La juventud
Por Carlos Rodríguez | 5 de mayo de 2016
La disonancia entre la forma y el planteamiento en La juventud (Youth, 2015), la más reciente trabajo de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), hacen de éste un filme en el que el hedonismo es una peculiaridad impenetrable. No existen fisuras para transmitir la duda que plantea al filme. Todos los personajes de La juventud se interrogan si ha valido la pena vivir. Sin embargo, la película no abunda en la crisis que supone valorar el pasado, el presente y el futuro, de la que tanto hablan los personajes de Michael Caine y Harvey Keitel, un director de orquesta retirado y un director de cine que prepara un filme que consolide su legado, respectivamente. La película comparte su afán preciosista con La gran belleza (La grande bellezza, 2013), filme previo de Sorrentino, aunque éste funciona porque es consciente de la crítica que realiza. La juventud se desarrolla en un hotel suizo en el que, entre otros, se encuentran celebridades del espectáculo (un joven actor de Hollywood, una modelo ganadora del concurso Miss Universo e incluso el futbolista Maradona), muchos ancianos pudientes aburridos y las masajistas y acompañantes del albergue. El éxito y la fama, que tanto criticaba Jep Gambardella (Toni Servillo) en La gran belleza, es insuficiente en la vida de los amigos casi de más de setenta años, aunque sea la moneda con la que se compra una estancia en el hotel. La insistencia de Sorrentino con la simetría y la belleza parten del modelo de transparencia, del establecimiento de una identificación del espectador con los personajes principales, pero esto juega en su contra en La juventud, ya que en el filme abundan los lugares comunes sobre el envejecimiento («Tú ves la montaña cerca porque eres joven; yo la veo lejos porque estoy viejo», dice el personaje de Keitel), la memoria («No recuerdo cuando era niño», comenta Caine) y la vitalidad (siempre asociada a eros, la pulsión de vida, según el psicoanálisis). La sospecha principal que surge al pensar el filme es a qué audiencia va dirigida, en realidad a qué mercado. No sorprende que la película haya sido aclamada en los Premios del Cine Europeo. El aburrimiento de la élite de famosos, que aquí se muestra de forma aséptica, no tiene filo en la cámara de Sorrentino. La discusión entre Caine y Rachel Weisz, que interpreta a su hija, recuerda a los reproches de la familia, también dedicada a la música, de Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), de Ingmar Bergman, aunque aquí sin las consecuencias del sincero resentimiento. El sueño de las actrices de Keitel trae a la memoria los filmes musicales de George Cukor, más que al Fellini de 8½ (1963), con quien se le compara insistentemente a Sorrentino, pero, de nueva cuenta, no hay una preocupación por abordar las diferencias y similitudes entre el pasado y el presente, el sueño y la realidad, el fracaso y el éxito. La película contradice esa escena genial, que sigue al prólogo del filme, en la que Michael Caine observa desfilar a una esplendorosa mujer en una pasarela en medio de Plaza de San Marcos, en Venecia, inundada por el acqua alta, mientras él se hunde con angustia, incapaz de retenerla, y decide quedarse en la superficie. Las imágenes de La juventud no muestran el ocaso ni el alud sino el insistente uso del espectáculo y la belleza simétrica del cine que no siembra preguntas o dudas en el espectador, películas, inofensivas, que acaparan premios tanto en Hollywood como en Europa.
Carlos Rodríguez es editor web de La Tempestad y colaborador en Picnic. @CarlKarlRona
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