Entra al vacío
Por César Albarrán Torres | 1 de mayo de 2012
Entra al vacío (Enter the void, 2009) es un filme revolucionario. El proyecto que tomó al realizador Gaspar Noé (Buenos Aires, 1963) quince años terminar es una caída libre en la que, amarrado de una débil cuerda narrativa, el espectador es lanzado al abismo. Durante el descenso, observará una plétora de efectos especiales, tomas en primera persona, estrobos, la geografía inhóspita de Tokio y de los cuerpos desnudos de sus habitantes, orgasmos incandescentes, sangre y flashbacks dolorosos. Un pastiche psicodélico y psicotrópico, pues, con imaginería tan cruda como la mostrada por Noé en su muy criticada y alabada Irreversible (2002).
Entra al vacío narra la historia de dos hermanos, Oscar (Nathaniel Brown) y Linda (Paz de la Huerta, despampanante talento), unidos por una experiencia traumática y por un lazo sanguíneo que perdura incluso después de que la muerte los separa. Él es un traficante de poca monta y ella una bailarina exótica. Él es asesinado por la policía y ella experimenta su luto deambulando por las camas, sudores y recovecos de la vorágine urbana. Oscar, en una vuelta de tuerca metafísica, deambula también, pero como fantasma. Influenciado tanto por la visión subjetiva en La dama en el lago (Lady in the Lake, Robert Montgomery, 1947) como por el viaje interestelar en 2001: Odisea en el espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968), Noé establece una dinámica visual en que una cámara omnipresente —los ojos espectrales de Oscar— se mueve por Tokio como por una maqueta, deteniéndose tanto en los lugares en que los deudos lloran su pérdida, como en escenas aleatorias de la metrópoli (una secuencia logradísima nos lleva por las habitaciones de un motel de paso; hay gemidos, colegialas y anatomías contorsionadas). El sexo es abundante y variado, pero en el universo de Noé es sólo una pulsión vital más, como lo es el efecto de estrobo o el latido incesante de Tokio.
Digo que el filme es revolucionario, pero eso no lo hace, ni de cerca, un largometraje redondo: hay secuencias que se antojan más un capricho que un engrane bien lubricado en esta máquina narrativa. El filme se tornará tedioso tras los primeros 90 minutos hasta para el cinéfilo más curtido. La cámara omnipresente sobrevuela las arterias de Tokio de manera descontrolada, como en un videojuego tipo firstperson-shooter manipulado por un usuario inexperto.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 0, primavera 2012, p. 54) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
César Albarrán Torres fue editor de Cine PREMIERE antes de mudarse a Australia, donde estudia el doctorado en el Departamento de Culturas Digitales de la Universidad de Sydney.
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