El destino masculino en Drive

El destino masculino en Drive

Por | 15 de mayo de 2018

I.

Después de robarle su ganado, Hermes se disculpaba con Apolo a través de la música: tocando una cítara manufacturada a partir de un caparazón de tortuga. Apolo, cuya naturaleza «parece ser musical»[1], se vio arrebatado por un deleite tan sobrecogedor que, incluso, parcialmente lo transmutó: Hermes le regaló la cítara, mientras que Apolo hizo lo propio con su ganado; como reestructurando el Olimpo, intercambian virtudes, dotándose mutuamente con algo de sí. Desde entonces, ambos se unieron en una divina amistad, cuyas manifestaciones son a veces encontradas en algún notable escenario microcósmico, como lo podría ser una vida aparentemente humana.

Aparentemente, porque detrás de su apariencia mundana se oculta una naturaleza superior: excelente, excesiva, tremenda y fascinante. Tal como se manifiesta en el Conductor (Ryan Gosling) de Drive: El escape (Drive, Nicolas Winding Refn, 2011), quien destaca por sus evidentes cualidades superiores: su excelsa técnica tras el volante, su veloz capacidad de improvisación, su eficacia tanto en la planeación como en la ejecución, de la cual, habitualmente, sale ileso y pareciera que sin esfuerzo. Aun realizando tareas humanas, despide en cada acto una energía profunda y misteriosa, indomable, peligrosa, atractiva y desbordantemente virtuosa. De ahí que la identidad del Conductor no sea, simplemente, anónima sino, más bien, innombrable: «lo divino excluye todos los atributos particulares de sí mismo, […] [no] se puede designar según otra cosa alguna».[2] Todo en el Conductor apunta a una naturaleza sagrada, pero animada por el doble juego entre Hermes y Apolo que, en él, tiene lugar, no a través de una disputa, como lo harían Artemisa y Afrodita, sino de un amistoso complemento que hace de su depositario una exhibición paradigmática de los arquetipos masculinos.

 

II.

La cinta se abre con una inquietante sugerencia: pareciera que el espectador ha llegado tarde. Cuando abrimos los ojos al filme, la cámara ya está terminando de explorar un mapa al interior de un departamento, en el que el presunto protagonista afina los últimos detalles de un negocio inmediato. Pero, como si la presencia constante ya hubiera familiarizado a uno con el otro, la lente pasa de largo y continúa su exploración, como si aquella figura humana no le fuera tan relevante. E incluso, cuando el sujeto se desplaza hacia el centro de la toma, aprovechando su inmovilidad, la cámara lo ignora, como a una sombra. Pero cuando se liberan del encierro, cambia su actitud: ahora, ya conduciendo en las calles nocturnas de la ciudad, se muestra, por primera vez, su rostro sin mediaciones. Es en el camino, en lo exterior, donde el innombrable Conductor expresa su verdadera identidad. Sugerencia que ya aparecía en aquella escena de apertura: mientras nos daba la espalda, se descubría su reflejo en la ventana, superpuesto al paisaje urbano que, por un instante, iluminaba y soportaba el simulacro de su rostro, con un cuerpo sustituto.

Inclusive, la preeminencia de la exterioridad se revela desde el término de los créditos de apertura, mientras la imagen aún permanece en negros y se escuchan los ruidos callejeros, simultáneos a la voz del Conductor, anunciando su afinidad vital y preeminencia sustantiva. Tal es el mundo de Hermes. Comúnmente reducido a un divino mensajero, su puesto real está en el umbral: patrocina el movimiento, la transición, el intercambio. Ahí donde se desenvuelven los atributos asociados a lo masculino: en la plaza pública, el campo de guerra, el mercado, la calle. Hermes está en una compraventa, en un viaje a tierras extranjeras, en un debate político o en un humilde conductor que únicamente funciona como mediador; transporta las ganancias robadas, pero no las acumula; transforma su rostro para simular a los actores a quienes dobla; y cruza continuamente la frontera de la paz y la violencia, el deseo y la amistad, lo legal y lo ilegal, la vida y la muerte. Oponiéndose, con todo ello, a los atributos asociados con lo femenino, ubicados en la interioridad. Si lo masculino está en el movimiento, lo femenino está en la estabilidad: no en el intercambio sino en la acumulación; no en despilfarrar las riquezas, sino en protegerlas. Y la máxima riqueza es la propia esencia: ousía la llamaban los griegos. La forma en que cada uno, en sí mismo, es. La mujer está en el centro, mientras que el varón está en la periferia.

Femenina, entonces, es la tierra que en su interior acoge a sus hijos y que, desde sí, los dota de alimento y vida. Pero el niño crece y, con su independencia, es separado violentamente de la madre, siendo arrojado a un entorno que no presenta más que extrañezas. Tal es el umbral en que aparece el padre, como un sacerdote iniciador, «a través del cual se puede pasar de las iluminaciones infantiles del «bien» y del «mal», a una experiencia de la majestuosa fuerza cósmica, purgada de la esperanza y del temor, y en paz con el entendimiento de la revelación del ser».[3] La exterioridad masculina representada por el Conductor adquiere, así, un nuevo rostro: el de la paternidad. Convirtiéndose, ahora, en un doble, ya no para los actores de sus películas, sino, también para el padre de Benicio (Kaden Leos), quien, precisamente, se dispone a cruzar el umbral de la adolescencia: «La madre es el hogar de donde venimos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre no representa un hogar natural de ese tipo […] significa el otro polo de la existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura».[4] Como aquella que, por fin, pudieron vivir Benicio y su madre, Irene (Carey Mulligan), cuando el Conductor los llevaba a casa.

La madre da un amor incondicional, pero el amor del padre ha de ganarse. Por ello se descubre en la mirada de Benicio una suerte de orgullo y personal satisfacción al saberse reconocido y apreciado por la nueva figura paterna en su familia, así como un notable intento por impresionarlo. Son sus primeros ensayos de acceso a una sociedad, de principio, indiferente; trascendiendo, así, el cuidado, cariño y atención que su madre, indefectiblemente, le dará. Tal es la razón por la que Crystal (Kristin Scott Thomas), la madre de Julian, personaje interpretado por Ryan Gosling en Sólo Dios perdona (Only God Forgives, 2013), invierte las expectativas axiológicas y éticas de la maternidad: comportándose más como su padre, no le da a Julian un amor gratuito, sino condicionado.

 

III.

En el Olimpo, el ordenador del caos, por excelencia, es Apolo. Entre sus obras está el haber transformado el ímpetu demencial de las ninfas silvestres en la armonía sublime del arrebato de las Musas. Apolo purifica y civiliza. Es el formador de los héroes: «patrono de la gente joven que entra en la adolescencia, el conductor de la edad viril, el dirigente de los ejercicios físicos del hombre noble. El muchacho que se convierte en hombre perfuma para él su cabellera».[5] Toma al núbil y lo infunde de un ímpetu indomable, a veces traducido en actos incontenibles de fuerza bruta.

El Conductor, que exhibe su simpatía solar apolínea con el constante halo dorado que lo ilumina y que, con su reflejo, baña a su alrededor, súbitamente, se torna violento, desplegando no sólo poderío físico, sino destreza, técnica y agilidad. Pero, siguiendo la vocación del divino Apolo, el primer matador de monstruos, el Conductor no desata su fuerza contra el primero que lo irrita, sino contra las nuevas versiones antropomorfas del dragón: Nino (Ron Perlman) y Bernie (Albert Brooks). La mirada final de una aterrorizada Irene descubre la naturaleza oculta del héroe, quien es capaz de derrotar al monstruo, justamente, porque él es peor: «El héroe se volverá él mismo el nuevo monstruo, revestido con la piel del viejo y adornado con algún despojo metonímico suyo».[6] Anunciado, quizás, por el escorpión que se posa sobre su espalda.

Pero esta masculinidad divina suele tener un rostro doble: a la vez, es «la energía del rayo que aniquila y que es en sí misma indestructible» y «la gracia que se derrama en el universo a través de la puerta del sol».[7] El arco de Apolo no sólo es un arma, sino que, también, representa la distancia, física y espiritual, necesarias para la purificación.[8] De ahí su vínculo con el más famoso de los oráculos, en Delfos, desde donde se prorrumpe la máxima de conocerse a sí mismo, como lema clásico de la sabiduría. En ello manifiesta su más elevado acto pedagógico, defendiendo la autenticidad y el conocimiento de quien verdaderamente se es: «real human being and a real hero» [«un verdadero ser humano y un verdadero héroe»], como reza el tema interpretado por College y Electric Youth, que musicaliza los momentos cálidos, luminosos y, sobre todo, familiares en los que podríamos suponer que el innombrable héroe, depositario de una pareja de divinidades, era genuinamente feliz.


[1] Walter F. Otto, Teofanía: El espíritu de la religión griega, Sexto Piso, Madrid, 2007, p. 117.
[2] Ernst Cassirer, Esencia y efecto del concepto de símbolo, Fondo de Cultura Económica (FCE), México 1989, p. 138.
[3] Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, FCE/Joseph Campbell Foundation, México, 2017, p. 158.
[4] Erich Fromm, El arte de amar, Paidós, México, 2006, pp. 48-49.
[5] Otto, op. cit. p. 117.
[6] Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Barcelona, Ed. Anagrama, Barcelona, 2006, p. 308.
[7] Campbell, op. cit. p. 169.
[8] Análogo al silencio solitario habitual en el Conductor.


Guillermo Lara Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de crisisReflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte clases en la Universidad La Salle.