La vida útil

La vida útil

Por | 1 de mayo de 2012

Jorge ha dedicado los últimos veinticinco años a la Cinemateca, institución en la que se desempeña como multiusos: trabaja en la programación, proyecta las películas, presenta a los invitados, graba los anuncios que se pasan en la sala, conduce un programa de radio, revisa el estado de las butacas e integra el consejo directivo, todas esas tareas compartidas con Martínez, su compañero. Sin embargo, a pesar de su dedicación, las cosas no van bien: los socios disminuyen mes a mes, mientras que las deudas aumentan. Hace ocho meses que no se paga la renta de la sede y el desalojo es inminente. La fundación que apoya económicamente a la Cinemateca decide retirarse, con el argumento de que no puede apoyar instituciones culturales que no sean redituables. El mundo de Jorge (Jorge Jellinek) se viene abajo.

Un cartel, al inicio de La vida útil, explica que «esta película de ficción no reconstruye la historia de la Cinemateca Uruguaya ni la de sus trabajadores». Sin embargo, en toda esta primera parte, la ficción se parece demasiado a la realidad. Todas las instalaciones que se ven son las de la Cinemateca Uruguaya y casi todos los personajes que aparecen forman parte igualmente de su equipo de trabajo. Fundamentalmente Martínez encarnado por Manuel Martínez Carril (Montevideo, 1938), quien estuvo al frente de la Cinemateca más de cuatro décadas e hizo durante muchos años todas las tareas que hace en la película (y unas cuantas más).

La primera mitad de La vida útil (Federico Veiroj, 2010), filmada en blanco y negro y en un hoy anacrónico formato 1.37:1, se dedica al registro casi documental del trabajo cotidiano: desde el reparto inicial de los filmes que integrarán el ciclo de cine islandés al programa de radio donde Martínez explica la secuencia de la batalla en el hielo de Alejandro Nevski (Aleksándr Nevski, Serguéi Eisenstein, y Dmitri Vasíliev, 1938), y la relación entre las imágenes de Eisenstein y la música de Prokófiev. Y la elección de esos títulos no es gratuita, porque si hay que morir, se morirá con las botas puestas: exhibiendo Febrero, del director uruguayo Gonzalo Delgado Galiana, ante una sala casi vacía, o Avaricia (Greed, 1923) de Erich von Stroheim. Y anunciando como próximo plato fuerte una retrospectiva del portugués Manoel de Oliveira.

Es cierto que lo que se muestra no es la realidad de la Cinemateca, pero sin duda se le parece en muchos aspectos. Hay un deterioro que tiene que ver con una situación de crisis económica, pero también con los cambios en el consumo cultural. Equipos y aparatos que ya no dan más, que han trabajado durante años y cuya vida útil está a punto de agotarse (si es que no se ha agotado ya). Un público fiel que resulta escaso y afuera muchos jóvenes a los que no se consigue atraer con los grandes nombres de la cinematografía. La empresa tiene algo de quijotesco –como casi todas las empresas culturales, por otra parte–: una lucha de David contra Goliat, con reminiscencias de El espectáculo más pequeño del mundo (The Smallest Show on Earth, 1957), de Basil Dearden. Aunque en La vida útil, sólo vemos una de las partes, la otra, la de los grandes complejos cinematográficos y las superproducciones 3D, ya está presente en la cabeza de todos los espectadores; no hay necesidad de recordarla.

Ese universo interior e íntimo en el que transcurre prácticamente toda la primera mitad de La vida útil parece detenido en el tiempo, si no fuera por ciertos elementos que lo datan con exactitud (las películas en DVD, por ejemplo), podría suponerse en los cincuenta o sesenta. El blanco y negro y el tipo de fotografía ayudan. Igualmente la escasa música, compuesta por fragmentos de obras de Eduardo Fabini, músico uruguayo cuyos poemas sinfónicos remiten, desde sus títulos, a otros tiempos: Campo, La isla de los ceibos, Mburucuyá. El mismo Jorge, que ha pasado veinticinco años encerrado en la Cinemateca, también es un personaje anacrónico.

