Game of Thrones

Game of Thrones

Por | 24 de mayo de 2019

El fuego, la luz del fuego, hace visible lo que acecha entre las sombras, lo que parece acechar entre las sombras. Pero la lumbre también oculta en la medida en que su llama es un fin en sí misma. Es luminosa como las pantallas donde hemos visto, hemos discutido y nos hemos cegado por Game of Thrones. Arde y perderá fulgor como todo lo que brilla. Y lejos del fuego hace frío y está la penumbra absoluta. La serie intentó moverse entre el fuego y la oscuridad, quizá moverse entre los dos mundos pueda ayudar a pensarla lejos de lo demasiado que se ha dicho.

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Empecemos por lo obvio. Game of Thrones (2011-19) se traicionó. Pareció ser el punto más alto de la novela en imágenes en movimiento, pareció que redefiniría cómo se filmaba el medievo, o una especie de tragedia total donde la épica cristiana que ha iluminado al cine era imposible porque los héroes nobles no tenían lugar en un espacio para el cálculo, y de repente se convirtió en una épica que al principio generaba una emoción ambigua y tenía algo homérico en la escritura colectiva, pero al mismo tiempo era una decepción porque renunció a su regla principal: sorprender a sus espectadores decepcionándolos. Apareció un héroe que le gustaba a la gente y los showrunners David Benioff (Nueva York, 1970) y D. B. Weiss (Chicago, 1971) no supieron renunciar a él. Queda claro que esto se debe en muy grande medida a que su fuente de inspiración, la saga Canción de hielo y fuego (1993 a la fecha) no correspondía a los tiempos del espectáculo. George R. R. Martin (Bayonne, Nueva Jersey, 1948), el escritor, renunció a apurar su creación y los showrunners se quedaron con los pobres recursos de la guerra y los trucos de guionsta. Esto ya se ha dicho de sobra, aquí y en todos lados.[1]

Y si Benioff y Weiss batallaron tanto para complacernos con sus batallas es porque, apoyados en Martin, lograron crear un nuevo tipo de espectáculo emocionante y subrepticiamente ilustrada, como suele pasar en lo mejor de la literatura pop. Entre la primera y la quinta temporadas (2011-15) las horas de cavilación y lectura de Martin sostienen lo que brilla entre las imágenes. En cambio, desde mediados de la quinta temporada y hasta el final (2015-19) hay dos problemas. El primero es que ni Benioff ni Weiss son intelectuales y por ello el proyecto se les escapó de las manos. Pero aún más grave, después de desenmarcarse del atolladero en que se encuentra la industria de las imágenes en movimiento estadounidense se sumergieron en él.

Desde Los Soprano (David Chase, 1999-2007) las series se han visto como una ampliación del cine, como si las series fueran novelas y las películas cuentos. La idea tiene sentido porque tanto la materia como las técnicas para su creación son las mismas. Pero hay diferencias en su dimensión problemática. La industria tradicionalmente cinematográfica, la de los largometrajes de ficción que se exhiben en salas, está atrapada entre los “universos” que sustituyeron al star system y entre compañías que han optado por producir películas que siguen una receta y que puedan ser comprendidas por un niño de siete años y no toman riesgos porque, como se dice en Estados Unidos, son demasiado grandes para fallar —traduje medio mal adrede, por cierto. En cambio, la industria de las series sigue atorada en dos vicios: los trucos de guion sin sustento, que invariablemente destruyen los argumentos, y los proyectos pensados para durar indefinidamente, mientras el negocio pueda exprimirse. Hay algo de las dos industrias que ha tenido efecto en el resultado final de Game of Thrones. Por un lado, el manual de cómo hacer una épica y por otro los giros de tuerca sin más fundamento que la sorpresa. Eso sin contar que la serie es una más entre las miles de adaptaciones que parecen estar primando sobre los contenidos originales. (Los guionistas podrían estar más habituados a adaptar que a crear.)

En Estados Unidos hay una pasión por la estandarización que tiene en jaque todo, desde el modo en que se hacen hamburguesas hasta los textos con los que se supone que los académicos y los “autores” –porque allá ya no hay escritores– exponen sus ideas “originales”. Hacer algo tal como se espera es considerado de alta calidad y, sin el sustento de Martin, Benioff y Weiss recurrieron a su matriz mental. Pero aún así algo aprendieron de Martin: hay sinsentidos, berrinches, azares, absurdos que definen las historias más allá de la causalidad. Si no llegaron más lejos es porque el proyecto era más grande que sus posibilidades creativas, que no técnicas. Y no lo digo como algo reprobable: George R. R. Martin es excepcionalmente brillante y atreverse a seguir su camino es imposible (no se puede pensar como alguien más). Fue un acto kamikaze, y por lo tanto un acto de valor (suicida).

