Perdida

Perdida

Por | 1 de enero de 2015

Una cabeza femenina. Una cabellera rubia. Retrato en un azul casi eléctrico. Es la luz de un frío amanecer. Ella voltea el rostro hacia la cámara. Un rostro hermoso de grandes y expresivos ojos claros, finas facciones y una sonrisa amplia que, sin embargo, no se despliega del todo. Es un rostro que  inspira, sin duda. Lo que sigue es un cuestionamiento a una imagen de tal belleza, tan tranquila, tan apacible. ¿Qué siente el alma detrás de ese rostro? ¿Está bien? ¿Es feliz? Qué ganas de abrir esa cabeza en mil pedazos para saber qué es lo que realmente existe tras tanta belleza.

Esta evocación del rostro de Amy Dunne es la imagen con la cual inicia Perdida, el más reciente filme del estadounidense David Fincher (Denver, 1962) , quien saltara de los videos de Madonna a principios de los años noventa para debutar en la industria de Hollywood con la tercera entrega de la saga de Alien, Alien 3 (1992). Ya en su opera prima, Fincher planteó su obsesión con los ambientes oscuros, sucios y enrarecidos,en los cuales sus protagonistas suelen moverse sin posibilidad de escape, como ratones en un inmundo laberinto sin salida. Fincher es el poeta de la cochambre, del sudor, de la persecución y la paranoia; de las paredes color chocolate y los ambientes ambarinos, asfixiantes; el retratista de una sociedad norteamericana, la suya, víctima de su propia estupidez, alienación y ambiciones desmedidas.

De Se7en (1995) a El club de la pelea (Fight Club, 1999) y de ahí a La habitación del pánico (Panic Room, 2002), el realizador ha sabido manejar los hilos del thriller con sabiduría, aunque también se ha remitido al género fantástico, como en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008) o la biografía no autorizada de un personaje no sólo real sino demasiado inmediato, como ocurría con el Mark Zuckerberg de La red social (The Social Network, 2010). Pero aun en un registro distinto al thriller, Fincher enfrenta a estos personajes a la imposibilidad amorosa, condenada por el paso inexorable del tiempo, o bien, al retrato de un monstruo hiperinteligente creador de una infinita red de amigos quien, sin embargo, vive muy a gusto su propia alienación del género humano.

Perdida (Gone Girl, 2014) es un thriller también, pero en un registro y tono aterradoramente cercanos, reales, palpables. Los monstruos que reptan por sus imágenes no son repulsivos a la vista, lo que los hace mucho más peligrosos que el Alien o las bromas pesadas, casi mortales, de El juego (The Game, 1997). El horror se manifiesta en el filme a través de emociones realistas y personajes o arquetipos sociales sumamente cotidianos. Puede brotar de una comentarista televisiva feminazi capaz de destrozar con su lengua viperina la reputación de una persona con tal de aumentar los puntos del rating, o bien, de la sensación de incertidumbre por el paradero de alguien más (amado o no) y por ello ser señalado, perseguido y acorralado hasta límites delirantes. El horror que brota de una sociedad enfermiza en la cual todo alguien desea acceder a sus minutos de fama cueste lo que cueste.

Es el horror de lo cotidiano. La secuencia de créditos ocurre al mismo tiempo que Nick Dunne inicia el primer día del resto de su vida. Y lo hace bajo esa misma luz fría matinal con la cual se iluminará el rostro de Amy, su mujer, en la mañana del día en que desaparecerá, mientras la cámara de Fincher va capturando imágenes del pueblo de Misuri en el cual ambos viven. Todo es tranquilo. Cotidiano. Convencional. Será la desaparición de Amy lo que venga a poner una pizca de interés a las vidas provincianas y conservadoras de todos en el pueblo. Es una pequeña ola que termina convirtiéndose en un tsunami a nivel nacional, sacudiendo el avispero de la Norteamérica de Obama.

Como todo buen thriller que se precie de serlo, Perdida se sostiene en una fantástica estructura narrativa cimentada en el impacto de las vueltas de tuerca despiadadas y abundantes en el guión de Gillian Flynn (Kansas City, 1971) , quien transforma en imágenes cinematográficas su novela homónima. Pero también en un fuerte componente social que engancha el relato a esa realidad inmediata antes mencionada.

