El sendero de los sueños

El sendero de los sueños

Por | 17 de julio de 2018

A mí me ha tocado no estar contigo;
no tengo miradas para encontrarte,
ni hay cosa en que pueda reconocerte.
Rubén Bonifaz Nuño, Los demonios y los días

 

Estar y no estar al mismo tiempo. Cuando una persona se va y deja un objeto cargado de sí, ese referente tangible de vivencias compartidas apunta siempre a su ausencia. Un regalo o una prenda olvidada, el olor que se desvanece con los días… Quien se fue sólo está en función de nuestras manos o nuestro olfato; está exclusivamente para alguno de nuestros sentidos. En fin, para que exista lo que conocemos como “valor sentimental”, tiene que faltarnos alguien.

Llega un momento en El sendero de los sueños (Der traumhafte Weg, 2016), ya bien entrada la película, en el que nos faltan todos. No sólo Theres (Miriam Jakob), la alemana, y su novio Kenneth (Thorbjörn Björnsson), sino el año 1984 y el verano en Grecia, el bosque donde cantaron juntos, los departamentos y el cuarto de hospital que habitamos durante la primera parte del relato. En un cambio de plano que pasa desapercibido, nos quedamos sin protagonistas, sin época ni locación y, siguiendo la relación del valor sentimental de la que hablábamos antes, las imágenes que suceden a este momento de ruptura narrativa quedan impregnadas del espíritu de sus antecesoras. Ahora vemos la historia de un divorcio distinto en el 2016, pero seguimos pensando en los primeros amantes. ¿Qué habrá sido de ellos?

A la directora, Angela Schanelec (Aalen, 1962), se le ha achacado una y otra vez el nombre de Robert Bresson–sobre todo en éste, su más reciente trabajo. ¿Todavía conviene preguntarse por las reapariciones de la teoría estética bressoniana en el cine contemporáneo? ¿Qué es eso además de manos y modelos, de actuaciones contenidas? Para acercarse al carterista más famoso del cine francés o al triángulo amoroso del rey Arturo, Bresson nos hizo mirar la cosa (un movimiento, una inflexión o un animal) y sentir aquello que está y no está a su alrededor: el gesto fue la unidad más importante en el lenguaje audiovisual de la ausencia.

El sendero de los sueños quiere llegar a los personajes y a sus carencias así, a través de los zapatos. Los dedos que hoy deshacen la envoltura de un chocolate son también los que ayer saciaron el hambre de heroína de Kenneth. El adicto está, pero no está. Esa observación funciona igual hacia el futuro: en la carta de aceptación que sostiene Theres, la académica, podemos reconocer pronto las intenciones que van a definir sus próximas acciones. De alguna manera, el papel de esa carta tiene impreso un abandono y sólo basta verla en sus manos para que ella deje de estar aquí. Y se va.

La ruptura de estos amantes ochenteros y su salida caprichosa (pero no definitiva) del cuadro quedan atadas a la segunda historia, el divorcio de la actriz. Para ella, que ya no ama, todo se rompe: los vidrios en una biblioteca, el corazón de su esposo que la está perdiendo, la piel de la rodilla de un niño en la alberca y, en otro accidente que ocurre justamente mientras la pareja se reparte los libros del estante que están por desarmar, el brazo de su hija. Las vidas de todos están enmarcadas por una separación y ellos mismos, en la repetición del quebranto, parecen objetos encarnados que nos señalan a los desaparecidos.

Cargados de añoranza, vislumbramos sin remedio lo que ya no está. Una nube sepulcral cae sobre Kenneth, por ejemplo, y ésta se hace evidente por la forma en que él posa su mano sobre la de la madre moribunda, con el mismo tacto con el que dispensa la morfina para esta mujer que duerme y que dormirá a partir de entonces. No son las palabras, es el cuerpo del hijo el que reposará con ella en el entierro y servirá de tapa improvisada de su sepultura en una de las escenas más dolorosas de la película. Juntos, los actores y sus gestos, articulan una muerte pictórica. El tema se dibuja también en los elementos inanimados de la secuencia del hospital: en la periferia de la despedida trágica, una sillita de plástico azul queda vacía varios segundos antes de que alguien se siente en ella.

Esa magia de las cosas que usamos es la que nos deja ver como nuevo el mismo suéter mugroso que Kenneth va a usar en treinta años, cuando por fin vuelva a nosotros, y cómo el abismo entre Theres y él se expande hasta cubrir al patio entero de la Estación Central de Berlín, un lugar de encuentros y transiciones por excelencia, que ahora, en un triste devenir de dos o tres destinos paralelos, los reúne en una última mirada para aclararnos que están más lejos que nunca, y que la ausencia ya dejó una marca más poderosa que la que el cariño que alguna vez existió entre ambos pudiera haber dejado.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay

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