Quizá lo más grave de las discusiones que se tuvieron alrededor de la última temporada es que a diferencia de HBO, que arriesga y deja que los proyectos puedan reventar, los espectadores, tan acostumbrados a que nos den gusto, ya no sabemos decepcionarnos y enfrentarnos a obras imperfectas como lo son gran parte de las obras más importantes de la historia. Hay otra manera de decirlo: nos hemos infantilizado junto con las imágenes en movimiento y las discusiones en redes y Game of Thrones, incluso en sus fallos, nos obliga a situarnos en otra parte. Su pathos es y fue romper, bien y mal, nuestras expectativas, llevarnos a sitios que no queríamos. Volvamos ahí y atrevámonos a verla en toda su excepcionalidad y en toda su imperfección.

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Game of Thrones trata del Imperio, del Imperio entendido como un territorio central con influencia, relaciones y extensiones en territorios exteriores, del Imperio como un acuerdo entre grupos de poder y como un poder que se impone y es rechazado.

Su configuración interna, en este caso, está marcada en un inicio por las casas gobernantes de los reinos que conforman el Imperio (Baratheon, Stark, Lannister, Martell, Tyrell, Greyjoy, Arryn y Tully) hasta que, como afirma Zeynep Tufekci, en un paso de lo sociológico a lo psicológico, todo se redujo a tres grupos –los que fuera de la pantalla estaban más cerca del star-system–: los hermanos Lannister, los pocos hermanos Stark que quedan y Daenerys Targaryen.

Daenerys, en este contexto es la representante de un statu quo anterior al statu quo establecido por las casas al inicio, un orden ante el que se rebelaron todos los demás, por ello al final pueden llegar a un acuerdo tan tibio como gatopardista: elegir a alguien para que el orden que ellos mismos establecieron se mantenga –o casi, porque el Norte se separa de los ahora Seis Reinos sin que pase gran cosa. De nuevo el statu quo se mantiene, incluso con cambios menores: un sistema siempre puede reorganizarse: ninguna de sus piezas es irremplazable.

Daenerys, en cambio, piensa que un sistema es un orden fijo, establecido por ella y por eso nunca es aceptada, excepto para combatir a los caminantes blancos –que en los libros también se llaman, muy atinadamente, los Otros. Representante más que del Imperio, del imperialismo, no puede concebir más que su propio esquema mental y no sabe establecerlo sino con sus ejércitos y sus dragones.

Cuando los Targaryen llegaron a Westeros unificaron casi todo el continente con sus dragones e instauraron un reinado que por muchos años no importó si era justo o injusto porque era fuerte y estable, hasta que uno de ellos Aerys II, envilecido por el poder –loco en términos de la propia serie–, rompió el statu quo con lo que hubo una rebelión y un nuevo orden. Aunque consciente de los delitos de su padre, Daenerys, sin poder concebir que en el Imperio lo que menos importa es quién rige sino quién mantiene los hilos del poder real –el gobierno pesa menos que el establishment–, se piensa heredera legítima (rightful).

Rightful tiene un significado doble muy visible en el personaje de Daenerys, justo y legítimo, al menos en su cabeza: como ella es la legítima heredera será necesariamente justa. En el último episodio Tyrion Lannister resume el recorrido personal que define la autopercepción de la conquistadora:

Cuando mató a los esclavistas de Astapor, seguro sólo los esclavistas se quejaron. A fin de cuentas, eran malos. ¿Quién podía discutirle cuando crucificó cientos de nobles de Meereen? Eran malos. Que quemó a los khals dothraki. Ellos hubieran sido peores con ella. Adonde vaya los malvados mueren y se lo aplaudimos. Y ella se vuelve más poderosa y segura de que es buena y hace lo correcto. Cree que su destino es construir un mundo mejor para todos.

El problema es que el recorrido de Daenerys no sucede en Westeros, sino en el continente vecino de Essos. Los esclavistas, los nobles y khals sobre los que Daenerys ejerció y forjó su poder eran otros, bárbaros aunque tuvieran ciudades suntuosas. Por eso a nadie le importaban.

