Sobre Made in Mexico
Por Eduardo Zepeda | 13 de noviembre de 2018
Sección: Ensayo
Jean Epstein, en su libro La inteligencia de una máquina, culmina uno de sus aforismos parafraseando la famosa sentencia «Pienso, luego existo», de René Descartes, de la siguiente manera: «Me pienso, pero no me pienso tal como soy». Dicha sentencia refiere a un fenómeno que antes del cinematógrafo era inexistente. Antes de él poder verse a uno mismo en movimiento resultaba prácticamente imposible. Para Epstein era curiosa la repulsión de las personas que miraban por primera vez una representación suya en tanto no la reconocían como tal. La reacción de quien se miraba era una negación del doble suyo representado pues, en su pensamiento, en la concepción que tenían de sí mismos, su físico era imaginado de una forma distinta. Dicho registro implicó una especie de ruptura respecto de la ilusión de la imagen propia al confrontarla con un documento de lo real, ya que no es posible negar que alguien o algo estuvo frente a la cámara.
Rebasada la simple frontera de documentación, en todo formato audiovisual hay una manipulación del contenido, de organización y reconfiguración que puede provocar una nueva ilusión. La apoteosis de los formatos estéticos ilusionistas y banales es el reality show.
Como su nombre lo indica, este formato audiovisual tiene la pretensión de ser un acercamiento a lo real, de mostrar aquello que en primera instancia está oculto. En cierto sentido, intenta revelar lo que las apariencias no permiten observar, llevar la cámara a donde es imposible mirar. Su interés es aprehender la conflictividad en la cual sus participantes están inmersos, eliminar la naturalización de aspectos de la vida en los que ciertos sectores de la sociedad se desenvuelven y, a partir de una falta de guión, dejar que la espontaneidad devele problemas y derrumbe estereotipos.
Este pretensión no es menor y es necesario tenerla presente para abordar Made in Mexico (2018). En este reality show la espontaneidad tiene un objetivo claro: demostrar una humanización de sus participantes. Pero –y aquí empieza la banalidad– mientras se enfoca en afirmar que los participantes no dejan de ser humanos, insiste continuamente en que no son cualquier tipo de humanos: si bien tienen emociones y aspiraciones como cualquier otro, no son humanos de a pie, sin ningún tipo de estirpe, sino seres excepcionales que viven en Polanco, Coyoacán o una hacienda centenaria, en un ambiente exclusivo, es decir, en una realidad limitada pero que intenta mostrarse como universalmente deseable. Es a partir de allí que se intenta reivindicar aquello que se considera bueno en el país, lo que finalmente los obliga, inconscientemente, a develar lo realmente dañino que los habita. No porque en tanto humanos no sea válido que tengan intereses, aspiraciones y problemas, sino porque en su idiosincrasia emana de manera cuasinatural la superioridad racial y el clasismo y cada comentario es el remanente de una vida llena de lujo, del cliché reafirmado, de las frases de autoayuda tornadas frases filosóficas, de la afirmación simplista de que un país no sólo es habitado por gente morena, chaparra de ojo oscuro, sino de rubias altas, de ojo claro que viven en las mejores zonas de la ciudad, como un discurso de empoderamiento, porque se consideran borrados del mapa, porque en México también hay diseñadoras de moda famosas, modelos e influencers al día de las tendencias mundiales. En ello radica su salto, su ampliación de pretensiones, su objetivo que trasciende lo individual como intento de reivindicación de algo que es “bueno”, que hay que resaltar entre tanto cliché dañino y, por lo tanto, es necesario que se vuelva deseable frente a tanto horror.
Por ello es pertinente preguntarse, ¿en qué consiste la falsedad de este formato, específicamente en Made in Mexico? En primera instancia, en el intento de diluir un estereotipo –la superficialidad en que se desenvuelven la clases privilegiadas del país– atacándolo con la manipulación sentimentaloide y simplista de la misma vida privilegiada. En segundo lugar, en tener la pretensión, desde el principio, de destruir la imagen que se tiene de un país recubriéndolo con una imagen mucho más limitada de ese mismo país; imagen que, de ser verdad, es decir, si realmente devela el pensamiento y la vida privada de estas personas, teniendo siempre en mente que sus actuaciones y frases carecen de guión y por lo tanto no son actuación, deja mucho que desear y únicamente se vuelve en contra suya en tanto simplezas de pensamiento propias de las clases pudientes de la sociedad.
Para finalizar, es necesario considerar el impacto que este tipo de productos tiene en la audiencia que los consume: ¿en qué consiste su nueva ilusión? En un país como el nuestro radicalmente sesgado por el ingreso económico y el racismo, su influencia no sólo se reduce a una reivindicación sentimentaloide de las vidas de sus participantes así como sacar a la luz lo”bueno” de un país gracias a las “virtudes” de un sector reducido de la sociedad. Su formato estético es más poderoso y manipulador a un nivel sensible y del deseo. No es casual que las vidas de los participantes siempre se desenvuelvan en las zonas más exclusivas de la ciudad, donde todo es perfecto y el ornamento nunca está separado de la capacidad económica en su obtención, lugares donde las personas morenas son los empleados, vistiendo uniforme, limitándose a aparecer en la cocina, y la gente exitosa vive la fiesta sumergida en eventos de lujo, al último grito de la moda; universalmente deseable, por el registro de la cámara. Es aquí donde la organización audiovisual cae en el cliché y deambula todo el tiempo en la superficialidad de lo cotidiano, del reality show como apoteosis de los banal en tanto formato predecible y simplista.
Porque no existe inmovilidad sino resintetización o cuestionamiento de lo que existe, es en el impacto en la audiencia –como producto que se introduce en el seno de sus relaciones sociales– donde, en el sentido de Epstein, estos formatos audiovisuales construyen imágenes muy poderosas que, en tanto limitadas, buscan imponerse hasta ser consideradas una imagen verdadera de nosotros mismos como sociedad. José Revueltas, al hacer un análisis del cinematógrafo capitalista, hablaba de cómo hay obras cinematográficas que parasitan el espíritu con el afán desesperado de divertirlo, de hacerlo olvidar la tensión constante del día a día, de contemplar vidas a las que nunca tendrá acceso, de reafirmar en lo cotidiano lo cuestionable, aspecto que no debe pasar desapercibido, pues en la pasividad o normalización de lo superficial es posible que caigamos en ciertas formas nuevas de ilusión, de terminar en el juego simplista de pensarnos como sociedad a partir de una imagen limitada, evitando problemas estéticos, políticos, históricos en una dimensión profunda y radical.
Eduardo Zepeda estudia la licenciatura en Filosofía en la UNAM.