La vida en sombras: Algunas notas acerca

La vida en sombras: Algunas notas acerca del noir hispánico

Por | 8 de agosto de 2018

Sección: Ensayo

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Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950)

Mentiras…
son mentiras tu virtud,
tu amor y tu bondad
y al fin tu juventud.
Mentiras…
¡te maquillaste el corazón!
¡Mentiras sin piedad!
¡Qué lástima de amor!
Maquillaje (Homero Expósito, 1956)

Ya no es la ciudad una cárcel, sino una máquina.
No interesa lo que hay de estático en ella,
sino lo que hay de acción y movimiento (…)
Por lo que el vigilante viene a ser el tipo representativo
de una máquina urbana que vive, como por la sangre
del ser viviente, por la circulación y el tránsito.
La cabeza de Goliat (Ezequiel Martínez Estrada, 1940)

 

De todas las transferencias o las contaminaciones posibles, las imágenes del noir producidas en las periferias –si por momentos asumimos que Hollywood fue su centro de irradiación– están saturadas de un fantasmagórico claroscuro, marca identitaria del género. Imágenes que se saturan en sus desbordes. Por su lenguaje implícitamente político y como registro predilecto de las veloces transformaciones urbanas, fue arrebatado por los cines ubicados en la frontera del mainstream. Con ello, el clasicismo imperante en las industrias mexicana, española y argentina desde los albores del sonoro, se fue manchando con las opacidades de las tinieblas, que en tierras californianas fueron el transplante de las (des)figuraciones góticas del expresionismo de preguerra.

A modo de conjetura, la atmósfera noir funcionó en esos tres espacios como una prolongación mecanizada de aquella prensa masiva y alarmante que desde fines del XIX acompasó el crecimiento trepidante de las ciudades. De esa literatura de cordel de escritura imperfecta, que de forma voyerista moldeaba la mirada de sus anonadados lectores, escandalizados por la proximidad amenazante de los bas-fonds. A la manera del bellísimo retrato de la Madrid novecentista logrado por Edgar Neville en El crimen de la calle de Bordadores (1946).

El crimen de la calle de Bordadores (Edgar Neville, 1946)

Aunque esos cines intentaron demostrar fábulas morales, sujetas a convenciones de un cristianismo de raigambre primitiva o institucionalizada, la exhibición de un mundo en sombras frente a la supuesta claridad de las luces expone, desliza, susurra, los deseos irrefrenables de aquellos cuerpos que habitan en “el pecado”. Sobre esa idea Gabriel Figueroa, Jack Draper, Alfredo Traverso y Alberto Etchebehere –entre otros nombres de la fotografía– como equivalentes latinos de Nicholas Musuraca, John Alton y James Wong Howe, construyeron y anticiparon al esperado desenlace punitivo un territorio de digresiones barrocas. Sirviéndose de sus poliédricos encuadres.

Si en el noir estadounidense el sexo se sugiere, en su traducción periférica se vive. Y ello a pesar de las contenciones buscadas por la censura metacinematográfica. Junto al desbocado rito de la rumba, algunas mujeres eligen desechar el mandato de la maternidad y sojuzgarse ante el mandato patriarcal del chulo,  situación que impregna la trama de Víctimas del pecado (1950). Aunque esta pieza maestra en la que Emilio “El Indio” Fernández desplazó la mirada etnográfica hacia la febril noche capitalina, que tanto amó Monsiváis, sujeta a las femineidades desobedientes al deseo dominante de masculinidades brutales para nuestra mirada actual. Pero es justamente ese traspaso el que resulta rupturista para la apropiación de los códigos genéricos. La autonomía de los cuerpos se camufla entonces en el privilegio que estas mujeres, obligadas a transitar por comisarías y cabarets, le otorgan a su propio deseo.

Para ello las luces y sombras condensadas en sus imágenes se travisten en máscaras, de las que también se sirve la prostituta de Salón México (Emilio Fernández, 1950) para proteger(se) en la infernal sala suburbana en la que sobrevive. De igual manera, esa será la propuesta de un oscurísimo José Antonio Nieves Conde, como alternativa ilusoria de los grisáceos inquilinatos de la posguerra española que se agolpan en el chato horizonte de la familia campesina desarraigada en Surcos (1950).

Recorrido idéntico rastreamos en la producción argentina. La mirada de Fanny Navarro, protagonista de Deshonra (1952), nos guía por el abyecto escenario de un correccional de mujeres. Precediendo la intervención condescendiente de una flamante administradora, con la que se filtrará la mirada paternalista del peronismo. Su director, Daniel Tinayre, logró sortear la rigidez moral propugnada gubernamentalmente y expuso una sensualidad que, con claras referencias a la estadounidense Caged (1950) de John Cromwell, preanuncia todo el sexplotation penitenciario de los años 70, siendo Las Poquianchis (1975) de Felipe Cazals uno de sus principales referentes latinoamericanos. Quienes padecen el ostracismo del encierro disponen al espectador de todos aquellos placeres negados: manos y miradas lascivas escapan del panóptico disciplinador con una pulsión incontenible, que se funde en el ardor lésbico.

Este noir fronterizo aventura la modernidad cinematográfica. La hace posible porque empuja todos los cambios que la cinética urbana provocará, al menos durante gran parte del siglo XX. Y es por ello que es un territorio invadido por realizadores que se corrieron desde otros géneros, principalmente el melodrama, como resonancia de un mapa idealizado de pasiones fragmentadas y desencajadas esculpido entre ambas orillas del Atlántico. Su poética se encarna entonces en la traducción de los códigos ya preestablecidos para diseccionar un ámbito que deja de ser apacible y conocido, para tornarse sospechoso.

La velocidad, el frenético ritmo impuesto por la tirada de la prensa, la ansiedad y el desasosiego de las pobres almas que portan su desesperanzado sueño de ascensión por urbes cada vez más anchas y más ajenas, conforman las geniales postales porteñas de Manuel Romero. En sus obras, cinceladas tras los despiadados efectos de la crisis que inauguró 1930, el sonoro al modo de la Caracortada (Scarface, 1932) de Howard Hawks le sirvió para recrear una escenografía con ritmo de tango, mujeres que bailan y trasnochan envueltas en la frivolidad radical de sus joyas y pieles junto a hombres duros que oscilan entre perderse o permanecer entre los lábiles límites de la legalidad. La emblemática Fuera de la ley (1937) es un policial temprano que si bien bebe del onírico paisaje gansteril imaginado por Josef von Sternberg, establece las pistas para no perderse en la nocturnidad de Buenos Aires, con una gramática visual que en los años inmediatos hallaremos en las realizaciones de Mann, Hathaway, Ulmer, De Toth y Tourneur en su versión B.

Fuera de la ley (Manuel Romero, 1937)

Claro que Romero nos invita a recorrerla ocasionalmente desde la mirada policial. Más que por imposición de férreos códigos institucionales, no sería posible adentrarse en las arterias de la urbe sin apelar a la expertise de los actores privilegiados que la ordenan y la producen: policías de una sola pieza, adustos, inquebrantables, cuyas corporalidades encarnan las huellas de esas transformaciones que permiten, a su vez, la peligrosa contracara del delito. Su cine es un registro cuasi etnográfico en la incipiente industria argentina que abre las entrañas de la ciudad, desde la autoridad de la placa, como una ventana al mundo.

Esta percepción fue también explotada por el franquismo, a fin de advertir la amenaza de calles catalanas y madrileñas atestadas de malvivientes y pervertidos. Como prolongación del drama social de posguerra, desfilaron las gabardinas junto al trepidar plomizo de las armas que disparan contra desalmados delincuentes y amorales mujeres, en joyas como Brigada criminal (1950) de Ignacio Iquino, Apartado de correos 1001 (1950) de Julio Salvador y Los ojos dejan huellas (1952) de José Luis Sáenz de Heredia.

En el noir peninsular la transgresión se funde con el pecado. Y si no hay lugar para la redención, la corrección de la conducta desviada se consuma en la muerte en tanto gesto ejemplar y último. Es por esto que más allá del reformismo que se propone con la cárcel, quienes intentan acelerar su paso por fuera de los mandatos de la sumisión católica o los imperativos del capitalismo deben pagar sus culpas. El golpe maestro perpetrado en la transposición de la crónica roja que es El expreso de Andalucía (1956) de Francisco Rovira Beleta –otro de los tantos homenajes a la magistral La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950) de John Huston– agoniza junto a la vida de uno de sus mentores. El personaje interpretado por Jorge Mistral implorará piedad de rodillas, enmarcado por una inmunda chabola digna de la pluma galdosiana, de la que quiso escapar a pasos agigantados; y equívocos, de acuerdo al código de los castizos valores dominantes.

En todas estas producciones la ciudad moderna se transforma en el sendero predilecto para la perdición. Así lo documentan las voces en off cargadas de un argot policíaco en los filmes del argentino Don Napy –lenguaje que se impone sobre sus principales títulos en el género, Captura recomendada (1950) y Camino al crimen (1951)– como en el registro también ensayado en la esplendorosa Buenos Aires por Antonio Momplet, Pierre Chenal, Luis Moglia Barth y Román Viñoly Barreto. Sin embargo, en la misma cinematografía el cosmopolitismo con el que se luce Carlos Hugo Christensen desterritorializa a la ciudad, la vuelve aún más oscura y surreal.

Contrabandista de un internacionalismo explícito, Christensen tradujo al Henri-Georges Clouzot de El asesino vive en el 21  (L’assassin habite au 211942) en su magistral La muerte camina en la lluvia (1948). Centrando aquella trama parisina en calles hiperreferenciadas y en el babélico mundo de una pensión habitada por exóticos inquilinos, que resultaba sin embargo familiar para la audiencia porteña de aquellos años atemorizados por un asesino de identidad desconocida. Sus imágenes reposan en la pluma del heteronimado Cornell Woolrich. Y sus personajes desquiciados y enajenados, outsiders de la buena conciencia, emparentan a otras de sus monumentales obras, Si muero antes de despertar (1949) y No abras nunca esa puerta (1952), más con el Lang que transitó entre la agónica Weimar y la paranoia de su Estados Unidos adoptivo, que con Alfred Hitchcock.

La muerte camina en la lluvia (Carlos Hugo Christensen, 1948)

La modernidad inducida por el noir periférico es subversiva. O al menos eso encontramos de manera fragmentaria. O, podríamos decir, un intento de subversión. Impone conductas, es cierto. Pero en ese gesto performativo pero transparenta también lo reprimido. Le otorga sentido o lo ubica en universo más amplio de sentidos que espera ser develado por quienes sufren la opresión. En Distinto amanecer (1943) de Julio Bracho, un íntegro militante sindical juega a escabullirse en el cine (el cine como refugio ante la vida) de un oscuro personaje de rasgos conradianos. Su compañera de butaca es una mujer que intenta encender su cigarro.

—¿Con qué derecho? —musita ella mientras él se lo apaga, al tiempo que con su mentón le indica el cartel prohibitivo.
—Que tiene usted que obedecer lo que ordenan los avisos.
—¿Todos?… Ya ve que obedezco —encendiéndolo nuevamente. —Mire lo que dice ahí —encontrando una publicidad emancipadora que le devuelve una imagen sensual.

Todo ello en una atmósfera ennegrecida.

El noir producido por fuera de las fronteras estadounidenses no resulta una mera copia. Es indudable que el conjunto heterogéneo de obras que se inscriben o se acercan al género, producidas fundamentalmente hacia la primera mitad del XX, fueron elaboradas sobre la apropiación de los códigos estéticos y narrativos montados en los estudios hollywoodenses. Pero en su vertiente hispánica hay reapropiación, hay relecturas.

No tanto en la corrección de los valores simbólicos sobre la autoridad y la ley que podrían extrapolarse en tanto imperativos culturales dominantes. Incluso ello es totalmente insospechado en el seno de la misma experiencia norteamericana. El noir contiene una prosa radical, porque visibiliza a los desclasados y muestra las podredumbres del sistema. Porque subvierte además aquello consagrado, sobreponiendo un lenguaje popular alimentado por la literatura pulp de amarillentas páginas y del escabroso y sangriento universo de la prensa criminal.

Todos esos elementos recorren y se suceden en las imágenes renegridas con las que diversos cineastas eligieron retratar los veloces cambios que atravesaron sus propias urbes. Urbes repletas de los mismos barrios empobrecidos o peligrosos, de los mismos hampones o lúmpenes que apostaron al golpe maestro con el que salvar sus míseras vidas, para caer con los fracasos aún más estrepitosos; de las mismas mujeres que aman la noche más que a los hijos no deseados, que aman el baile, los amores borrascosos, su libertad.

Este noir cargado de figuraciones barrocas, con tintes melodramáticos que se nutren de la poética popular –del tango, del bolero y de los universos que ambas expresiones retratan– se introduce en sus propias sociedades con la lente elaborada en Estados Unidos. Pero es solo un préstamo. Porque las imágenes vuelven distorsionadas, más sucias. Este cine hecho en los bordes parece empujar y correr los límites impuestos desde arriba. Y amerita aún ser transitado, aunque sus caminos sean tremendamente oscuros.

O quizás por ello valga la pena hacerlo.


Pedro Berardi es doctor en Historia, docente y becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), de Argentina.