Perdida es una saga en tres actos. Dos de la misma duración y una especie de epílogo demencial en el cual las piezas del rompecabezas terminan por ensamblarse. En el primero, asistimos a los esfuerzos de Nick por tratar de aclarar la desaparición de Amy, pero, sobre todo, por tratar de zafarse de la soga con la cual los medios de comunicación, los padres de ella, las vecinas y hasta sus amigos cercanos, pretenden ejecutarlo en el cadalso. Cualquier movimiento, cualquier reacción en su rostro o variación en la mirada lo vuelven el principal sospechoso de un crimen que dice no haber cometido. Fincher apela a la memoria cinéfila del espectador aficionado al thriller: si Nick es el protagonista, no puede ser el culpable. Está demasiado preocupado, angustiado por la desaparición y el posible asesinato de Amy. No lo puede ser. Sin embargo, el cineasta no se tienta el corazón para aguijonear al protagonista con una serie de despiadados flashbacks en los cuales Amy narra las vicisitudes de su matrimonio.

Justo cuando la olla de presión sobre Nick está a punto de estallar, un violento giro en la trama equilibra y al mismo tiempo desnivela la narrativa, pues Amy no está muerta, por lo tanto, Nick no es culpable de un asesinato ni mucho menos de su desaparición. El thriller se ha derrumbado. Todo ha sido un plan para huir de una vida miserable, marcada por la frustración, el desamor y la amenaza constante de una violencia siempre a punto de explotar.

Este es un buen momento para comentar ese aspecto social implícito en la trama del filme. Los protagonistas fueron víctimas de la crisis económica de la era Obama. Ambos eran escritores, vivían en Nueva York cuando se conocieron (él es oriundo de Misuri) y la fortuna les sonreía. Sobre todo la de ella, quien tenía una posición social mucho mejor que la de su esposo. Sin embargo, la crisis destruyó sus sueños, los privó de sus empleos y no hubo de otra más que refugiarse en el pueblo natal de él para sobrevivir a duras penas con las ganancias de un bar montado por ella. Esta situación de continua insatisfacción ha provocado en Amy las ansias de escapar, mediante un plan sumamente complejo.

Si Perdida deja de ser un thriller en el momento en el cual Amy está viva, retoma el rumbo cuando Amy, en su afán de desaparecer del mapa no sin antes ver a quien ella considera el culpable de su desdicha destruido socialmente, cae en las garras de un viejo amor que resulta ser un psicópata. Las mismas habilidades de las que echó mano para desaparecer tiene que utilizarlas para escapar.

Thriller genérico y profundamente entretenido que se torna un melodrama sobre los efectos del mundo cruel en una pareja, Perdida se alimenta finalmente de la certeza de Fincher en que la condición humana tenga una posibilidad de salvación. Más allá de las reglas del juego que la cinta debe jugar para navegar en las aguas y los códigos del cine comercial al cual pertenece, Perdida es un filme donde el horror proviene de la persona que llevamos en el alma y que un día muestra su verdadera naturaleza. Pero sobre todo la persona que decimos amar porque en realidad se parece demasiado a nosotros mismos.

Nick y Amy (interpretados, respectivamente, por Ben Affleck [Berkeley, 1972] y Rosamund Pike [Londres, 1979], intérpretes capaces de reflejar en sus rostros emociones totalmente opuestas a las que en realidad experimentan sus personajes) terminan siendo, pese al horror entre ambos, una pareja unida, ejemplar por haber sobrevivido al horror. El anuncio de un hijo en camino es para Fincher la prueba definitiva de que ese horror retratado durante casi dos horas y media de metraje nunca tendrá fin. Perdida es una historia de amor que comenzó bajo una (literal) lluvia de azúcar y terminó con una mancha de sangre en la pared de la cocina.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 11, invierno 2014-15, pp. 38-39) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


José Antonio Valdés Peña es subdirector de Información y vocero de la Cineteca Nacional. Conduce la sección “Miradas al cine” del noticiero matutino de Canal Once e imparte clases en el Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación.