Tormentero

Tormentero

Por | 23 de agosto de 2018

Sección: Crítica

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El panal de avispas es una de esas metáforas que hay que tener a la mano para estas ocasiones, las de las sensibilidades lunáticas. Ahora, para la película que nos ocupa, es todavía más adecuada por el sentido poético y la animalidad de la frase. Las avispas suenan zumbando en la caverna del oído neurótico; en el delirio, son pensamientos agitados que embisten contra las paredes de una memoria endeble: avispero tormentero de la tercera edad, donde los ecos de la culpa le queman el coco al viejo loco de Romero Kantún, un pescador retirado.

Enraizado en un histrionismo necio –o, según se vea, tradicional–, José Carlos Ruiz lo interpreta en Tormentero (Rubén Ímaz, 2017) y se asume como el centro de todas las cosas. El dolor que trae a cuestas es haber descubierto un yacimiento de petróleo que, a cambio de una cantidad indefinida (y ahora inexistente) de dinero, arruinó el bienestar de Isla Aguada y lo marcó como el traidor asqueroso de la economía pesquera.

Pero el personaje resulta más que eso una vez que se le sintoniza con su entorno: su cabeza es una Casa Usher que se desmorona y se oscurece como alimento del moho. La cabaña que habita Don Rome y sus alrededores, con las llantas ponchadas y oxidadas en el patio, el sarro de una playa industrial lamiendo charcos y paredes, la hierba tropical que se pudre entre maderos, se funden con el deterioro mental del viejo.

Así, los rincones mugrientos de su casa cobijan a demonios que lo acosan con sigilo. La impresión de que las paredes son mamparas que ocultan personas ausentes y fantasmas se sintetiza en un solo plano:

en la intimidad de su recámara, el señor le extiende la mano a su nueva esposa, iluminados los dos en el centro del cuadro, enmarcados por las orillas oscuras de la puerta abierta desde donde, una vez que la cámara se aleja lo suficiente, vemos a un hombre y una mujer espiando de cada lado.

Esos espejismos que dan comezón en el cerebro, ¿están ahí verdaderamente? ¿Cuántos hijos –si es que son sus hijos– viven con él? Esa duda se señala por medio de la identidad del personaje doble de Gabino Rodríguez, ¿Ariel o Chacho? ¿Gemelos o víctimas nominales de la demencia senil de su papá? También, en una de las pocas secuencias que ocurren en una realidad objetiva (es decir, independiente de la perspectiva del protagonista), donde un encuestador del INEGI intenta realizar el censo de población en la residencia Kantún y sale más confundido que la audiencia.

En línea con la metáfora insectoide que nos trajo hasta aquí (no te olvides…), la dimensión que refuerza el asedio psicológico es el trasfondo sonoro de la película. Hay dos tormentas activas durante su mayor parte (…el ruido mental…): la climatológica, que hace crujir la madera con truenos y ventarrones, y la electrodoméstica, más personal porque el pánel rojo de la grabadora que se prende y apaga espontáneamente y el ventilador destartalado de la sala llevan por completo el nombre de su dueño. Mezcla de estática y oleaje que no se calla (…es síntoma de locura). Al igual que los guiños constantes a la identidad ambigua de los habitantes de la casa, la imagen busca referir a los elementos sonoros en varias ocasiones. A través del plano detalle, el ventilador y la grabadora se vuelven vínculos visuales entre el ruidero demencial y nosotros, interlocutores de cine.

Una presión de esa magnitud no la aguanta nadie por mucho tiempo y, entonces, lo más normal es manotear en busca de una válvula de escape. La figura del respiro en Tormentero también se divide en imagen y sonido. Por un lado, un par de panoramas paradisiacos de Campeche cuando el protagonista va a buscar a la nueva esposa (quien, a su vez, podría ser la representante del alivio en carne y hueso); por el otro, dos momentos de silencio absoluto en momentos cruciales de la narración. La unión de ambos es el lugar que espera a Don Rome en sus sueños, una cabina en el muelle que es una postal perfecta de Isla Aguada.

 

Una cosa más: parece que cada paso que se aleja de la norma, o sea, de lo civilizado, es un paso que se acerca a la naturaleza y al abismo. Contrario al intento de salvación del pescador, Chacho (o Ariel) se pasa la película hurgando en lo prohibido, chupando las ostras cuidadosamente escarbadas de la costra negra de la tierra, jugando entre las sombras. Cuando desaparece su padre, el único rector que lo mantenía a raya, por fin puede entregarse completo a la fecundación de una ninfa carnosa, medio salida de la nada. Los demonios, liberados, observan.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay