Yo estuve ahí, yo lo vi(ví), lo grabé

Yo estuve ahí, yo lo vi(ví), lo grabé y lo convertí en una selfie

Por | 16 de octubre de 2017

Black Mirror (Charlie Brooker, 2011 a la fecha)

No tengo tiempo de escribir estas líneas. El tiempo se impone sobre mí y me avasalla, atravesándome. Lo que queda al paso irrevocable del tiempo es el aquí y ahora que se despliega una y otra vez enfrente nuestro como una tramoya (siempre de puntitas, siempre llena de estruendo) que sabe cuál fue su lugar antes y cuál es su lugar después. Esa que nos atraviesa y que nos sigue atravesando, mientras dure tal o cual cosa, sea un partido de futbol o un terremoto. Hay duraciones que están programadas: suceden a lo largo de cierto tiempo, y luego ya no. Se viven (ya sea en el lugar de los hechos o a través de un medio electrónico) se dicen y se vuelven a decir (desde el lugar de los hechos o a través de un medio electrónico) se discuten en la plaza pública (es decir, en las redes sociales) y se llega a un acuerdo entre versiones y digresiones sobre lo que pasó, cómo fue vivido (de manera real, de manera remota y de manera diferida) y, lo más importante, se acuerdan los lineamientos de cómo serán representadas, como nos las diremos, cuáles serán las imágenes, que orden tendrán, que banda sonora las acompañará y a través de qué medio serán vistas. El material se corta en pedazos, se corre una y otra vez, se revisa con minucia –sean los disparos de un francotirador o una mano no cantada por el árbitro- y se reacomoda, se reestructura, se recompone, se reinventa para convertirse en un segmento con cierta duración, que vuelve a pasar ante nuestros ojos como los eventos mismos, a toda velocidad, montados en un tren que se pierde en la lejanía dejándonos sólo frente a la pantalla de nuestros dispositivos, donde repetimos una y otra vez el colapso que sufrió el edificio que tenemos ante nuestros ojos, convertido en escombros. Se desploma frente a nuestros ojos una y otra vez hasta que no tiene un sentido en sí mismo, hasta que ya no es este desplome en particular o la idea de la caída en general, se niega en su reiteración, se hace trama, textura, rizo. Los eventos se amontonan unos sobre otros, encuentran un sentido en la sucesión que los sobrepasa (como a nosotros) y viene a imponerse como el acomodo sintáctico con el que funciona la oración anterior. El ordenamiento que surge del desorden, el sentido que sacamos de los vahídos, gritos y balbuceos. Y el tiempo sigue y el tiempo pasa y nos deja atrás. Es algo que sucede a una velocidad tal que, a pesar de que tenemos las herramientas para detenernos y reflexionar sobre este momento y el siguiente (algo que pretendo, más como un ejercicio formal que otra cosa, con estas líneas) no podemos sino sentirnos sobrepasados por el paso vertiginoso de los acontecimientos que pasa de largo, que nos deja con la ilusión de haber atrapado un momento o el siguiente (este mismo momento en el que escribo estas palabras) para perderlo un momento después, para verlo convertido en un documento de un pasado que obedece a programaciones que se activan como alarmas para decirnos dónde estábamos y con quién en tal o cual fecha, y lo más importante, cómo nos veíamos entonces. Puedes dejarlo pasar, o puedes activar la aplicación, que –como caja de pandora– volverá una y otra vez a llamarte la atención sobre las particularidades de lo aleatorio. Son algoritmos que arman montajes para lo inmanente, que articulan a partir de varias imágenes la ilusión de un momento que se repite hasta la náusea. No podemos más que fascinarnos ante la repetición. Quedamos mesmerizados ante ese puñado de imágenes que se repite –como letanía– hasta que se desprende de todo sentido. El edificio se desarticula en cada uno de los momentos de su caída, que desarticulados guardan un último sentido frente al sinsentido de la repetición que sobrepasa como el patrón histérico que responde al ruido –émulo del agua sobre la tarola– y lo proyecta en pantalla. Hacemos sinécdoque de todos los edificios que se desploman; ponemos la cara de descrédito de la cabeza parlante de la televisora y el derrumbamiento tiene uno o dos sentidos más. No es el descrédito de la cabeza paralante frente al edificio que se desploma, es el descrédito frente a su propio descrédito, frente a su propio edificio desplomándose. Lo ciframos al ponerlo al revés: repetimos «redrum, redrum» como una cosa que es otra cuando es vista –o mejor dicho, revista– en un juego de espejos que la convierte –en su evidencia física– en una aparición. La paradoja está en lo aprendido: hemos superado (o querido superar) los aportes formales que aportó el videoclip al discurso formal; todavía con los ojos fijos en el corta-corta-corta hemos quedado exhaustos. Llega el momento donde el nada por aquí, nada por acá se convierte en nada en la pantalla, sea a través de un largo plano en el que esperamos que suceda algo o frente al corte frenético que va quitándonos cachitos de una duración que ya nunca tendremos frente a nuestros ojos. Hemos querido hacer sinécdoque de esta duración (Charlie Kaufman lo hizo en una película a la que le puso de nombre esa figura retórica para convertirlo en un lugar de la geografía gringa) y que se dobla y se vuelve a doblar como secuencia de peli mental de Christopher Nolan (sea dentro de la cabeza de Leonardo DiCaprio o abierta a la mínima extensión de la playa de Dunkerque). Sería injusto presuponer el impacto que tendrá el uso del formato gif en el discurso cinematográfico. No deja de ser el derivado electrónico de un dispositivo visual que es anterior al cinematógrafo, mecánico y autosuficiente, que dice su portento como un ahora sí, ahora no. Lo queda preguntarse es cómo nos relacionamos con sus mecanismos y alcances, rescatado como juguete virtual y dispuesto en la red como quien lo pone en una mesa. Digo esto una y otra vez, lo digo una y otra vez, lo repito, una y otra vez, sin las inflexiones que le añado a cada una, una y otra vez, repitiéndolo, una y otra vez, como el gran mantra que como jingle nos recuerda quién es nuestro dueño cada vez que despertamos –encendemos– nuestros dispositivos para ver y dejarnos ver.


Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz