Los ángeles visten de blanco
Por Astrid García Oseguera | 23 de noviembre de 2018
Llega un punto en la vida de cada mujer donde la agresión deja de interpretarse como tal, se normaliza y se internaliza. Eso no es necesariamente lo que duele en Los ángeles visten de blanco, sino el que esa regularización no llegue en la etapa adulta, ni en la adolescencia, sino desde la infancia, cuando las microviolencias masculinas comienzan a convertirse en incisivos puntos de inflexión: así provengan del padre, el hermano, los compañeros del colegio, los doctores o incluso la madre. La infancia de toda mujer, ya sea mexicana, china, peruana o árabe, comienza a gestarse desde la violencia de género.
Mia, recamarera de un lujoso hotel, es el primer vehículo depositario de violencia: su jefe la explota y la denigra bajo el argumento de que no tiene papeles de identificación y es una inmigrante ilegal. Después están Wen y Xin, un par de niñas de trece años que, por azares del destino, llegan al mismo hotel. Sus vidas se entrelazarán sin siquiera cruzar palabra, la fuerza que las lleva a unirse es, una vez más, el abuso de poder masculino. Todo comienza cuando el comisario Liu (jefe de los padres de Wen y Xin) decide abusar sexualmente de ellas en el mismo hotel donde trabaja Mia: así comienza a tejerse la maraña de líos que vendrá después.
Tras este incidente comienzan las sospechas, las acusaciones, los señalamientos y humillaciones, pero no hacia el hombre que perpetró el delito, sino hacia las víctimas. A todas les toca un cruel escarmiento, el cual se convierte en una cadena: la madre avergonzada de la deshonra de su hija la golpea y la ridiculiza; las recepcionistas del hotel tienen que seducir a los policías para que su jefe no reciba de represalias; las víctimas se culpan a sí mismas: la cadena no se termina. En una sociedad como la china, donde el honor del hombre vale más que el sufrimiento de una mujer, las cosas están muy claras: no importa cuántas pruebas haya en su contra, la culpa es de la red de mujeres que “permitieron” que el acto sucediera, no de él, el pedófilo abusador.
La segunda ficción de Vivian Qu (Pekín) obtiene el combustible para su relato de una pequeña coincidencia: Mia observa en las cámaras de seguridad cómo Liu entra a la fuerza a la habitación de las chicas y, por pura corazonada, graba con su celular lo que observa a través de la pantalla voyerista. A medida que el conflicto se desentraña, las tres protagonistas se enfrentan a la adversidad –provocada inexorablemente por la velada supremacía masculina– de manera solitaria, casi desolada. La cámara de Los ángeles visten de blanco (Jia nian hua, 2017) recorre junto a sus protagonistas la soledad de un individuo que no ha tenido la fortuna de nacer en lo afable y lo llevadero.
En la cinta existe una serie de interesantes alegorías, la más llamativa es una estatua gigante colocada en medio de una playa que las tres protagonistas frecuentan. De aquella inmensa escultura sólo somos capaces de observar sus torneadas piernas, sus deslumbrantes tacones rojos y, por supuesto, lo que hay debajo de su falda. Mia y Wen (cada quien por separado) recurren a ese llamativa representación de una mujer occidental, la fotografían, la acarician, la observan con placidez, se preguntan si algún día estarán deslumbrantemente vestidas de blanco como ella, si alguna vez tendrán la oportunidad de brillar así, sin una presencia opresora respirando en su cuello. Las analogías en el filme continúan, el mismo día que ambas protagonistas se visten convenientemente de blanco, la estatua –que revela ser una reproducción de la rubia occidental más venerada: Marilyn Monroe– es despedazada y llevada lejos, en un barco, con su inmaculado vestido perdiéndose en la marea: ni aunque Mia o Wen se vistan de blanco, ni aunque se convirtiesen en verdaderos ángeles serían capaces de brillar en un mundo donde cada mujer es desechable.
Astrid García Oseguera escribe en la Revista Algarabía y pertenece al equipo editorial de la Cineteca Nacional. @astridgoseguera
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