Los lobos

Los lobos

Por | 24 de junio de 2021

Sección: Crítica

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Los lobos no lloran. Ésa es la sexta regla de la casa y hay que respetarla como a las demás: no salir nunca del departamento, no pisar la alfombra sin zapatos, mantener limpio el espacio, cuidarse entre hermanos, abrazarse después de una pelea y no decir mentiras. Los lobos son Max y Leo, dos niños mexicanos que acaban de llegar a Albuquerque junto con su madre en busca de una nueva vida. Así comienza el segundo largometraje del director jaliscience Samuel Kishi, un muy emotivo relato que, centrado en los dos pequeños hermanos, parte del drama familiar al interior de un minúsculo departamento, para alcanzar una visión socialmente más amplia que abarca el choque cultural de los migrantes en Estados Unidos.

Lo primero que atrapa la atención en Los lobos (2019) es la capacidad de Kishi y su equipo para transmitir una auténtica sensibilidad infantil a partir de Maximiliano y Leonardo, hermanos tanto en la película como en la vida real. Los juegos, los dibujos con crayola, las peleas, el chumbalaca chumbalaca, los ratos de aburrimiento, la desobediencia… son recreados y capturados en una serie de momentos que terminan por conformar una “mirada de niño” que se siente bastante real. La dirección actoral de los niños y el vínculo detrás de cámara de los hermanos logran fundirse en la ficción con gran naturalidad provocando la simpatía por ellos y hasta cierta identificación. Esta mirada de niño desconoce el significado del tiempo pero no por ello deja de sentir su peso, por lo que lapsos desesperadamente largos en la espera diaria por su madre, se pueden confundir fácilmente con breves saltos entre juego y juego. La mirada infantil se complementa con los dibujos animados de sus alter egos lobunos que ilustran sus aventuras y sentires, gesto divertido que hace más entrañable la experiencia de Max y Leo.

No se puede evitar hacer la comparación de este acercamiento a la niñez con El proyecto Florida (The Florida Project, 2017). Éste no es el primer texto que lo hace y seguramente muchos otros terminarán por mencionar en algún punto la película de Sean Baker. Es inevitable porque se trata de películas hermanas: ambas miran con los ojos de un niño hacia los márgenes mugrosos de la sociedad gringa; ambas consiguen transmitir esa inocencia, curiosidad y malicia de los primeros años; y ambas, depositan esperanza en el sueño ingenuo –pero no por eso menos sincero– de todo niño por visitar Disneylandia. Los lobos, digamos, es el hermano chiquito (no por hacerla menos, sino porque “nació” después) y se distingue por su relato de migrantes y una sensibilidad mexicana enfrentada a la nostalgia, y a un mundo que de ahora en adelante debe entenderse en inglés… y hasta en chino. El encuentro de culturas es una capa más que envuelve a este coming of age, y que se puede observar en el matrimonio Chang y en la colección de instantáneas que recogen la diversidad de rostros que viven en la ciudad más grande de Nuevo México. A modo de microrretratos documentales, todos miran a cámara como haciéndonos conscientes de que detrás de esta ficción hay mil historias anónimas teniendo lugar.

Después viene Lucía, madre loba y líder de la manada, quien termina por completar el círculo emocional que va formando la película entorno a esta familia. Los lobos parte de la experiencia fraternal (autobiográfica, pues hay parte de la vida de Kishi en el guion), para dedicar una obra al amor y sacrificio maternal. Es a través del personaje de Martha Reyes Arias que conocemos el mundo fuera de la pequeña cueva de 500 dólares la renta: el de los migrantes sometidos a dobles jornadas laborales, el de las solitarias y cansadas madres solteras y el de uno de los fenómenos sociales más comunes en México: la ausencia paterna. Sobre este último aspecto, el guion de Kishi (Guadalajara, 1984), Luis Briones y Sofía Gómez Córdova (ciudad de México, 1983) pone el énfasis exacto en este hueco emocional dejado por el padre (bastante abordado por las jóvenes generaciones de cineastas mexicanos en la década pasada) para después dar un giro más luminoso y voltear a ver a la figura materna. Hay una escena que me parece bastante sutil y significativa en la que Lucía, con todo su dolor y desgaste emocional, decide no heredar a su hijo el desprecio que siente hacia aquella figura masculina. La historia deja en los niños, principalmente en el personaje de Max, la capacidad de valorar su realidad familiar, de voltear a ver a su madre.

Los lobos es una película de sutilezas. Se antoja enumerarlas por escrito, pero resultaría un despropósito aburrido solamente leerlas –además, sería espoilearles más de lo que ya he hecho. Pero ahí están, en detalles visuales que dicen en dónde se encuentran los hermanos: Max, el mayor, a punto de dejar la inocencia, con ganas urgentes de crecer; Leo, el menor, todavía descubriendo ingenuamente su mundo alrededor. Lo que sí merece una mención especial es la vieja grabadora familiar. Este objeto deja atrás el dispositivo nostálgico (¿cuántos cassettes cargados de recuerdos hay en el cine?) para tomar una parte más activa dentro de la historia: sirve de madre suplente, de compañía, de escuela, de juguete, de medio de comunicación, de máquina del tiempo… La grabadora termina por ser un punto de unión de la pequeña manada.

Samuel Kishi apunta al corazón y le atina. Intento resistirme a los calificativos y a usar oraciones que apelen a los sentimientos para no sonar demasiado cursi al “analizar” Los lobos. Pero a veces, la mejor crítica es compartir la emoción honesta que nos genera una película. A veces es mejor no contenerse y romper las reglas. Cuando vi Los lobos, yo rompí la sexta. ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuu!


Israel Ruiz Arreola, Wachito, forma parte del equipo editorial de la Cineteca Nacional desempeñándose como investigador especializado. @wachitou