Sicario (Tierra de nadie)

Sicario (Tierra de nadie)

Por | 2 de junio de 2016

Todo está muerto y oculto. Una fila de camionetas estadounidenses atraviesa la frontera hacia Ciudad Juárez para capturar al líder de un cártel de narcos. Y lo hace velozmente, como si la misión pudiera reducirse a una guía de instrucciones. Alrededor, imágenes de mujeres desaparecidas, tres hombres colgados de un puente y la voz trastornada de Alejandro (Benicio del Toro) anunciando: «Bienvenidos a Juárez». En Sicario (2015) encontramos una experiencia perturbadora y una afilada crítica al doble discurso estadounidense que, por un lado, ataca verbalmente a los criminales y, por otro, pacta con ellos para beneficiarse económicamente.

El largometraje del irregular Denis Villeneuve –que lo mismo ha entregado cintas interesantes como Polytechnique (2009) que melodramas exagerados como La mujer que cantaba (Incendies, 2010) encuentra su mayor virtud al desplegar una trama compleja donde una joven e ingenua policía interpretada por la encantadora Emily Blunt es utilizada para avalar una misión secreta. La música, a cargo de Jóhann Jóhannsson, proyecta atmósferas opresivas que bien podrían pertenecer a una película de terror.

La primera secuencia es un magnífico ejemplo del talento visual y narrativo de Villeneuve (Trois-Rivières, 1967). Un comando policiaco intenta capturar en una casa a un grupo de delincuentes. Sin embargo, descubre que dentro de las paredes se encuentran apilados los cuerpos de decenas de personas. El desenlace de la misión es terrible: les estalla una bomba al momento de abrir la puerta de un sótano.

Luego de la genial Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-13) ni el cine ni la televisión habían dado a conocer una obra que combine con eficacia el misterio, la fascinación y la violencia alrededor de los cárteles del narco. Sicario no sólo logra encantar a la audiencia por sus escenarios lúgubres o la crueldad con la que narra asesinatos y corruptelas al interior de los cuerpos de seguridad, sino también por proyectar un paisaje desolador que describe la dificultad de este problema que ha asolado a Estados Unidos y a América Latina durante varias décadas.

La fotografía de Roger Deakins–que trabajó anteriormente con Villeneuve en Intriga (Prisoners, 2013)– retrata entornos enrarecidos que transmiten un sentimiento de conmoción. A medida que avanza el filme, el espectador tiene una certeza: cuanto más se contempla la historia y los motivos de los personajes, menos se sabe sobre lo que vendrá. El director canadiense ha entregado una secreta obra maestra de demencia y terror que, quizá por la incomodidad que propicia, pasó desapercibida.


Abel Cervantes es comunicólogo y editor de las revistas Código e Icónica. Colaboró en los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014) con un ensayo sobre Carlos Reygadas y otro sobre Juan Carlos Rulfo, respectivamente. Es profesor en la UNAM.