas. En una sala de cine se pueden pasar dos horas con un monstruo, en un ambiente seguro, y la sensación es agradable. Es como una vacuna y esa es la grandeza del cine, que de forma inteligente dirige esta experiencia purificadora inoculando el mal», dijo Dumont a Les Inrocks. El creador francés desarticula la trama criminal para mostrar un juego en el que convergen la curiosidad, la estupidez, el humor, lo grotesco y lo tenebroso. Pareciera como si Dumont complementara la madurez ineficiente del comandante y la precocidad desbordada de Quinquin, ambos con idéntica dosis de carisma. Incluso en la alusión al problema racial no ofrece disculpas al espectador. La humanidad, como el filme, se compone de partes trágicas, cómicas, dramáticas, etc.
Ver el filme, de más de tres horas de duración, es una experiencia importante para el espectador, que se enfrenta a una narrativa expandida en la que Dumont se toma el tiempo necesario para presentar la normalidad de una comunidad que, rápidamente, se intrinca más, se vuelve más extraña y absurda. El cineasta francés se reserva con maestría las respuestas a las preguntas que apenas esboza. Muestra muchos fragmentos para imposibilitar el descubrimiento de una verdad, desechando la idea de una resolución que restituya el orden.
El juego chabroliano de Dumont, uno de los creadores más discretos y relevantes del presente, en El pequeño Quinquin, que mantiene una tensa vaguedad hasta el final, es una obra importante en su trayectoria. Este año el cineasta galo estrenó Ma loute, su nueva comedia, en Cannes. Actualmente prepara un musical basado en la niñez de Juana de Arco.
Carlos Rodríguez es reportero cultural. Colabora en La Tempestad y Picnic.
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