Escroleo y zapeo (y otros neologismos po

Escroleo y zapeo (y otros neologismos por descubrir en la prácticas de explotación de usos y costumbres culturales)

Por | 5 de septiembre de 2018

Sección: Opinión

Temas:

El 6 de marzo de 2018 a las 7:01 de la noche publiqué en Twitter una breve anagnórisis que me vino –in situ– mientras escroleaba el papiro virtual de la interfaz de esta página de internet:

Hay algo en el like y el retwiteo q me recuerda a la pasivo agresividad del control remoto. Es más, lo sublima. Es como si nos hubieran entrenado para ello con tanta tele mala.

Esa breve anagnórisis, que compara el escroleo con el mando a distancia y que, por tanto, emparenta una pantalla y la otra, que hermana una y otra actividad, que empalma en nuestra percepción la sucesión de contenidos variopintos (sean texto, imágenes y enlaces) que –como cortina de ruido– pueden o no atrapar nuestra atención por un lapso que sobrepase al de su tránsito en pantalla, sea porque es de un conocido, un enemigo, una noticia de actualidad, un tema de interés general o una payasada. La inmediatez y velocidad que exigía el medio hasta hace poco (debido sobre todo a las necesidades de espacio que requería el ejecutivo gringo para usarlo se duplicó de 140 a 280 caracteres) se compensaban con vínculos e imágenes que nos llevaban a textos más extensos, a videos que promocionaban, revisaban, comentaban o copipeisteaban otros videos y contenidos acompañados de cabezas parlantes, voces en off y títulos que los traducían, los renombraban o los hacían decir otra cosa. El tiempo de supervivencia de una imagen o un video en este portal (y otros tantos) depende, primero, de su virulencia –más que de su relevancia– y segundo –de si los derechos son de uno (y ha decidido dárselos al portal en cuestión) o los derechos son de alguien o algo más (en la pregunta de que tanto puede usarse de algo que no es tuyo sino de alguien más pero que haces tuyo, por gusto, referencia o intención). Siempre queda preguntarse si una corporación es una persona (formada por un grupo de personas) o una cosa (formada por un inventario de cosas). Entre el haber, el deber y el temer de los materiales audiovisuales que publicamos en las redes sociales se abre el campo de intervención de un grupo de personas (o un inventario de cosas) que intercede bloqueando y quitando contenidos audiovisuales según tengan puesta la bandera de la Tierra o de Marte (remedando el corto animado de la Warner sobre primicia y expansionismo en el espacio –sideral o virtual, qué más da– con el pato Lucas). El quién-llegó-primero que implica la negociación de la propiedad, la relevancia de los contenidos, y sobre todo, las posibilidades de explotación (sea el Planeta Equis, el maíz transgénico o el equivalente en pantalla de la no-escritura propuesta, inventada, sacada a colación, y –no dudo que también– registrada por Kenneth Goldsmith). Si yo he sacado a colación (para seguir usufructuando esta expresión) al pato Lucas ha sido porque es parte tanto de un imaginario colectivo como una marca registrada, cosa que es también el maíz transgénico, o, de algún modo semejante, el no-te-costará-nunca (pero, ¿de quién son los contenidos?) de Facebook: esa tienda abierta de (o a) la no-escritura (acepción a la que recurrimos –la traducción lo exhibe en la portada– a falta de una palabra de español que defina más de cerca y de manera menos literal la paradoja implícita en el término uncreative) que define, ordena y articula los contenidos digitales como punto de partida para la reinvención de la escritura, como palimpsesto interactivo que vende la buena nueva –en plena era del meme– de las posibilidades del texto a partir (o a bordo) de los nuevos formatos desde una prospectiva (o perspectiva o rescate) de un territorio (el de la avant-garde) que se vino gestando a lo largo del siglo pasado donde cohabitan –o alternan o, mejor dicho, se desvisten e intercambian ropa– el texto y la imagen (y que por angas o por mangas ha salido de circulación). Según sus propias palabras, si no está en internet, no está. Si queremos ser más literales, Goldsmith habla de existencia, y lo hace en términos en los que se confunde mercado y patafísica, digo, metafísica. Campea en las diferencias entre lo que está fuera de existencia y lo que está fuera de circulación (las existencias en plural). Según confiesa, usaba esta consigna o manda de manera hiperbólica pero, como ha venido a demostrarle el crecimiento de la red, ha venido a ser más bien algo que es evidente en sí mismo (por cómo las redes y formatos digitales han definido nuestra actualidad o más bien, nuestra relación con el mundo en la actualidad). La pregunta no debería ser si eres o existes (según estés o no en el internet) sino qué tan rápido eres o existes en internet. Estar o existir en internet se ha convertido