Luego de la terminante frase de Iriarte hijo: «No podemos apoyar instituciones culturales que no son redituables», La vida útil pasa a un intermedio, musical, con la canción “Los caballos perdidos” de Leo Maslíah, sobre el poema de Atilio Pérez Dacunha, “Macunaíma”. Este poema hace referencia a la infancia y a la inocencia perdida («Cuánta distancia ahora / cuánta distancia / y estoy vacío de patas / tan inútil y quieto como un viento mutilado / con mis dos caballos perdidos») y está publicado en un libro que lleva por primer título Pasajero de las sombras (1980), lo que resulta también una definición perfecta para alguien que, como Jorge, ha vivido la mayor parte de su vida encerrado en una cinemateca, en la Cinemateca.

Si la primera mitad de La vida útil podría parecer un canto agónico, la segunda es decididamente una declaración de amor, no sólo a su amiga Paola (Paola Venditto), sino a la vida y muy especialmente al cine.

Después de la crisis y el terrible choque que significa el darse cuenta de que la seguridad de su mundo conocido se pierde, Jorge sale, por primera vez, a la calle acompañado por todo un bagaje cultural construido durante años de cinefilia: los westerns de John Ford, las aventuras épicas de Akira Kurosawa, los musicales de Vincente Minnelli… lo que hasta ahora era un registro casi documental, con tintes neorrealistas, sufre una violenta transformación, Jorge se lanza a la conquista del mundo (del real, ahora sí) con las armas que le dieron veinticinco años en la Cinemateca. Lo primero, por supuesto, es ir a buscar a Paola, su amor más o menos platónico.

Pero antes debe desembarazarse de ciertos lastres: una llamada al padre para avisarle que esa noche no llegará a cenar; un paso por la peluquería para cambiar (más teórica que realmente) la apariencia y lo más importante; aprovechar para deshacerse del maletín donde carga todo lo que ya no quiere ser.

Una elaborada disertación sobre la mentira (a partir de Mark Twain) a los alumnos de Derecho, muestra el aplomo y la seguridad del nuevo Jorge. La segunda prueba será la ejecución de una coreografía, como un Gene Kelly en las escaleras de la Facultad. La tercera, abordar a Paola (que lo ve un tanto sorprendida, pero también complacida) y, por supuesto, invitarla al cine. El final, con Jorge y Paola alejándose por la avenida 18 de Julio (y el cartel de FIN), es totalmente cinematográfico, remite a una cantidad de finales felices muchas veces vistos.

La vida útil es el segundo largometraje de Federico Veiroj (Montevideo, 1976), quien antes realizó los cortos 50 años de Cinemateca Uruguaya (2003) y Bregman, el siguiente (2004), y el largometraje Acné (2008). A diferencia de Acné, La vida útil fue planeada como una producción muy pequeña y casi sin presupuesto. Escrito en su primera versión en el 2007, el proyecto se modificó con la aparición de Jorge Jellinek (1957), reconocido crítico cinematográfico uruguayo sin ninguna experiencia como actor, al que Veiroj vio como el personaje perfecto. Luego de filmar la primera mitad del guion, que sirvió además para probar a Jellinek en su nueva faceta, se desechó la otra parte, y se volvió a escribir con la colaboración de Gonzalo Delgado (Montevideo, 1975) e Inés Bortagaray (Salto, 1975). Esa reescritura y el tiempo que medió entre las dos partes del rodaje no resultó en este caso perjudicial, al contrario: de las marcadas diferencias entre ambas mitades, del choque que se produce entre ellas, nace la fuerza y el encanto de este pequeño filme que se volvió grande casi sin buscarlo.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 0, primavera 2012, pp. 48-49) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Nelson Carro es el subdirector de Programación de la Cineteca Nacional. Lleva casi tres décadas publicando una columna semanal en Tiempo Libre. Fue director de la revista Dicine.