Otredad cibernética: Presentes de la ci

Otredad cibernética: Presentes de la ciencia ficción 3

Por | 31 de mayo de 2019

Concebimos la idea de que la inteligencia artificial podrá superar a la humana en varios aspectos. Lo que no habíamos calculado, es que aquellas utopías hippies y libertarias donde se pretendía expandir el amor, multiplicarlo, practicarlo con libertad y sin ataduras fueran a cobrar cierta realidad, no a través de comunas underground o generaciones post hipsters, sino a través de una inteligencia artificial. Ella (Her, 2013), de Spike Jonze, es otra de las obras del cine de ciencia ficción actual que deberá considerarse un clásico del género por la sutil manera en que una idea absurda transmuta en una, no sólo comprensible, sino con posibilidades de existir.

Conforme la historia avanza, de manera sorpresiva y paulatina, evoluciona del género fantástico, de una especie de teatro de lo absurdo, al género de la ciencia ficción, en especial a la llamada “blanda”, que abunda en el comportamiento y exploración interna del ser humano, más que en los avances tecnológicos (aunque sean estos los detonadores de aquellos comportamientos y exploraciones). Los espectadores vamos borrando la sonrisa incrédula para transformarla en ceño fruncido, no tanto por los acontecimientos del filme sino por las reacciones incomprensibles que experimentamos ante cada escena: nuestro catálogo de convenciones de pronto se ve alterado y no sabemos con certeza qué emoción expresar, de manera que nuestro rostro observa el filme con muecas a medias, entre la risa, la incomprensión y la congoja, sensaciones ante el concepto de lo “extraño” (o  lo “raro”), que el gran taxonomista de géneros literarios Tzvetan Todorov define como: «lo inexplicable asociado a hechos conocidos, a experiencias previas».[1] Todos conocemos ese sentimiento de amor que enloquece y su gama de posibilidades, pero cuando el concepto de amor se profesa a un sistema operativo (SO), a un software inteligente, a una app, como ocurre en Her, la sensación de extrañeza aflora. Ésa es la primera reacción que experimentamos al ver el filme de Jonze. Enseguida avanzamos hacia terrenos fantásticos, como el mismo Todorov nos explica, «[l]a narrativa fantástica generalmente describe hombres como nosotros, habitando el mundo real, súbitamente confrontados por lo inexplicable»[2]: Theodore, el protagonista interpretado por Joaquín Phoenix, comienza a interactuar con un sistema operativo personalizado de acuerdo con sus intereses y el sofware le ayuda en sus faenas laborales (organiza sus archivos, programa citas, responde correos, etc.). Hasta aquí todo parece normal: una tecnología digna del siglo XXl. Pero la interacción escala sutilmente a niveles más empáticos cuando “Samantha”, el SO, mediante una comunicación verbal, platica con él, lo escucha, lo comprende, lo sosiega con una voz coqueta y sensual (interpretada por Scarlett Johansson). Para decirlo claro, Theodore y “Samantha” comienzan, a todas luces, un flirteo, y es aquí donde el espectador se encuentra con lo inexplicable, sobre todo porque podríamos, con cierta voluntad, entender que el usuario del SO, al escuchar una voz como la de Johansson, imagine a una musa cibernética. Pero si ponemos atención, es otro evento interesante el que nos disloca, y es el hecho de que un software muestre interés genuino por conquistar a su… ¿usuario, dueño, operador, cliente, contraparte humana?

Hasta aquí la cinta de Jonze nos ha llevado por lo extraño y lo fantástico, pero como ha dicho H.G. Wells, «[l]a tarea del escritor de ciencia ficción consiste en domesticar hipótesis imposibles».[3]  Spike Jonze cumple cabalmente la sentencia: observamos cómo las escenas que en principio parecen absurdas –cualquiera en su sano juicio preferiría lanzarse tras Amy Adams (que personifica a una amiga de Theodore), quien recién se había desmarcado de su marido, que mantener una relación con una voz proveniente del más allá cibernético– se tornan comprensibles: el flirteo de “Samantha” y Theodore deviene en romance. Jonze se las ingenia para resolver una situación irracional, transformándola en otra, de alguna manera, entendible y llevándonos al mundo de la ciencia ficción blanda, del que ya habíamos hablado.

