La jaula de oro

La jaula de oro

Por | 1 de julio de 2014

Una de las mejores canciones de los Tigres del Norte concentra buena parte del imaginario migratorio de este país. Fue grabada en 1983 y le dio nombre a uno de los discos más exitosos de la música norteña hasta hoy. La jaula de oro, el álbum, tiene más de treinta años y las letras de sus canciones todavía se mantienen arraigadas en la radio popular, las interpretaciones de cantantes de bares y cantinas y las compilaciones de los .mp3 que se venden en los vagones del metro o los puestos improvisados de los tianguis trashumantes. No es para menos: la diáspora moderna de mexicanos (la mayoría provenientes del campo, marginalizado por las políticas desarrollistas) a territorio estadounidense se remonta por lo menos a los años cuarenta del siglo pasado, y su historia enmarca una desbordante tensión geográfica y cultural que no se compensa con la adopción mexicana de estilos de vida agringados o comidas saturadas en grasas y azúcares con niños caucásicos sonrientes sobre sus empaques.

Aunque el principal exportador de fuerza de trabajo a bajo costo a Estados Unidos –la “jaula de oro” de la canción de los Tigres del Norte («De qué me sirve el dinero / si estoy como prisionero / dentro de esta gran nación»)– es definitivamente México, el flujo migratorio proviene también del resto de los países latinoamericanos, y sus migrantes, a diferencia de los mexicanos, a menudo deben transitar por uno o más territorios extranjeros para alcanzar el mítico cruce fronterizo que los ha de llevar al “éxito” de la ilegalidad “primermundista”. No sé muy bien a partir de cuándo La Bestia, como se conoce al rústico pero impresionante tren carguero que cruza gran parte del territorio de México hacia Sonora o Baja California repleto de clandestinos viajantes sobre sus vagones, atrajo los imanes del periodismo internacional y el activismo migratorio, pero el fenómeno, notablemente dramático, se ha convertido en un tema de actualidad sociológica casi tan shockeante como el narco o la trata de personas.

Como la fotografía y la crónica periodística, el cine lo ha abordado con intenciones holísticas. Y dudo que alguien, por el sólo hecho de documentar, se haya embarcado en una travesía de semejante naturaleza a sabiendas del catálogo de posibles desgracias que asechan el camino de gautemaltecos, hondureños o salvadoreños en su búsqueda del sueño migratorio. Pero aunque con cierta cautela, de forma más testimonial que empírica, los esfuerzos se han hecho, y en el caso de La jaula de oro (2013), la película, opera prima de Diego Quemada Díez (Burgos, 1969), la aproximación –profunda investigación incluída– ha dado como resultado (desde la ficción y no del documental) el que tal vez sea el producto audiovisual más verídico e informado al respecto.

La historia comienza en algún lugar de Guatemala, con tres adolescentes (dos chicos, Juan y Samuel, y una chica, Sara) de no más de 15 años que inician con ingenuo entusiasmo una travesía que empieza, en realidad, del otro lado de la frontera con México. Los peligros se anticipan desde muy temprano, y ante el primer descalabro por parte de la corrupta policía mexicana en Tapachula, Chiapas, Samuel decide renunciar al intento de cruzar el país para ceder, no sin un montón de dificultades –que van del lenguaje a los prejuicios étnicos e incluso los celos románticos–, su lugar en el viaje a Chauk, un muchacho tzotzil de la misma edad. La llegada del joven indígena al cauce del relato pone en marcha un triángulo dramático que, como en el Titanic (1997) de James Cameron, pronto será envuelto por la tragedia monumental. En su caso: el denso avance de La Bestia por la mortífera provincia mexicana, territorio de infinito desencanto, pero también de fraternidad destellante.

Con un cameo del padre defensor de los derechos humanos de los migrantes Alejandro Solalinde (en su propio papel) o la colaboración de cientos de auténticos “pasajeros” de los trenes de carga que prestan su imagen como extras, La jaula de oro llega a donde la mayoría de los productos culturales que abordan la migración centroamericana no han podido llegar. Devela, a partir de la instalación de un drama ficticio en trenes y territorios reales, la sordidez de un éxodo que desgarra aun desde las butacas de una sala de cine.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 9, verano 2014, p. 45) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Gustavo E. Ramírez Carrasco es editor en el Departamento de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional. Contribuyó con un estudio sobre la obra de Pedro González Rubio al libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Documental (2014). @gustavorami_