El renacido

El renacido

Por | 27 de enero de 2016

En un instante crucial de El renacido (The Revenant, 2015), el colono, explorador y comerciante de pieles Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) se finge muerto para neutralizar el ataque de una osa que, en defensa de sus crías, se lanza sobre él. La secuencia aspira a diluir toda construcción escénica en pos de un verismo radical, casi documental, excepto por una fugaz y enigmática decisión creativa: cuando la osa acerca el hocico a la cabeza de Glass, sea para confirmar su muerte o el sabor, la cámara permanece tan cerca que el vaho respiratorio del animal alcanza a empañar la lente.

Se siente caliente, hondo, fétido y peludo. Es uno de los escasos retoques digitales en una película asentada sobre una idea del cine hecho, montado, pensado y recibido como una experiencia física que apela al aprendizaje sensorial, primario, del mundo: frío, calor, luz, olor, tierra, piel abierta, carne cruda. Pero es el aliento de la osa lo que nos devuelve en un guiño la presencia material de la cámara. La sensación recuerda a ciertos momentos de Hombres de Arán(Men of Aran, 1934) de Robert J. Flaherty, del cine de Jonas Mekas o de Joris Ivens, en donde la cámara hace sombra accidental sobre algún objeto en el borde del cuadro, o es vista de frente por los retratados.

Frente al artificio virtuoso y autoirónico de Birdman (o La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman (or The Unexpected Virtue of Ignorance), 2014), Iñárritu (México, 1963) y Emmanuel Lubezki (México, 1964) ensayan en El renacido un cine de revisionismo histórico, de época, que, paradójicamente, disloca la noción de puesta en escena mediante el uso estricto de iluminación, clima y escenarios naturales que incluyen un alud de nieve real que no por provocado resulta menos físico, bello ni terrible.

Proceso y resultado evocan una tradición americana que se remonta al Walden (1854) de Thoreau o a Melville en la meditación sobre la fuerza solitaria del individuo y la voluntad del self-made manfrente al leviatán inabarcable de la naturaleza; la ballena blanca, la derrota contra al destino y, en el fondo, una idea turbia que late desde siempre en la formación misma de Norteamérica: la revancha como autoafirmación, como ajuste final del ser con el todo.

La tensión espiritual e histórica entre nativos y colonos queda metaforizada en un final teatral y elocuente: el ajuste final de cuentas lleva al moribundo Fitzgerald (un Tom Hardy extraordinario) de una orilla a otra de un río (figura omnipresente en el relato), encontrando la muerte a manos de un jefe pawnee antes de que éste, al frente de los suyos, cruce las aguas a caballo para encontrarse con Glass, quien, sólo estando en paz con tirios y troyanos, es regalado con una visión fantasmal de su esposa muerta, también pawnee. Es esta ambivalencia lo que el Hugh Glass descrito por Iñárritu, ni indio ni colono, ni vivo ni muerto, ni razón ni instinto puro, encarna a la perfección: un habitante natural de las fronteras, en el sentido más amplio.

Es curioso pensar que sea el director de Amores perros (2000), y no un heredero natural de la América profunda como Terrence Malick o Paul Thomas Anderson, quien, a partir de la novela de Michael Punke, se apropie sin reparos, en términos fílmicos, de la quintaesencia nacional que encierra una figura como Hugh Glass. Aún así, el guión de Iñárritu y Mark L. Smith parece más concentrado en detallar el martirologio de la carne que en examinar la psique y el pasado del protagonista, los cuales emergen en destellos breves, abstractos, de un lirismo que se siente impostado al lado del crudo y majestuoso naturismo visual de Lubezki.

Imperfecta e inabarcable, El renacido asemeja una sobrina valiente de John Ford y de Andréi Tarkovski al mismo tiempo, y marca nuevas directrices en la filmografía de varios de sus involucrados. Quienes fuimos críticos con los vicios recurrentes en la primera etapa de González Iñárritu habremos de aceptar, ahora o más tarde, que en el fondo de esas grietas anidaba un artista honesto que recién va alcanzando madurez.


Sergio Huidobro, comunicólogo y escritor, es candidato a maestro en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Forma parte del programa Berlinale Talents Press del Festival Internacional de Cine de Berlín. Recientemente fue incluido en la antología Dos amantes furtivos: Cine y teatro en México (2015).