En la mente imperial los bárbaros requieren ser civilizados, es decir, desparticularizados e incorporados a las formas del dominador. En la mente imperial los bárbaros no saben lo que quieren. Por eso no entiende que los esclavos libertos de Meereen la rechacen cuando mata a uno de ellos, encumbrado como consejero, ni la revuelta popular en el circo romano de la ciudad. Ella está segura de saber qué es lo mejor para liberarlos, para romper la rueda del mundo anterior.

Exactamente bajo esa misma lógica es que, ya en Westeros, actúa contra quienes se cruzan en su camino (los Tarly, los ejércitos Lannister, la gente de Kingslanding). Todas sus acciones son un acto de justicia, de liberación, anuncios de un nuevo orden, más justo. El shock de verla destruir la ciudad capital de los Siete Reinos deriva, en primer lugar, de la injusticia de atacar a quienes ya se rindieron. Para Daenerys no importa gobernar cenizas, lo que importa es que haya un orden único y uniforme, el suyo. Sólo que el shock resulta también extrafílmico: vemos las armas del Imperio utilizadas contra el Imperio mismo. ¿Qué pasaría si California se independizara y para meterla en el carril el gobierno de Trump soltara una bomba atómica? Los niños de Los Ángeles serían cenizas, igual que los de Kingslanding. El Imperio no puede pensar que sus propias armas se vuelquen en su contra. Están destinadas a los otros. Ver este reverso en ficción ha sido intolerable, independientemente de tres temporadas de guionismo desastroso.

El Imperio se sostiene en gran medida por ser invisible para quienes viven en él. Por eso Slavoj Žižek, que vive dentro de sus confines y se expresa en la lengua común, erró dramáticamente al considerar que Daenerys, acompañada de Gusano Gris, representaba el cambio radical. Con Daenerys (mujer) y Gusano Gris (negro o mulato) en el poder el cambio habría sido sólo cosmético: Condoleezza Rice pudo haber parecido, como Secretaria de Estado, algo nuevo en el contexto político de Estados Unidos, pero para todos los demás seguía siendo otra cara de la opresión, esa tiranía que siempre habla de llevar la libertad a todos los demás, de traernos una libertad que no necesariamente es la que buscamos, como Daenerys.

Un último punto extrafílmico. Cuando se les terminaron los recursos, Benioff y Weiss recurrieron a la épica, el género de la guerra de invasión por excelencia. Alain Badiou, quien también escribe desde el Imperio –en este caso desde su lado más blando y más invisible, el que establece el canon de la “alta cultura”– reconoce que el cine es «el último refugio de los héroes», héroes (solitarios) que saben distinguir el bien y el mal y que, «en un equilibrio delicado entre ley y venganza» pueden infligir un daño mayor que el que recibieron.[2] Ese daño mayor, todos los demás lo sabemos, se llama daño colateral y son esos niños calcinados de los que ya hablamos. El Imperio finge que se queda sin palabras para negociar y necesita la invasión. La invasión, que desde su lógica se llama liberación, generalmente se narra desde la épica. Cuando Benioff y Weiss se quedaron sin ideas (ajenas), sin qué decir, recurrieron a la épica (la Batalla de los Bastardos, las temporadas 7 y 8), es decir, al uso de la fuerza.

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El Imperio no existe aislado sino en una serie de correlaciones con Otros. Hay Otros reconocibles y que se pueden considerar iguales (Pentos, sobre todo por su banco); Otros que pueden ser tanto enemigos como aliados según las circunstancias (el Pueblo Libre); Otros que requieren ser guiados (los dothraki); Otros que urgen la liberación (los pueblos sometidos de la Bahía de los Esclavos); y Otros incomprensibles (los white walkers). La medida siempre es la fuerza o el poder del Imperio (sus soldados, sus dragones, sus bombarderos).

Durante su primer periodo Game of Thrones relató estas interrelaciones y poco a poco las fue reduciendo a algunos personajes simbólicos (Tormund, Gusano Gris, el Rey de la Noche). Como el banco de Pentos está relacionado con el establishment de Westeros, y tanto los Inmaculados como los dothraki con Daenerys, los dejaremos pasar.

Al norte de Westeros, hay un muro que divide la civilización de los “salvajes” [wildlings]. Los “salvajes”, naturalmente, no se refieren a sí mismos como tales, sino como un Pueblo Libre, que en realidad es una confederación de la cual en la serie son visibles tres grupos (humanos, gigantes y thenns). En gran medida, lo salvajes son considerados así por no aceptar las formas de los Siete Reinos, para quienes son una amenaza que merece una especie de patrulla fronteriza ocupada en mantenerlos a raya, la Guardia de la Noche.

