La balada de Buster Scruggs
Por Rebeca Jiménez Calero | 12 de diciembre de 2018
Sección: Crítica
Temas: Bruno DelbonnelEthan CoenHermanos CoenJoen CoenLa balada de Buster ScruggsThe Ballad of Buster ScruggsThe Coen Brothers
El más reciente filme de los hermanos Coen bien podría verse como una especie de muestrario de su filmografía: si alguien no los conociera en absoluto y quisiera saber qué tipo de cine que hacen, La balada de Buster Scruggs podría ser una respuesta abarcadora. Ahí está el género del western, al que han recurrido algunas veces (Sin lugar para los débiles [No Country for Old Men, 2007], Temple de acero [True Grit, 2010]), hay un episodio con música y humor absurdo (como en ¿Dónde estás, hermano? [O Brother, whereart thou?, 2000]), está también la inexorabilidad del destino (Un hombre serio [A Seriousman, 2009]), así como personas cuyas buenas intenciones contrastan con lo violento del entorno en el que viven (Fargo, 1996).
Pero aunque luzca como un muestrario que comprende varias de las facetas de los hermanos Coen (Mineápolis, 1954 y 57), está lejos de ser un trabajo disparejo o sin forma. Por el contrario, en cada uno de los seis episodios que lo componen se puede encontrar la esencia del trabajo de los cineastas, quienes siempre han permanecido fieles a sus temáticas, estilos y personajes. Sobre todo se nota un trabajo realmente meticuloso en sus diálogos: si hay algo valiosísimo y destacado en sus guiones es el hecho de que dan la impresión de que ningún diálogo sobra, de que ninguna línea parece estar mal escrita. Incluso aquellas verborreas en las que la gente pareciera estar diciendo disparates, son precisas y logran su cometido, ya sea el crear un efecto cómico o uno de confusión.
La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018) está compilada como si fuera un libro de relatos sobre el Viejo Oeste estadounidense; incluso los créditos y el inicio y final de cada uno de los episodios está ilustrado a manera de libro, cada uno comienza con una lámina de lo que estamos por ver. El filme inicia con el episodio del personaje que le da título a todo el largometraje: Buster Scruggs (Tim Blake Nelson), quien es un cantante excepcional, pero también un pistolero como pocos, y ambas características marcarán de manera definitiva su destino.
Este elemento –el destino– se yergue como una sombra que cubre a todos los personajes que van apareciendo en cada episodio. Si Buster pareciera irlo buscando hasta que finalmente lo alcanza, el forajido encarnado por James Franco es alcanzado incluso cuando cree haberlo librado, en «Cerca de Algodones» («Near Algodones»). Hay algo en ambas historias en donde reluce la forma en la que los Coen abordan la muerte inminente: no con una resignación lastimera, sino con cierta tranquilidad y aceptación, aunque sin dejos de heroísmo, es en estas historias donde los realizadores dan rienda suelta a su humor negro.
Con un tono mucho más sombrío, se da paso a la historia protagonizada por Liam Neeson y Harry Melling («Vale de comida» [«Meal Ticket»]), como un empresario y artista respectivamente, que viajan a través del Oeste presentando un número de oratoria. A pesar de ser uno de los segmentos con más diálogos, los protagonistas no hablan entre sí. Esto contrasta con la perenne declamación del artista, quien debido a los estragos del invierno cada vez convoca a menos público y esto afectará, desde luego, su relación con el empresario.
Tras esta visual y temáticamente oscura historia itinerante, se da paso a «El cañón de todo el oro» («All Gold Canyon»), un brillante e idílico paisaje montañoso habitado por animales que viven tranquilamente, hasta que dicho remanso es irrumpido por la llegada de un buscador de oro. Se trata de Tom Waits interactuando con la naturaleza, buscando pacientemente indicios que le permitan extraer de ella un tesoro. En esta historia y la que la precede, los Coen recurren a la repetición de una sola acción que se traduce en una rutina, destaco lo anterior porque dichas secuencias tienen un ritmo impecable y es digno de mencionar que ambos realizadores son también los editores del filme, por lo que el preciso montaje de dichas secuencias también es cien por ciento obra de ellos.
Los dos últimos episodios son los únicos que presentan a un personaje femenino entre sus protagonistas. En el penúltimo, «La niña que se puso nerviosa» («The Gal Who Got Rattled»), acompañamos a la señorita Alice Longabaugh (Zoe Kazan), quien se dirige a Oregón con las esperanzas de que su hermano concrete un negocio y de que ella contraiga matrimonio. Se trata quizá de la historia mejor desarrollada, ya que se toman más tiempo para contarla y también es la más sensible. El personaje de Kazan, indefenso pero de carácter firme, debe tomas decisiones importantes a lo largo de la caravana que la llevará a su destino final y es tal vez el único personaje por el que puede sentirse un simpatía real. Se trata también de una historia en la que los Coen montan una de las secuencias más violentas de todo el filme: un enfrentamiento con escopetas, caballos y hachas en un paraje abierto y sin escapatoria.
Son estos amplios paisajes en los que el fotógrafo francés Bruno Delbonnel (Nancy, 1957) imprime su sello personal, su paleta de colores es aquella que se ve en las ilustraciones al inicio de cada uno de los episodios y no son pocos los momentos en los que sus imágenes en movimiento se perciben como pinturas, ya sean polvosos desiertos monocromáticos, cielos con tonos malva o noches nebulosas, como la que se ve en la historia final.
El capítulo que cierra esta película, «Los restos mortales» («The Mortal Remains»), es el único que no se desarrolla en exteriores, sino al interior de una diligencia. En ella, cinco personajes improbables de distintas nacionalidades, cada uno con distintos propósitos, coinciden en un viaje. Y es a través de sus discusiones que el ánimo dentro del transporte cambia radicalmente, así como poco a poco vemos cómo el día cambia en el exterior, pasando de una tarde con tonos verdes a una oscura noche que por unos instantes se convierte en el escenario de un filme de horror.
Supongo que será normal que tras ver La balada de BusterScruggs, algunos prefieran algún episodio por encima de los otros –mi favorito fue, «La niña que se puso nerviosa» fue mi favorito– pero es innegable que se trata de una obra bastante cohesionada, no sólo por tratarse de historias ambientadas en el Lejano Oeste, sino porque a estas alturas, la realización de Joel e Ethan Coen es inconfundible.
En sus filmes, si bien se repiten motivos narrativos y visuales, no se nota ninguna especie de agotamiento, sino que parecieran renovarse sin perder su esencia, y eso no es algo fácil de lograr, Hasta el momento, no se ha llegado a hablar de una “decadencia de los hermanos Coen”, y afortunadamente, eso se antoja aún muy lejano, incluso cuando su más reciente filme resultó “afectado” por la batalla que libra actualmente la exhibición cinematográfica: La balada de BusterScruggs no fue exhibida comercialmente en salas cinematográficas y se distribuyó a través de Netflix. Y aunque es de agradecer la inmediatez con la que se pudo acceder a este nuevo filme, siempre quedará la duda de cómo se habrían podido ver en una gran pantalla los paisajes que los Coen junto con Delbonnel recrearon para esta compilación de historias.
Rebeca Jiménez Calero es comunicóloga. Se dedica a la traducción y edición de subtítulos para festivales de cine. @rebecajc
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