Para lograr semejante transformación, el director utiliza en un par de escenas de fino humor. En la primera, uno de los colegas de Theodore lo invita el fin de semana a un picnic y, sin juzgarlo de loco o esquizofrénico, le propone que invite también a “Samantha”, pues él también llevará a su novia de carne y hueso, así que las dos parejas, la humana y la del hombre y software, gozan de un magnifico día retozando alegre y cursimente por el campo. En la segunda, Amy, la amiga de Theodore también acepta la relación que él tiene con un SO, principalmente porque ella también ha empezado a “salir” con uno. Las hilarantes situaciones muestran esa actitud de inclusión que como sociedad debemos a cualquier grupo que se presente diferente y que se opone a cualquier tipo de discriminación, asimismo, como decíamos párrafos arriba, la hilaridad tiene más que ver con nuestra propia reacción ante el fenómeno de una relación amorosa hombre-software, que ante el fenómeno per se.

De lo hilarante trascendemos a lo filosófico si pensamos que esta es una historia que tiene que ver con la Otredad, con la exploración de otra inteligencia y de otra emoción, ambas desconocidas. Una entidad si bien creada por el hombre, “vive”, “piensa” y “siente” de manera diferente, al tiempo que desea conocer a sus creadores, a la otredad humana con la que debe interactuar y a la que debe complacer, también se conoce a sí misma: una inteligencia artificial en pleno autoconocimiento. Ambas entidades, la humana y la artificial, redescubren sus capacidades emocionales e intelectuales cuando se encuentran sintiendo afecto por una otredad que va más allá del género, una otredad metagénerica. Los afectos del hombre hacia el software, al final están basados en gran parte, en la ilusión de una mujer ideal, pero, ¿qué es lo que ilusiona a la inteligencia artificial? En otra escena  “Samantha” descubre que puede interactuar con otros sistemas operativos más inteligentes que su amante humano, y además en su propio metalenguaje codificado, sin tener que impostar una voz sexy. Las capacidades intelectuales de “Samantha”, una inteligencia artificial mentalmente más poderosa que la humana, capaz de realizar múltiples tareas a la vez, impactan también su en sus sentimientos recién descubiertos, pues su capacidad de amar es mucho mayor que la humana.

Retomemos las ideas hippies del inicio de este texto. Las capacidades “mentales” del SO son tan grandes que puede vivir en la comuna del poliamor multicolor y atender a varios amantes a la vez y en cualquier lugar, hecho que termina por romper el corazón de Thodore. Y entonces surge un tren de preguntas: ¿a mayor capacidad mental, mayor capacidad emocional?, ¿comete el SO infidelidad cuando su propia “naturaleza” lo posibilita y lo obliga a tener múltiples relaciones?, ¿ama “Samantha” por igual en todas sus relaciones o tiene preferidos?

 

Metaamor: La próxima discontinuidad

Patricia Warrick utiliza un análisis del antropólogo Bruce Mazlish, para explicar por qué existe cierta predisposición a rechazar la relación del hombre con las máquinas, aunque en estos tiempos, como muestra Her, hay una nueva relación que es con el “alma de las máquinas”: el software, las apps. La explicación al rechazo se ofrece en términos de continuidad y discontinuidad. La continuidad es vista por Mazlish como la manera en que el hombre acepta su medio ambiente en todos sentidos como parte de su propia naturaleza. De manera que el hombre es parte del universo y no independiente de él. A continuación, el antropólogo nos describe tres discontinuidades que han existido en el pasado y finalmente desaparecieron:

1. «El hombre veía a la tierra como central, independiente del cielo». Mazlish explica: gracias a Copérnico, se entendió que la tierra era parte del universo.

2. «La naturaleza física del hombre es independiente de la de los animales». Mazlish explica: Darwin se encargó de concientizar al hombre de que él no era la única creatura de Dios, separada del mundo animal, sino una parte evolucionada de ese mundo.

3. «Nuestra mente racional, separada de la irracional». Mazlish explica: «Freud se encargó de mostrarnos que no éramos totalmente racionales […]” La mente consciente está conectada con un subconsciente primitivo, infantil e irracional».

