Westworld, 2ª temporada
Por Camilo Rodríguez | 27 de junio de 2018
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e
imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio
entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o
cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder.
Jorge Luis Borges
There’s a Starman waiting in the sky
He’d like to come and meet us
But he thinks he’d blow our minds
David Bowie
Con el tiempo las máquinas no sólo tendrán una mirada, sino que también sentirán miedo.
Jorge Carrión
Uno de los temores más profundos de la humanidad en la Era Digital consiste en imaginar un futuro en donde todos los artefactos tecnológicos, esos que forman parte esencial de nuestra existencia, inicien una rebelión organizada y violenta. En 1968 Stanley Kubrick materializó esa mitología de manera contundente con 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey), una película que se incrustó en el imaginario audiovisual de Occidente como piedra angular del cuestionamiento a la tecnología.
Justo antes de entrar en el siglo XXI los entonces hermanos Wachowski produjeron Matrix (The Matrix, 1999), otro filme de culto en el cual se señala una problemática donde confluyen, como polos complementarios, la ciencia ficción y el terror: ¿Qué pasaría si en realidad las máquinas ya nos dominan y decretan nuestra realidad pero nosotros todavía no nos hemos dado cuenta?
Westworld (Lisa Joy y Jonathan Nolan, 2016 a la fecha) es la tentativa mejor lograda de una teleserie por abordar estos complejos dilemas –sin olvidar a Real Humans (Äkta människor, Lars Lundström) una malograda producción sueca de 2012– desde una óptica que rebasa la ciencia ficción y se sitúa en espacios de reflexión antes ocupados por la filosofía y la literatura. Basada en una película homónima de 1973, Westworld presenta un sofisticado parque de atracciones ambientado en el Lejano Oeste y habitado por androides (o “anfitriones”) cuya única finalidad es actuar en las historias (o “narrativas”) preparadas por el equipo de diseñadores del parque para divertir y saciar los deseos de sexo, violencia y aventura de los seres humanos que asisten (o “huéspedes”). En otras palabras, es un espacio diametralmente opuesto al jardín de las delicias, un lugar ideado, diseñado y soñado para que todos sus visitantes puedan pecar o delinquir en paz. Dos preguntas fundamentales circulan constantemente en sus mentes: «¿Es esto real?» y «¿Si no puedes notar la diferencia, acaso importa?»–mismas preguntas que anticipa Dolores, la hermosa doncella androide del pueblo.
Casi todos los episodios comienzan con la secuencia de un sueño artificial: tras las bambalinas del parque temático, nos encontramos en unas salas de control –que no distan mucho del misterioso taller de Victor Frankenstein– donde un operario realiza modificaciones en el software de uno de los anfitriones, quien cree que todo sucede bajo la placidez onírica. Por lo general, el operario es Robert Ford, director y cofundador del parque encarnado por un Anthony Hopkins, quien desde hace años mantiene su consabido rol enigmático y paternal. La carga simbólica de estas escenas es evidente: ponen sobre la mesa tópicos filosóficos como el del sueño dentro del sueño, la incertidumbre sobre la naturaleza de lo real, o la reflexión teológica sobre el Creador y su influencia en el Mundo.
En la conocida alegoría de la Caverna, Platón (o quien haya escrito en su nombre) indaga sobre el nivel de la realidad (“el logos”) que el ser humano es capaz de percibir. Al imaginar un hombre dentro de una caverna, encadenado, sin más panorama que las sombras proyectadas por una fogata ubicada a sus espaldas, Platón se pregunta qué opinión de la realidad podría tener tal ser. Si por alguna razón, el hombre lograra romper las cadenas y salir a la superficie «llegaría a concluir que el sol es el que crea las estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es, en cierta manera, la causa de todo lo que se veía en la caverna». La historia de ese hombre que accede a la verdad de lo real (“el logos”) es la historia de los tres androides que descubren su condición de “figurantes” en la realidad humana: la doncella Dolores (Evan Rachel Wood), la matrona de burdel Maeve (Thandie Newton), y el jefe programador Bernard (Jeffrey Wright).
En el plano literario, Westworld abunda en referencias de culto que van desde Alicia en el país de las maravillas—que Ford lee a Dolores en sus sesiones de “ensueño”—, El mago de Oz— que también urde una ficción dentro de la ficción—, pasando por los sonetos de Shakespeare o los poemas de la inocencia de William Blake[1]. Símbolos y temas del universo borgeano como el doble, las vidas pasadas, la predestinación o el laberinto, piedra angular que abre el portal para transitar entre el mundo humano y el mundo androide, desfilan a lo largo de las dos temporadas de manera orgánica y equilibrada. La huella de Jonathan Nolan (Londres, 1976) en el guión es muy notable, su obsesión por la fractura en la construcción identitaria permea el lenguaje audiovisual: los saltos espaciotemporales, la fragmentación de la estructura narrativa, la constante atmósfera de inminencia e intranquilidad, la impresión de que hemos olvidado algo esencial, el uso del autoengaño como mecanismo de acción; todos esos elementos tienen una influencia innegable de su cuento largo «Memento Mori» (2001), que después dio lugar a la película de su hermano.
En definitiva, la compleja trama de Westworld nos confronta con la incertidumbre tecnológica de una manera bastante novedosa: si bien la figura antagónica de John Delos recibe un castigo sobrenatural que recuerda la penuria eterna de Sísifo y Dédalo en la mitología griega, la serie no trata de arrojar ningún tipo de moraleja condescendiente del tipo «La humanidad ha recibido el castigo de Dios por haber tratado de imitar su arte creador». No. Aquí el espectador está más cerca de los androides que de los seres humanos, pues simpatiza con el amor ciego de Teddy por Dolores o el instinto de maternidad de Maeve, quizás las emociones más representativas del ethos humano. Lo interesante de esta perspectiva es que cuestiona la naturaleza de nuestros afectos a partir de la figura de los androides: si ellos eligen actuar como nosotros, emular nuestros deseos, entonces aquello “esencialmente humano” queda en suspenso y delata una condición distinta, cercana a la noción de agenciamiento acuñada por Gilles Deleuze.
El agenciamiento es un proceso maquinal, nunca espontáneo y siempre constructivo (o construido) que determina la creación de deseos en los seres humanos. Esa red de condiciones particulares, esos agenciamientos sociales, moldean sujetos y subjetividades nuevas. Así pues, la libertad del androide y su nuevo conjunto de emociones está irreductiblemente contaminado, o agenciado, por la libertad del ser humano. Quizás por eso Maeve repite a otros anfitriones un poderoso mantra a lo largo de la temporada: «Todos se merecen elegir su destino, aún si ese destino es la muerte».
[1] En el episodio 7 de la segunda temporada, Robert Ford recita “To See a World”:
To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour
(Ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre
asir el infinito en la palma de tu mano
y a la eternidad en una hora)
Camilo Rodríguez es consejero editorial de francés en Éditions Maison des Langues y colaborador de revistas como Nexos, Círculo de poesía y Cartel Urbano. @Cajme