también en una pregunta que está entre la patafísica y mercado; estar o existir en internet es habitarla –digamos que– en tiempo real. Es una duración, estás mientras dure la página que te alberga, y que, en cualquier momento, por necesidades conceptuales, económicas o por vil y llana practicidad, puede ser puesta a la venta. La propia disponibilidad frente a algo que existe –como la televisión y antes la radio y el cine, gracias a una maquinaría inmensa que parece extenderse y habitar nuestros recintos más íntimos para decirnos, siempre en aras del orden y el progreso: el mundo– nos hace caer en la tentación de vindicar o elevar nuevos profetas como el propio Goldsmith (quien ofrece, in stricto senso, a través de Ubuweb la disponibilidad de contenidos específicos a los que no es posible acceder por otros medios debido a costos o existencias (¡ah!, es plural que las cosifica). Frente al entusiasmo goldsmithiano por el ser y el estar en las redes podemos volver la vista a atrás y citar a Marshall McLuhan. Decir «el medio es el mensaje» en los mismos términos en los que Goldsmith atribuye nuestra existencia al internet para luego encimarlo y sobreponerlo, como se enciman y se sobreponen los contenidos digitales –vengan o no de internet– en nuestras interfaces y decirlo desde ahí, leerlo desde ahí y problematizarlo desde ahí. Una interfaz, siguiendo a McLuchan aún, es una extensión de nuestro cuerpo como puede serlo un bat, un desarmador, un libro o un mando a distancia. El ratón como extensión de la mirada –o es el tacto– que dice, ordena o, al menos, reproduce imágenes, textos y contenidos audiovisuales que se presentan ante nuestros ojos según nuestra propia elección o la de un algoritmo que elige, de antemano, por nosotros. Esta elección, que puede ser la de dos o tres palabras emblemáticas (o no) de algo puestas en el buscador de Google o darle laik a publicaciones que vendrán a determinar el algoritmo futuro de lo que se nos presenta en pantalla. Esa que, a semejanza de esa otra interfaz –el mando a distancia– nos presenta una oferta aleatoria de contenidos sobre los que elegir, programar y llenar tiempo (de la misma manera en la se llenan las casillas de un horario para programar los usos futuros de un espacio o para habitar las realidades alternativas y simuladas de la matriz de las hermanas Wachowski). Es una cosa en lugar de otra que no deja de ser la misma (vaca revolcada). La televisión no sustituyó al cine, sustituyó a la radio aunque sigue conviviendo con ella como un espacio público que encuentra su mejor lugar en los espacios públicos (sea en el taxi o en la fonda). Lo que vino a sustituir la distribución digital de contenidos multimedia o streaming fue al videoclub y puede consumirse a través de diversos formatos, lo portabiliza (como al videojuego para funcionar de manera semejante, para ocupar tiempo en un espacio virtual). No se necesita llevarlo y traerlo, siempre está ahí, a punto de estar ahí. Ponerle play es siempre una elección, según sea el contenido que se nos ofrece o presenta mientras vamos de un lugar al siguiente, siempre en tránsito, de estación en estación, como David Bowie, manejando como demonio de la corona al reino de las sefirot. Las analogías que pueden hacerse entre el árbol de la vida y la autopista de la información campean entre caminos y vínculos, posibilidades y afinidades, a que suba o que no suba la imagen, a que se manifieste, sea el programa de concurso, el noticiero, el programa nocturno con invitados, la serie de moda, un video, una crestomatía, una cabeza parlante, una voz en off o un GIF repitiéndose una y otra vez como cinta de Moebius: un ciempiés que se retuerce sin fin, una serpiente que se muerde la cola. Todo se empalma en un nuevo ordenamiento en el que fuente y cita se confunden. Es una novela de Umberto Eco, un álbum de Radiohead, el león de la Metro, Belmondo con la cara pintada de azul haciéndola de pato Lucas para Godard. Llegar a buen puerto –por seguir con las figuras– depende de nueva cuenta, de la velocidad, de la posibilidad de lo instantáneo; seguimos esperando el milagro, como Leonard Cohen haciéndola de banda sonora de una película de coyuntura, convertido en una referencia que lo sobrepasa para hacer de él otra cosa siendo lo mismo, siendo Leonard Cohen como acto presente desde el más allá, usufructuado por quien es dueño, no de él, sino de sus derechos. ¿Quién tiene amarrada con listón tu voz? ¿Quién tiene guardado tu semblante? En qué momento es tuyo, en que momento deja de ser tuyo, saltando de rama en rama, sucediéndose los eventos y los contenidos en pantalla con la alteridad de lo programado. ¿Cuándo una figura de lenguaje es una figura audiovisual? Luz apagada, luz prendida. Ceros y unos. Cambiar de canal es también una figura.


Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz