La bruja
Por Rebeca Jiménez Calero | 19 de mayo de 2016
Robert Eggers sólo había dirigido dos cortos antes de La bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2016), largometraje con el que ganó el premio a mejor director en el Festival Sundance, el año pasado. En estos trabajos previos a su opera prima se pueden vislumbrar ya sus intereses: en 2007 llevó a cabo una adaptación del clásico de los hermanos Grimm, Hansel y Gretel (Hansel and Gretel) y un año más tarde hizo lo mismo con El corazón delator (The Tell-Tale Heart), de Edgar Allan Poe. El terror clásico, el miedo infundado por leyendas primigenias y las criaturas malignas que habitan en el bosque, parecen ser los temas que mejor le acomodan a quien tiene un currículum más extenso como diseñador de vestuario y director de arte. No es extraño, pues, que al novel director le interese la creación de atmósferas, de escenarios inquietantes, más que provocar brincos en el espectador a golpe de sorpresas visuales y sonoras.
Digámoslo de una vez: en La Bruja no hay sustos que hagan saltar al público de sus butacas, ingrediente indispensable del cine de horror hoy en día; no hay apariciones furtivas acompañadas de una música que sube intempestivamente tras un prolongado silencio; no hay estrellas juveniles intentando salvarse. No hay vueltas de tuerca. Lo que sí hay es una sobriedad que encaja de manera casi orgánica en su propia trama y una tensión que poco a poco va acumulándose, como una olla de agua hirviendo.
Como su subtítulo lo indica, se trata de una leyenda de Nueva Inglaterra, una historia ambientada en 1630, y para llevarla al cine, el director optó por una puesta en escena libre de efectismos: la fotografía es casi monotonal, excepto por los momentos en los que hay sangre –aunque pocas, también hay secreciones propias del horror. La música se compone básicamente de violines ominosos y cánticos que remiten a épocas pasadas. En este sentido no pude dejar de pensar en que estos elementos hermanaban a esta cinta con El listón blanco (Das weiße Band, 2009), la críptica obra de Michael Haneke que bien podría ser leída como una cinta de horror.
Pero La bruja, a diferencia del filme de Haneke, sí es una película de horror en todo el sentido de la palabra. Toda la historia gira en torno a la familia compuesta por William, Katherine y sus cinco hijos, quienes han sido desterrados de la comunidad a la que pertenecían. Llevando consigo todas sus pertenencias y animales, la familia se asienta en un claro del bosque y trata de rehacer su vida hasta que ocurre un evento que desatará una serie de tragedias: el bebé Samuel se desvanece a la vista de su hermana mayor, Thomasin, quien se había quedado a su cargo. La misteriosa desaparición de Samuel será apenas el primero de varios presagios malignos que azorarán a la familia.
Eggers (Lee, Nuevo Hampshire, 1982) no se propone inventar el hilo negro, por el contrario, recurre a leyendas de horror primigenias en las que el bosque se erige como un lugar siniestro en el que habita el mal, encarnado en brujas y animales. Irónicamente, es este regreso a los orígenes lo que diferencia a La bruja de la mayor parte del cine de horror actual. Por ello no es extraño que la compañía que la distribuye no haya encontrado una forma idónea de venderla a los grandes públicos: ¿cómo explicar que se trata de una película de horror que no contiene sustos? Hay quienes la han definido como cine “de arte”, y en ese tenor, ¿puede considerarse “de arte” una película de género?
En este sentido, La bruja podría estar emparentada con El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1969): mientras que en el filme de Polanski una mujer inocente entra en contacto con unos extraños vecinos que poco a poco se revelan como integrantes de una secta diabólica y su esposo parece tener una especie de vínculo con ellos, en el filme de Eggers vemos cómo la adolescente Thomasin es arrastrada hacia una fuerza diabólica que involucra a sus hermanos gemelos Mercy y Jonas. Pero más que en la trama, la unión entre estos dos largometrajes recae en el tono y la forma de contarlas: en ambas la tensión va creciendo gracias a la acumulación de eventos siniestros que precisan de la participación del espectador no para descubrir cosas –ya dijimos que no hay vueltas de tuerca– sino para ser partícipes del horror a partir del conocimiento que ya se posee.
La coherencia de La bruja recae justo en haber elegido la puesta en escena perfecta para la historia que se está contando, recurriendo mayormente a la luz natural en exteriores y en interiores a una iluminación que muchas veces recuerda a los claroscuros de Rembrandt. Y a diferencia del cine de horror actual que apuesta por el impacto casi de manual y de duración efímera, la cinta de Robert Eggers provoca un efecto más permanente, característica del cine de horror que logra convertirse en clásico.
Rebeca Jiménez Calero es comunicóloga. Es profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se dedica a la traducción y edición de subtítulos para festivales de cine.
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