La Guardia de la Noche cruza el muro constantemente y lucha con los Otros para mantener su supremacía, pero también, para que no crucen el muro. Para que no se asienten en el Imperio los Otros son convertidos en fieras, son narrados como fieras. Y como en todos los Imperios hay un agente capaz de entender lo que nadie quiere escuchar: que los otros a pesar de sus costumbres simplemente son distintos pero iguales. Este personaje es Jon Snow, quien en su momento incluso los deja cruzar al sur debido a que hay una amenaza mayor. El costo de acoger al Otro es que Jon, lord comandante de la Guardia de la Noche en ese punto, muere a manos de sus hombres (temporalmente).

A la larga los Otros son Otros mientras sea conveniente, porque ante la amenaza de un mal mayor, casi incomprensible, y ante la necesidad de una alianza el Otro puede convertirse en un igual. Como sea, cuando el orden se reestablece, el Otro deja de ser un prójimo y vuelve a su condición de extraño. Quizá por eso el establishment reinstauró a la Guardia de la Noche, si es que sí terminó de desaparecer, e independientemente de las pifias argumentales con que cierra todo el proceso. Quien está fuera del Imperio siempre es una potencial amenaza hasta que se asimile o desaparezca –en caso que la asimilación no sea aniquilación en un mundo donde mestizaje e hibridación, esas mezclas de aceptación, asimilación y resistencia, son prácticamente inconcebibles.

Nos queda el Otro incomprensible, el Otro no humano.

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Seguramente el final perfecto para Game of Thrones habría sido este:

Una imagen de apenas unos segundos seguida de negros, mientras los humanos están enfrascados en su guerra, en sus tronos y sus naipes. Tendría sentido porque, como dice Matthew Patrick, durante toda la serie hay quienes intentan alertar del peligro que se cierne, inminente, sobre los Siete Reinos y, o casi nadie lo cree, o casi todo mundo tiene algo mejor que hacer.

Benioff y Weiss, como todos sus personajes, tenían algo mejor que hacer que ocuparse de los white walkers. Podría deberse en parte a que son no-personajes, aunque son una especie de demonios, dioses o semidioses misteriosos, con una masa de zombis, el Ejército de los Muertos, a su servicio. Hay un peligro inconmensurable, inconcebible que hace detenerse al mundo de los hombres. Entonces, los ejércitos de los Siete Reinos y los ejércitos del Pueblo Libre se alían temporalmente. No importa mucho: todos los ejércitos son ejércitos de muertos.

Obviamente los hombres vencen. Y esta fantasía es la más inquietante. Estamos seguros de que todos los problemas se pueden resolver, de que se puede combatir y vencer lo que nos sobrepasa. Nuestra fuerza épica podrá con todo limpiando los océanos, cambiando nuestra alimentación, colonizando Marte. Hay un acto de negación en esta fantasía. Mientras estamos ocupadísimos en nuestras identidades, nuestras carreras, nuestros news feeds podría llegar, está a punto de llegar, lo Otro no-humano, ominoso.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine, la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Recientemente coeditó con César Albarrán Torres el dossier “Latin American Cinema Today: An Unsolved Paradox” de Senses of Cinema 89 (diciembre 2018). @eltalabel


Le debo la idea de que David Benioff y D. B. Weiss simplemente no podían igualarse a la mente de George R. R. Martin a Julieta Remedi, con quien he analizado la serie largamente. También el énfasis en que el shock del ataque de Daenerys a Kingslanding tiene que ver en primera instancia con que la ciudad se había rendido.

[1] Yo mismo lo había escrito en esta página web por primera vez en 2016 y refrendado en 2017. Para sólo remitir a algunos medios muy conocidos, aquí algunas referencias:

• Jorge Carrión, “La lección final de Juego de tronos”, The New York Times en español, Nueva York, 20 de mayo de 2019.
• Nick Cohen, “In the End, Game of Thrones needed better writers”, The Guardian, Londres, 19 de mayo de 2019.
• Nicolás Ruiz Barruecos, “¿Por qué nos molesta tanto el final de Game of Thrones?”, Nexos, México, 21 de mayo de 2019.

[2] Alain Badiou, “Le cinéma comme expérimentation philosophique”, en Cinéma, compilado por Antoine de Baecque, Nova éditions, París, 2010, pp. 338-339 y 354-355 (las citas están en las pp. 338 y 355). (Se puede consultar una traducción al español, “El cine como experimentación filosófica”, en Pensar el cine 1: Imagen, ética y filosofía, compilado por Gerardo Yoel, Manantial, Buenos Aires, pp. 23-81).