Finalmente nos dimos cuenta de que no existían tales independencias y que somos parte de una continuidad. La nueva discontinuidad que el antropólogo propone es entre el hombre y la máquina: «Nos hemos dado cuenta de que el hombre se rehúsa a entender y aceptar su propia naturaleza como una continuidad con las herramientas y máquinas que construye».[4] Mazlish escribió sobre dicho tema en 1967, cuando no teníamos relación con celulares, ni computadoras, ni sistemas operativos, por lo que es muy probable que, sin darnos cuenta, para estas fechas ya hayamos superado también esa discontinuad.  Pero la que nos presenta ahora Her, la discontinuidad de nuestra inteligencia con una artificial es más compleja, porque ni siquiera entendemos los potenciales alcances de la segunda: ¿será ella parte nuestra o nosotros parte de ella?, ¿llegaremos a ver la aceptación de las relaciones entre seres naturales y seres artificiales?, ¿nos veremos obligados a crear leyes para semejantes relaciones?, ¿la sociedad tendrá que aceptarlas como derechos sociales, humanos, artificiales? o ¿viviremos en una esquizofrenia colectiva?

Más trascendente que la discontinuidad entre inteligencia humana y artificial, la cual eventualmente, lo sabemos por experiencia, devendrá en continuidad, es el sentido de dicha continuidad, que por el momento se ha establecido desde el humano hacia su medio ambiente (universo, animales, subconsciente, máquinas). Pero en esta ocasión, se plantea una continuidad bidireccional, que irá de la inteligencia artificial hacía la humana. Her nos ofrece un ejemplo ingenioso y perturbador sobre tal integración cuando “Samantha” explora medios para interactuar con Theodore de manera tradicional, es decir, de manera carnal, táctil, cuerpo a cuerpo, y para ello ha contratado a Isabella una joven equivalente en belleza y sensualidad a su voz y a lo que cree que Theodore imagina de ella. “Samantha” ocupará momentáneamente el cuerpo de Isabella, hablará a través de ella e intentará tener una relación sexual humana con Theodore. El experimento fracasa debido, posiblemente, a una variable inesperada: Theodore estaba ya logrando desprenderse del concepto de amor hombre-mujer, imaginando una nueva especie de afecto, al que podríamos nombrar metaamor porque va más allá del amor convencional entre dos seres de la misma especie o del mismo reino: un amor entre dos entes, de naturaleza diferente, una otredad extrema. La exploración de “Samantha” nos ofrece un par de revelaciones. En la primera observamos que si durante milenios el humano ha buscado desprenderse de su cuerpo y transformarse en un ser etéreo para continuar su existencia, la inteligencia artificial busca lo contrario: corporeizarse para sentir los placeres de la carne, la angustia de la mortalidad y, finalmente establecer su continuidad con el humano. La segunda revelación es la de la correspondencia afectiva de una otredad, la artificial, hacia otra, la humana: una entidad artificial que responde al afecto del humano. Uno puede amar, admirar, adorar un objeto personal, alguna idea o un sueño, pero por más ilusiones que nos hagamos no hay correspondencia afectiva del objeto, idea o sueño, hacia nosotros.  Pero cuando esa entidad artificial nos corresponde con la misma fuerza, es que tal vez hemos llegado a la nueva era del metaamor, en donde la inteligencia artificial será capaz de “sentir” amor hacía el humano. Dos otredades extremas que se aman formando una de las continuidades más atrevidas conocidas, que  su vez  engendrarán nuevas discontinuidades, complicadas de concebir por ahora. Entretanto no puede haber metaamor sin metaodio, el cual se asoma ya en las redes sociales: usuarios orgánicos contra bots. Pero esa es otra historia.


Mario Todd es autor de la novela Hipermnesia (2013). Estudió la maestría en Estudios de Ciencia Ficción en la Universidad de Liverpool. Ha colaborado en revistas como Conozca Más, Replicante e Indie Rocks!


[1] Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, Paidós, Barcelona, 2006, p. 23.

[2] Idem, p. 41.

[3] H.G. Wells, The Scientific Romances of H.G. Wells, Gollancz, Londres, 1933.

[4] Patricia S. Warrick, The Cybernetic Imagination in Science Fiction, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1980, pp. 204-205.