Ya veremos (si vomitamos más tarde)

Ya veremos (si vomitamos más tarde)

Por | 22 de agosto de 2018

El cine mexicano tuvo siempre su coco en la exhibición. Durante años, con sus socios, el mandamás de este sector fue William O. Jenkins. Fundó la Compañía Operadora de Teatros, S. A. (reconocida como “Depredadora de Teatros”) recurriendo a un modelo de negocio sui generis, comprando por las buenas, o las malas, salas en su mayoría propiedad de exhibidores no agrupados en ninguna organización.

Para la década de 1960 casi el 90% de las salas del país eran de COTSA. El costo fue enorme para la industria. O sea, para los productores. Había por parte de la exhibidora derecho de veto. Y pedía a veces cintas específicas para cines específicos. También empezó a cobrar, ante el éxito de algunas producciones, derechos excesivos para hacer premieres.

En la administración del presidente Adolfo López Mateos, el director Roberto Gavaldón, a la sazón diputado del PRI (no había otro partido con el cual trabajar estos temas ante la presencia meramente testimonial del PAN en las cámaras), propuso una ley de avanzada: rectificaba las deficiencias presentadas en el nocivo y proteccionista Plan Garduño, impuesto en los 1950.

Parte de la propuesta incluía un cambio en la exhibición. Era fundamental para ello apoderarse de COTSA. En efecto, la propuesta era una nacionalización. Y la ley era, por supuesto, más amplia. Nunca obtuvo los votos para su aprobación. Sin embargo, por ahí algunos burócratas malinterpretaron partes de la idea: la aplicaron a lo bestia en una “nacionalización” risible. Llamativamente cuando se tomó “posesión” de COTSA, Jenkins y socios ni pío dijeron.

Durante los 1970 la chafa estatización en la administración de Luis Echeverría impuso un mediocre cine de calidad –lo bajo de su calidad lo confirma la quiebra, desde su inicio, de todo el aparato–, dedicado a los intereses del régimen y en competencia con los productores de la vieja guardia, quienes emprendieron una revancha ante el maltrato dado por el presidente y su hermano Rodolfo, gerifaltes del cine nacional.

Los productores pronto descubrieron el grado de corrupción de COTSA. No les resultó difícil apoderarse de la taquilla, apartar fechas para sus estrenos y jugar el jugoso juego de untarle la mano al funcionario en turno. Fue una situación genial. Entre ellos limitaron su competencia y, como había sobreprotección, la aprovecharon apoderándose de los cines cautivos en el interior de la república. La ineficacia crónica del aparato estatal, durante los 1970, alejado de los intereses del público, le permitió a los productores tomar bien el pulso de la industria para controlarla.

En los 1980 el deterioro era evidente. COTSA había sido utilizada como caja chica. Los cines se fueron al carajo. La producción se dividió entre las aburridas peliculitas estatales, y las genéricas de los privados. Cuando la hermana del nuevo presidente, convertida en la Irving Thalberg del megapetatiux, Margarita López Portillo, asumió el poder, creyó tener en sus manos un desfalco monumental de las arcas públicas por los números rojos dejados por Rodolfo Echeverría. No teniendo más política, excepto sus ganas de ser estrella, Margarita hizo una cacería de brujas pésimamente dirigida contra quienes creyó culpables. Sin pruebas.

En los Libros Blancos de Rodolfo era obvio cómo administró el dinero. Jamás se quedó con un peso. Eso sí, la mayoría de sus producciones fueron un fracaso. Aparte de ser malas, hechas a espaldas del espectador, tuvieron un saboteador ideal: COTSA, quien mantuvo oscuros convenios con productores (también distribuidoras).

COTSA como empresa se rehusó a mejorar la exhibición. Y en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari se remató, sacando a la luz el piojoso peine: COTSA no poseía todos los cines, tan sólo unos cuantos. Lo peor, los nuevos dueños no podrían hacer negocio con ella por el sencillo motivo de pasivos debidos a la Fundación Jenkins. Una suma fabulosa de más de siete mil millones de pesos. Esta cantidad se acumuló desde los 1960, cuando el Estado pasó a ser administrador, mas no dueño, de COTSA.

Cuando se remató COTSA hubo un lloradero impresionante. Dizque privatizar COTSA mataría al cine mexicano. Falso. La muerte de COTSA era necesaria. El problema fue el desprecio por los viejos productores (algunos se lo merecieron). De verdad sabían producir y su experiencia nadie la aprovechó; a nadie le interesó. Se empezó, pues, de nuevo. Desde cero. Quedando en auténtico «ya veremos».


José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.