Western
Por Rafael Guilhem | 6 de septiembre de 2018
El género western fue elogiado por André Bazin como el de mayor vitalidad. No en vano ha sido reinventado en diversas ocasiones, como si en su seno habitara alguna certeza de la condición humana con líneas históricas y sociales que permiten seguir cosechando preguntas. Los invasores, los nativos, el vasto paisaje, el río, las peleas, los códigos de una tosca masculinidad, los bares, la mirada a la lejanía y el ambiente “fuera de la ley” son elementos fundantes de este género que han aterrizado distendidos en la película de mismo nombre, Western, de la realizadora alemana Valeska Grisebach.
Como en el género, donde los foráneos siempre son motivo de sospechas y tensiones, en Western (2017) un grupo de obreros pertenecientes a una empresa alemana llega a un pequeño poblado en Bulgaria –en la frontera con Grecia– para la construcción de una planta hidroeléctrica. Inmediatamente se levanta un velo de hostilidad entre nativos y extranjeros, como si quedaran dolorosos vestigios de la invasión nazi en esas tierras varias décadas atrás, o bien, como si las revueltas aguas que azotan la Europa actual impidieran cualquier acto de relajación. Lo cierto es que Grisebach (Bremen, 1968) logra concertar las grandes fuerzas históricas y políticas en un pequeño terreno, permitiendo ver la operación de lo patriótico y lo fronterizo en un plano cotidiano y tangible, que es donde se articulan con sutileza los discursos grandilocuentes.
Es en el hilado fino donde Western encuentra su verdadera singularidad: Meinhard (Meinhard Neumann), uno de los obreros, con un rostro que, como dijera Jean-Luc Godard de Gary Cooper, «pertenece al reino mineral», toma las riendas del relato cuando sosegadamente va desafiando las actitudes abusivas que tienen sus colegas alemanes con los búlgaros, y prefiere entablar relación con estos últimos. Con Adrián (Siuleimán Alílov Lefitov), en particular, irá forjando una amistad especial. Apenas se entienden, pues cada uno habla su idioma, pero no dejan de convivir, conversar con gestos e intercambiar cigarros y cervezas. La pregunta para encontrar el sistema que rige la película sería: ¿cuál es el matiz que da Western a la amistad? Y la respuesta, fructífera y sucinta, revelaría que siempre que hay un encuentro con el otro, incluso si es un encuentro de amistad, permanece una tensión, a veces subterránea y otras evidente.
Amistad y hostilidad componen en Western un binomio difícil de fraccionar. Alrededor de una mesa Meinhard y Adrián comparten una tarde. Filmada plano contra plano –como dos vaqueros confrontados, desenfundados y serios– en esta escena Meinhard trata de explicar a Adrián, mientras apunta con su dedo al cielo, que su hermano está muerto, y luego dirige su índice hacia su propio pecho para aseverar que ahora vive en su corazón. Adrián parece comprender e incluso contesta con una mirada sincera a la tristeza de Meinhard. En esa comunicación, en ese acto de conocerse, se desconocen. Quizá algunas emociones y palabras convergen, aunque cada uno quiera decir una idea distinta, una realidad distinta. Y por momentos, apenas por un instante, tal vez las ideas se rozan fugazmente y dos mundos coinciden de forma efímera. Es una amistad asentada en estructuras divergentes, construida en lo que cada uno imagina del otro, y fraguada en un tiempo y espacio endebles. Lo que hay entre dos personas, entre muchas personas, siempre es una demarcación de obstáculos, laberintos y bifurcaciones.
Perteneciente a la llamada Escuela de Berlín, que no es otra cosa que el intento por restituir un movimiento cinematográfico importante en Alemania tras la ya lejana extinción del Grupo Oberhausen, Valeska Grisebach se asemeja más a las mujeres de esta nueva generación, Angela Schanelec y Maren Ade, con quienes comparte un naturalismo construido a partir de la síntesis. Sonidos e imágenes cuidadosamente ensamblados para dar una fluidez que parece un bloque de mundo, corriente y transparente que corresponde, sin embargo, a una cuidadosa observación de la realidad.
Western es, de entre toda esta constelación de películas, una de las más importantes, pues no sólo se trata de una precisa etnografía de la masculinidad, sino de un tratado molecular sobre la comunicación. Nunca la da por hecho, indaga en su fluctuación y materia, que no es otra que el misterio, imposible de descifrar si no queremos aniquilarlo. A diferencia del género western, en el mundo que plantea Grisebach no hay malos y buenos, culpables, inocentes, amigos y enemigos. Existe una atmósfera que, más allá del aire, define el tejido que une y aleja a las personas; lo que vibra constantemente entre miradas. Parece que frente al otro hay algo que siempre nos incomoda: el inevitable surgimiento de la propia metamorfosis.
Rafael Guilhem coedita la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento.