La invención de la realidad de los hech

La invención de la realidad de los hechos (tal y como pasaron)

Por | 12 de abril de 2018

Es ridícula, por no decir cursi, la pretensión que tiene Bioy Casares como autor de La invención de Morel al hacer viable –gracias a las licencias que tuvo la literatura fantástica para las máquinas y sus prodigios en el siglo XIX– esa superposición –por no decir empalme– entre una película que se manifiesta como fantasma sobre diversos escenarios de una isla (cuando sube la marea y se enciende la máquina que la filmó) y el náufrago que se convierte en su espectador (tan involuntario como predestinado), quien queda prendado de una de las heroínas, tan próxima y tan inaccesible –como puede serlo todo contenido audiovisual– que en el colmo de esa desesperación o hiperlucidez que caracteriza a los personajes decimonónicos (vueltos y vueltos a inventar por la modernidad) se inmola –una vez que ha descubierto el funcionamiento del prodigio cinemático de la isla– retratándose en un mal de amor frente a ella en cada uno de sus momentos (o por qué no, escenas) para que aquellos que llegarán después –en la esperanza, siempre, de esa posteridad abismal– pudieran ser testigos de su amor sin sospechar el montaje entre dos tiempos distintos que engañaba al ojo con la ilusión de una veracidad que sólo existe en lo aparente. Es la mística del hardcore: el desmembramiento de cuerpos y rostros en los que no sabemos qué corresponde a quién en la sucesión de close-ups jadeantes, inserts mecánicos (que no mecanicistas) y money shots. La realización de una película no tiene que ver nada con lo que vemos en pantalla (o peor, lo que decidimos ver en pantalla), ni siquiera las razones que pueden llevar a un realizador a hacer tal o cual cosa, el pathos es algo que se finge frente a la cámara, que se dice a cuadro, y se queda ahí, en el espacio vacío que sólo existe cuando se vuelve a correr la escena, proyectada sobre la pantalla. Diría que en su mayor parte es tiempo muerto pero mentiría. Es tanto lo que se debe coordinar y tantos los procedimientos que deben seguirse que la magia que, más allá de ser un producto cultural creado en una carrera de relevos con distintos estratos y dificultades, se le pueda atribuir a alguien en particular, eso que resulta tan envolvente y tramposo y fascinante y que no es nada más la música de Hans Zimmer. Tal vez es por esto mismo que se hacen y deshacen tantas relaciones y afectos durante la producción de una película, se tienden brazos y se encuentran afinidades más allá de lo que es gesto, es luz, es intención. No hay misterio revelado, sólo una maquinaria que –como la de la isla de Bioy– consume aquello que retrata (que atrapa) y que sustituye –en su pervivencia– a la realidad. El cinematógrafo, con su parafernalia y sus derivaciones, fue el vehículo que vino a ilustrar un siglo entero, tanto que viene a sustituir al siglo en el imaginario a partir de miles de constelaciones posibles cuyas posibilidades para seguir siendo referencias dependen de la reiteración monomaniaca (frente a esa gloria que debe ser el olvido borgeano). Más allá de las aspiraciones delirantes que trajeron sus precursores (como tanto se dijo sobre el internet hace diez-quince años), el cine se valida una y otra vez como industria repitiéndose hasta la náusea con formatos y fórmulas que siguen probando su eficacia en una cultura que vive en la hoguera de la actualidad, donde no cabe la historicidad (y en la que se repiten –como banda sin fin– sus patrones). El desgaste hace la diferencia. Las posibilidades de un argumento repiten de algún modo las digresiones que se permite Borges en el prólogo que le dedicó a la novelita de Bioy sobre los únicos dos géneros posibles de la novela, sea la novela psicológica que «propende a ser informe» y que tiene aspiraciones «cuando no pretensiones» de realismo; sea la novela de aventuras que «es un objeto artificial» que no pretende ser más de lo que es.

No creo que Josef von Sternberg haya visto en el cine algo más que ese “objeto artificial” que vive en la ilusión de un mundo aparte que transcurre entero durante su proyección, no creo que se haya engañado sobre el encanto de su irrealidad. Quiero pensar, más bien, que quiso hacer de su propia vida (y su malograda trayectoria) algo que, deslindado de la realidad de los hechos, como las películas y los noticieros, tomara el lugar de la realidad. Así lo imagino en sus últimos años, apabullado y seducido por el personaje que quiso crear de sí mismo, desdoblado, tomando dictado de esa voz. A cuadro se ve lo que un Josef von Sternberg le dicta al otro, que escribe sobre el papel (o mejor, que aporrea la máquina) y no vemos las distintas tomas, los espacios vacíos marcados en el set que serán llenados en la postproducción, a los stand-ins que ocupan ese espacio, los descansos entre las tomas, las indicaciones del director y al hombre de la claqueta (leitmotif del momento en que corre la película y empiezan a suceder –de verdad– las cosas). En ese sentido, no vemos la propia lucha que tiene Josef von Sternberg por inventarse, todavía, para la posteridad, sólo podemos verlo –tan delirante como displicente– ordenar las escenas de su destino manifiesto. No hace sino repetir –con sus palabras– el acto de sustitución que hace el cine con la realidad, el mismo acto de sustitución que hacen –insisto– los noticieros; el documento de lo que sucedió no es lo que sucedió, y aunque lo fuera, deja de serlo al convertirse en un documento. Josef von Sternberg sabe que miente, añade detalles o los omite, sabe qué decir y de quién, y aun queda preguntarse como su lector en qué medida tenía que convencerse a sí mismo de la realidad de ese otro Josef von Sternberg que venía a sustituirlo: profético, visionario, tan entregado a la desproporción y a la minucia que no podía más que fallar. Y sin embargo, no puede leerse este fracaso entre líneas mientras se revisa, una y otra vez, Diversión en una lavandería china (1965), su autobiografía que, desde el título, pone en evidencia lo anodino de lo exótico, ese fracaso es, más bien, una nota de ironía de situación que nos permitimos los críticos y los historiadores del cine en este afán de descreer de la ilusión inherente del medio, eso que hace que las cosas se vean como no son, como no pueden ser, y que no encierra otra verdad que el encanto de su impostura. Josef von Sternberg no se ve en el espejo, se ve a sí mismo siendo otro y el mismo (algo que sólo sucede en el cine, el sueño, durante las alucinaciones inducidas y los delirios psicóticos); mientras toma dictados mentales para su autobiografía sabe que su vida no puede ser una novela psicológica –no hay lugar para el último encanto de lo inmóvil– sino una novela de aventuras. Más allá de las convenciones y fórmulas argumentales básicas, su primera película The Salvation Hunters (1945) tenía el mojo de lo excepcional, se permitió el barroquismo exacerbado de una toma en la que las sombras de dos hombres serpentean –casi abstractas– sobre el agua. Ayudaba el título a cuadro que decía que eran eso y no otra cosa. Y aún, los desmanes visuales que se permite más allá de la corrección prosódica de su montaje le valieron que Chaplin se interesara en él y decidiera apoyarlo en su carrera. Le encomendó un vehículo de explotación para su estrella Edna Purviance, A Woman of the Sea (1926), un melodrama sobre la rivalidad entre dos hermanas que no llegó a estrenarse y que, después, por razones hacendarias, Chaplin destruiría. Quemó los negativos frente a cinco testigos. Considerando la relación de tuvo con Edna Purviance y lo que sentía por ella, esta acción que la niega (y de la que sobreviven unas fotos que tenía ella en su posesión) y a la que se llega por fines prácticos se contrapone a la fantasía sublimada de Bioy Casares. Una y otra se han convertidos en películas imaginadas, para quien quiera verlas e intuirlas, aunque una haya surgido de un ejercicio de imaginación y la otra haya sido un ejercicio de lirismo visual extremo (se dice que la película era bellísima pero no era un vehículo narrativo eficiente). Una invención: algo que fue y que ya no puede ser. Como un cometa, documentado en su paso por el cielo o creado a partir de efectos especiales; de una u otra forma, perdido y aún recordado. Sternberg, siempre profético, lo anuncia: «Aquellos que crean que el cine evolucionará quedaran decepcionados, la era del celuloide será sustituida por la era atómica.»

Y aún, la cita puede ser apócrifa.

El daño está hecho y no.

Es algo que no veo.


Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz