Para ser (hacerla de) el pato Donald
Por Ricardo Pohlenz | 26 de febrero de 2018
Sección: Ensayo
Temas: 3DAlejandro González IñárrituCarne y arenaCine y representaciónCircaramaDonald DuckPato Donald
El circarama fue una tecnología de filmación y proyección desarrollada por Don Iwerks (mano a mano con su padre, Ub Iwerks, quien además de ser el primer socio de Disney fue cocreador del ratón Miguelito y el conejo Osvaldo) en los años cincuenta para la proyección de películas monumentales en pantallas que abarcaban (o cubrían) los 360 grados de circunferencia. La primera película que se filmó con esta tecnología (y que fue estrenada en la Exposición Universal de 1958 en Bruselas) fue America the Beautiful, alarde de propaganda patriótica que recorría a lo largo de dieciocho minutos con la canción proyanqui como leitmotiv los lugares comunes de ser «americano». El filme fue llevado a Disneylandia en 1960 donde fue convertido en una atracción gratuita patrocinada por compañías telefónicas (la versión estrenada en el Mundo Disney de Florida fue patrocinada por Monsanto, lo que dice mucho del espíritu libertario/liberal gringo). La peli tuvo varias versiones, se volvió a filmar en 1967 en un formato más avanzado, se sacó de circulación en 1974 para añadirle algunas escenas para reestrenarla celebrando el Bicentenario; pasado el furor patriótico, sería sacada finalmente de circulación en 1979 para ser convertida en una película en 16 mm distribuida con fines educativos. La experiencia de la proyección en 360º era apabullante, supongo que resultaba demasiado costosa para fines más específicos, pero que el alarde de esos travellings te hacia perder un poco de piso. Podías dejarte llevar por la experiencia o ir más lejos y visualizar el armatoste (ese gran pulpo con cámaras por tentáculos) que requirió su rodaje en tantas y tantas locaciones. Pienso en el dispositivo que puede replicarlo ahora utilizando teléfonos listos: una piñata que vaya capturando un derredor en perspectiva que te omite si te lo pones en la cabeza, que viene a portabilizar tanto la grabación y exhibición, y que puede ir desde un despliegue rudimentario de teléfonos listos en circunferencia hasta su proyección virtual en un espacio específico –una mesa de juntas, por ejemplo– redundante en la ilusión de tridimensionalidad que lo hace parecer un alineamiento megalítico a escala armado con ceros y unos. Don Iwerks dejaría Disney en 1986 para fundar Iwerks Entertainment convencido de que atracciones como las que había ayudado a desarrollar para los parques de Disney podían tener un público fuera de este tipo de instalaciones (cerradas en sí mismas como los reinos mágicos que eran). Un producto que se vende desde la mística de lo inmóvil, donde uno permanece de pie frente a un mundo que se mueve alrededor en una pantalla que se cierra en sí misma –provocándonos vértigo– tendría sus primeros clientes en Corea y Japón, donde había un público más dispuesto para este tipo de entretenimiento que en los Estados Unidos. Esto los llevaría a ser contratados para atracciones en la Exposición Universal de Osaka en 1990 y de ahí, para la Exposición Universal de Sevilla en 1992. Su mercado dependió en gran parte de las ferias mundiales y el sureste asiático y llegaría a convertirse en uno de proveedores más importantes de este tipo de entretenimiento en el mundo (sólo le ganaba –por un pequeño margen– IMAX), logrando entrar a mediados de los años noventa al mercado chino (donde existen más salas de proyección 3D que en los Estados Unidos). Tendré que resignarme a lo general y especular, entre las crisis económicas, las crisis de contenidos y las crisis de los medios que después del bravado pocahontesco de James Cameron (quien amenaza con darnos más de su propaganda postcolonialista espacial tan ad hoc para los tiempos) y las revisiones histobiográficas hechas por Scorsese, Godard, Herzog y Spielberg (cada quien con sus excusas formales, su agenda y su reflexión sobre el medio) realizadas al mismo tiempo que los derivados (también propagandísticos) de Michael Bay, Joss Whedon y demás precursores de un imaginario histórico-histérico que podrá estudiarse dentro de 100 ó 200 años –en las colonias marcianas– como uno de los síntomas que definirían un nuevo apogeo de la supremacía blanca (en la mística que salva a los blancos por ser blancos a pesar de no tener ni casa ni educación ni futuro) en el futuro cercano. Se trata de producciones que, debido a los costos que implica no sólo su realización sino su proyección, existen (o llegan a existir) gracias a tal o cual coyuntura cultural, económica o política. Fue precisamente la adaptación de un cómic belga tan flagrantemente postcolonialista como Tintín el vehículo o la excusa de Spielberg para hacer alarde de los alcances de las nuevas tecnologías de grabación digital que se apropian de los movimientos y gestos del actor para negarlo(s), convirtiéndolo en un avatar de sí mismo. Me pregunto si la diferencia está en el formato (o la matriz). A lo largo de más de un siglo los actores han prestado sus voces y sus gestos a personajes animados, son y no son estos personajes, son y no son sustituidos por estos personajes. Clarence Nash fue la voz del pato Donald y era presentado como el actor que la hacía de pato Donald, no como el actor que prestaba su voz al pato Donald y que nos ha dado pie, a lo largo de los años a arremedarlo haciendo como el pato Donald para propios y extraños, unos con más éxito que otros, pero sin ser, la voz del pato Donald. Tan no es la voz que otros dos actores la han hecho del pato Donald en producciones más recientes, pero eso no quita, con la tecnología adecuada, que se samplee –¡ah, barbarismo surgido de usos y costumbres tecnológicos!– y se convierta la voz de Clarence Nash en la voz del pato Donald. Entre la tecnología digital y los medios analógicos yace (o se levanta) un verdadero monstruo de Frankenstein, en el que el actor deja de ser quien es para convertirse en otra cosa de una manera que trasciende o niega la impostura que ejerce de oficio. No es que la hagas del pato Donald, es que eres el pato Donald en términos de replicación tan perversos en que las particularidades que le das al personaje te son robadas (o son apropiadas) como un producto de explotación. Así como, in stricto sensu, Clarence Nash no es el pato Donald, Harrison Ford tampoco es Indiana Jones, y aún, si pudiera reproducirse digitalmente –como la voz de Nash–, ¿quién sería su dueño? ¿Pueden los herederos de Harrison Ford exigir derechos por la explotación del personaje (en tanto que es un avatar simulado de una fenotipia usada por su ancestro con fines específicos)? ¿Qué tan distinto es eso a vender tu cara para que se venda un producto? No es tanto el qué tanto me hace un George Clooney el beber Nespresso como el que la Nestlé sea dueña de George Clooney, rendido a una parafernalia que lo redime, desde los medios, no como producto, sino como parte de un producto. La discusión legal se abre a los nuevos medios no sólo desde la premisa de qué tanto soy (George Clooney), qué tanto dejo de ser (George Clooney), qué tanto lo rento, qué tanto lo vendo, qué tanto es mi avatar (el George Clooney que bebe Nespresso), qué tanto sigo siéndolo, qué tanto me beneficia y qué tanto pierdo. ¿Es que soy menos George Clooney? ¿Es que voy dejando toda mi yorchcluniés tras de mí? ¿Es que George Clooney se convierte en otra cosa –en términos culturales y políticos– con el adjetivo tropicalizado que me inventé (y que es y no es de mi autoría)? ¿Cuándo fue que George Clooney decidió vender eso que es (o parece ser) George Clooney para vender café instantáneo? Dicho así, como café instantáneo, y visto en perspectiva, lo que ha cambiado es la parafernalia para su inmediatez, entre la cucharada y el agua caliente y todo el armatoste que lo acompaña. En ese sentido –de la eficacia de la parafernalia– es que me pregunto qué es lo que vende como producto Alejandro González Iñarritu con una producción multimediática como Carne y arena (2017). ¿Es lo que nos ha estado vendiendo todo este tiempo como realizador? Un miren-que-cabrón-soy con melodrama hardcore: miseria humana hiperproducida a todo lo que da. No deja de ser propaganda, como las producciones de los Iwerks dentro y fuera de Disney, y lo que vende, como Clooney, es un sueño cumplido, es decir, un estatus, una validación, un vero veritas. El highlight de su show es que el espectador ve (como se ve) y siente (como se siente) que lo encañonen. No deja de ser una ilusión, como la que nos da –a sorbitos– George Clooney. Algo en lugar de otra cosa. Los grandes alardes técnicos –encomiables o no– toman el lugar de lo que dice estar diciendo. Viene a relativizar la realidad política para convertirla en un videojuego. No va más allá, no puede ir más allá. Émulo y comparsa de Cameron, se da color de quién es el sometido y quién es el sometedor (y qué vende cada quién). Eso me explica también, de algún modo, el éxito de una producción animada gringa en el país al que caricaturiza exotizándolo.
Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz
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