Melancolía
Por Nelson Carro | 1 de septiembre de 2012
Sección: Crítica
De los dos episodios que conforman Melancolía el primero, “Justine”, es casi un remake de La celebración (Festen, 1998). Como en la película de Thomas Vinterberg que inauguró el Dogma 95, todo gira alrededor de una gran fiesta familiar, en este caso una boda, en la que las supuestas alegría y felicidad derivadas de la celebración no pueden ocultar el deterioro de todas las relaciones, la tensión latente, las recriminaciones, la violencia contenida, los desplantes inoportunos. Formalmente muy similares, tanto en la estructuración de la fiesta y los “apartes”, como en la utilización de una cámara muy nerviosa, las dos películas difieren, sin embargo, en su intención. En la de Vinterberg se busca la disección de la institución familiar para echar luz sobre sus peores prácticas. En Melancolía (Melancholia, Lars von Trier, 2011), si esta pintura familiar también existe, está puesta al servicio del retrato del personaje titular, Justine (Kirsten Dunst), la melancólica destruida por la influencia de los astros.
Estos astros se revelarán con todo su poder en el segundo episodio, “Claire”, centrado en la hermana acomodada e integrada de Justine. En términos sociales, quizás Claire (Charlotte Gainsbourg) sea la única “normal” de la familia: tiene un marido adinerado, John (Kiefer Sutherland), un hijo y una casona (casi un castillo) que incluye un campo de golf de 18 hoyos. John y Claire intentan que Justine siga sus pasos, organizando una boda planificada en sus menores detalles, como camino hacia un futuro promisorio. Sin embargo, en el éxito de esta empresa, interferirá sobre todo la aparición de un planeta desconocido, Melancolía (realmente existe un asteroide de ese nombre), que surge sorpresivamente de atrás del sol y amenaza con estrellarse contra la Tierra. Y lo cumple. Es, literalmente, el fin del mundo.
Luego de la boda, la casona queda sola y totalmente aislada. Un taxi que trae de regreso a Justine, parece ser el único y último nexo con el resto del mundo. Justine, Claire, John y el pequeño Leo, sin ningún contacto con el exterior (ni noticias a través de la radio, la televisión o el teléfono), enfrentan la catástrofe final armados solamente con un telescopio y un artefacto diseñado por Leo para determinar la circunferencia de Melancolía. El cuadro tiene mucho de bergmaniano (en buena medida por la capacidad de Lars von Trier para obtener lo mejor de sus actrices), con cada uno de los personajes reaccionando de manera diferente ante la proximidad de la muerte. Aunque aquí lo que los aterra no es el silencio de Dios. O sí. Porque finalmente estas profecías sobre el fin del mundo no pueden desligarse de lo religioso. Y la actitud resignada de Justine, consciente de la imposibilidad de huir, busca una suerte de salida mística en ese refugio mágico formado por unos pocos troncos, que al final cobija a las dos hermanas y al niño. Claire en cambio, trata de aferrarse a lo terrenal; entonces pierde todo el aplomo y la seguridad mostrados en el primer episodio y corre como enloquecida sin saber hacia dónde, tratando de evitar lo inevitable.
En un inquietante prólogo, filmado en una lentísima cámara lenta —recurso ya manido al que el director consigue dar una nueva vida, como en Anticristo (Antichrist, 2009)—, se adelanta el final por venir. Imágenes oníricas que luego cobrarán su significado: Justine vestida de novia, ligada al suelo por extrañas raíces, o flotando como la Ofelia (1851-52) de Millais; Claire con el niño por el campo de golf; la pintura Cazadores en la nieve (Brueghel, 1565); un jardín que recuerda los de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, Alain Resnais y Marguerite Duras, 1961). Y la presencia repetida y premonitoria de los astros acercándose: el Apocalipsis. Pero no es un Apocalipsis negro, sino todo lo contrario: luminoso, esplendoroso, como se supone que debería ser. Si es que es.
Porque la gran habilidad cinematográfica de Lars von Trier (Copenhague, 1956) le permite, una vez más, deslumbrar y atrapar al espectador, envolverlo con sus fascinantes construcciones para llevarlo hacia donde quiere. Manipularlo para dejarlo con la boca abierta por la perfección de su juego. Como un prestidigitador.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 2, otoño 2012, p. 51) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
Nelson Carro es el subdirector de Programación de la Cineteca Nacional. Lleva casi tres décadas publicando una columna semanal en Tiempo Libre. Fue director de la revista Dicine.
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