Roma
Por Eduardo Cruz | 7 de diciembre de 2018
Muy avanzado el metraje, en el que podría considerarse el momento cumbre del filme; una catártica secuencia en torno al rescate de dos menores de entre las violentas olas de la playa de Tuxpan a manos de una mujer que, nos han dejado claro antes, no sabe nadar muy bien, el sonido lo acapara todo. Con el romper de las olas en la costa a la par que el agua inunda cada vez más el plano, en un magistral juego con la cámara que simula un imposible fuera de campo, mientras el sonido atiborra los oídos y corta el aliento, se suprime la posibilidad de casi cualquier otro pensamiento. Este momento, sin embargo, no es casual ni está aislado, por el contrario sintetiza y refleja la propuesta formal total de la cinta: un aparatoso despliegue de habilidades técnicas en función de impresionar y aturdir. En Roma (2018), Alfonso Cuarón retoma el registro ensayado con éxito en su cine anterior –particularmente en Hijos del hombre (Children of Men, 2006) y Gravedad (Gravity, 2015)–, exponenciando su alcance, para construir de manera contundente y delicada a la vez, la memoria de una familia en un lugar y en un tiempo específicos, no sólo a partir del sofisticado diseño de producción, sino también y sobre todo, a propósito del movimiento constante de la imagen y un nostálgico manejo de la dimensión sonora.
La cinta, para este punto encumbrada en el mundo entero en casi cada ámbito posible y vendida en México como la quintaesencia del cine de autor, narra un conflictivo año, a principios de la década de los setenta, en la vida de una numerosa familia semiacomodada de la ciudad de México, filtrando a través de ella el estado social del país. El guión centra su atención en la figura de Cleo (Yalitza Aparicio), una joven mixteca que sirve como asistente doméstica y niñera del clan, y cuya labor se vuelve crucial una vez que el matrimonio colapsa, mientras ella misma intenta sobreponerse a las difíciles consecuencias de las decisiones que ha tomado.
Esta sutil aproximación a la Historia en su dimensión política a través del drama de una familia cualquiera, pareciera pretender acercar el filme del mexicano a las grandes obras del neorrealismo italiano, no obstante, la Roma de Cuarón pronto se revela más como una superproducción de maquinaria perfectamente engrasada, y menos como el pequeño filme personal, con halo de producto artesanal (efecto Netflix), que se esmera por parecer.
A propósito de la relación entre Cleo y la familia, Cuarón (ciudad de México, 1961) introduce elementos indisociables de la idiosincrasia mexicana y aprovecha para retratar las dificultades de vivir en México como mujer indígena. Con ello la película genera un doble discurso: mientras que por un lado pretende ponerse de lado de Cleo y plasmar la enorme brecha que la estratificación económica genera (de esto hay incontables ejemplos dentro del filme, entre ellos el ”bello” plano de azoteas con mujeres lavando al unísono, un paisaje poco conocido de las colonias ricas en México, o la cena de Año Nuevo en la que la servidumbre se reúne a festejar literalmente debajo de la fiesta de los patrones), por el otro, la mirada de Cuarón y con ello su condición de clase, se vislumbran en el aspecto formal y narrativo del filme, haciendo por momentos apología del servilismo, reproduciendo así el clasismo que (según) señala.
Hay una ambición exacerbada en la puesta en escena, casi wellesiana, que subyuga cualquier otra intención. En cada toma ocurren incontables sucesos: en la casa, en la calle, en el cine o en el hospital siempre hay más vida, más historias fuera de los límites del encuadre. De ahí la importancia del movimiento y el cuidado casi arqueológico de la construcción de espacios que después la cámara recorrerá ávida, como si intentara abarcarlo todo para hacer tangible, a través de la imagen que captura, un momento ya pasado. La etiqueta de té en el fregadero, el decorado de las habitaciones o las calles de la Avenida Insurgentes con cada uno de sus locales repletos hasta el fondo, muestran una inaudita preocupación por el detalle en diferentes escalas, lo mismo que la apabullante colección de sonidos atrapados en la memoria y que inciden en el paisaje: el rugido de los aviones sobre el cielo, el ensayo de la banda de guerra, u otros que ya prácticamente han desaparecido como el silbido del afilador de cuchillos, el anuncio del vendedor de camotes o el grito del que ofrece miel de colmena, elementos que parecen estar ahí sólo para dejar claro que el lucimiento de Alfonso Cuarón permanece por encima del relato de la asistente doméstica.
Cleo es el corazón de la casa, según nos dicen. Por esa razón la misma queda vacía y silenciosa inmediatamente después del angustiante parto prematuro, en uno de los pocos momentos de calma dentro del filme. Pero esa es tal vez la mayor mentira de la película, pues por encima de ello pesa una visión edulcorada e ingenua del trabajo doméstico. La cinta empieza y termina con un recorrido de Cleo por entre las habitaciones, y a pesar de que el espacio es el mismo en cada caso, la casa se nos revela distinta. Tras los acontecimientos ocurridos dentro de la familia como en el país, cada elemento ha tomado un nuevo lugar y su funcionamiento es otro, sugiriendo con ello que la misma Cleo es también otra persona. Empero, por la manera en la que Cuarón filma y nos presenta esos últimos minutos –como muchos otros momentos en la cinta– cuando recién llegados a casa tras el viaje los niños agradecen a su niñera salvarles la vida en el suceso de la playa, para menos de un minuto después pedirle que les sirva un licuado, mientras ella, complaciente, en lugar de descansar, raudamente lleva la ropa sucia a lavar, como encantada de poder servirles, de haberse ganado un lugar en la familia gracias a su valentía y entrega, evidencia la mirada de un cineasta que, sin cuestionar nunca el lugar desde el que se está enunciando, pareciera más preocupado en crear su obra más personal y honesta hasta la fecha.
Eduardo Cruz es ilustrador independiente y editor de la revista Correspondencias: Cine y pensamiento. Ha colaborado con el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), la gira de documentales Ambulante y la revista Crash.mx. Formó parte de Talents Guadalajara 2018.
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