El club

El club

Por | 26 de mayo de 2016

Me sorprendo riendo en voz baja en una secuencia de El club (Pablo Larraín, 2015). Un peladillo callejero, que habla en la coa del sur chileno con una velocidad atosigante, increpa al personaje de Alfredo Castro, un pederasta casi arrepentido, con preguntas y opiniones acerca del prepucio, la virginidad y el sexo anal. Castro, con su eterna cara de burócrata shakespeariano, se aleja avergonzado y a hurtadillas con la bolsa de la compra; él, con su historial de niños abusados y su andamiaje argumentativo para disculpar lo imperdonable.

Confieso que la duda que primero me asalta es: ¿la distancia entre el Chile dictatorial y el próspero de nuestros días –una generación ya– es suficiente para que el público pueda reírse en una proyección de El club? ¿Hay algo de qué reír en una película que sugiere ejecuciones sumarias, pederastia clerical, secuestro de recién nacidos y el fantasma de las juntas militares? Quizá no. Pero el tono elegido por los hermanos Larraín (Santiago, 1976 y ¿?) en ésta, su primera película posterior a la trilogía de la dictadura (Tony Manero, 2008, Post mortem, 2010, y NO, 2012), es menos didáctica que aquellas en su abordaje de la historia reciente. El club rara vez distingue entre el patetismo, la mala leche y la tragedia: todo se siente humedecido por la misma bruma diurna, avejentada, fotografiada por Sergio Armstrong y que le da la apariencia de un mal sueño por indigestión, uno que transcurre en un Chile austral, difuso, rústico y atemporal.

Más allá de su núcleo temático –la tosca habilidad de la iglesia católica chilena para esconder la basura debajo del tapete– el blanco contra el que apuntan sus guionistas es el gatopardismo de instituciones y sociedades dispuestas a cambiar lo que sea necesario para que todo siga igual. El club del título es una comunidad de retiro para sacerdotes que evaden la justicia y que forman, en palabras del cineasta, “un pequeño Chile”: antiguos colaboracionistas, pederastas confesos, administradores encargados de colocar bebés entre familias allegadas a la junta. Un cura se integra a la comunidad. Casi al instante, se da un tiro. Un segundo enviado, joven y jesuita, es enviado a limpiar el plato roto. Un esquema vagamente policial, con un barniz de terror intimista y una calma bucólica, campirana.

Armstrong, Larraín  y sus coguionistas acertaron al darle a El club una sensación de duermevela (¿cuándo sucede todo?, ¿en qué Chile estamos?) sin abandonar el brío de crónica, de actualidad inmediata. En el cine Iberoamericano de la década que corre, Larraín está entre los pocos capaces de dar continuidad a una obra integral que crece y se extiende de película en película. Aunque a mi gusto, su obra mayor siga siendo la televisiva Prófugos (2011-13), El club es lo que, hasta hoy, da cuenta más cabal de su habilidad como narrador y su buen hacer como cineasta, amén de su integridad como interlocutor de una sociedad, la chilena, tan reacia a llamar a cuentas al pasado reciente.


Sergio Huidobro es candidato a maestro en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Formó parte del programa Berlinale Talents Press 2016 del Festival Internacional de Cine de Berlín. Recientemente fue incluido en la antología Dos amantes furtivos: Cine y teatro en México (2015).