Mudos testigos: Levemente real, levement

Mudos testigos: Levemente real, levemente espectral

Por | 8 de agosto de 2024

Ser testigo de un suceso implica una presencia y una distancia. Atestiguar es estar lo suficientemente allí para dejarse afectar y marcar por un acontecimiento, aunque requiere participar desde fuera para no someterse al peso insostenible de una vida tan presente, tan cargada de todo y tan vacía de pausa. Aunque está en un segundo plano, el testigo sostiene con su mirada, su escucha, su sensación y con su sensorialidad en general, la memoria, y con ella la posibilidad de acceder y dar vida a algo que sin más pudo haberse perdido o haber sido arrastrado por la vorágine del tiempo. El testigo se presta a salir de sí mismo para mutar y dar forma a lo que fue, porque requiere de nuevo ser atravesado.

En Mudos testigos (2023), película póstuma del reconocido director caleño Luis Ospina (Cali, 1949 – Bogotá, 2019) y primer trabajo de largometraje del crítico y productor Jerónimo Atehortúa (Medellín, 1982), se reúnen fragmentos de filmes (en su mayoría de la época silente colombiana), extractos de textos literarios, trozos de piezas sonoras, pequeñas animaciones y ambientación por medio de foley para dar vida a la historia de amor, pérdida y búsqueda entre el artista Efraín (Roberto Estrada Vergara) y la prometida de un rico empresario, Alicia (Mara Meva). Con una premisa melodramática de un romance imposible se despliega un tablero que en la relación de sus elementos articula una invocación. De pronto, frente a pantalla se manifiestan los espíritus de los primeros años del cine colombiano y con ellos se desborda, entre corte y corte y una serie de referencias, el contexto y proceso que envolvió la odisea, aún vigente, del desarrollo de un cine nacional.

La imagen de la llegada de un tren, a la cual se le nota la imperfección de los daños del celuloide, se comparte desde los primeros minutos de la película con un montaje de imágenes que expresan entusiasmo y algarabía, pero también violencia. El cine desde su entrada en el territorio colombiano estuvo condenado por las dificultades de la guerra[1] y la precariedad, pero hubo quienes, en un gesto propio de cinefilia, decidieron emprender la tarea de filmar y descubrir los primeros gestos del cinematógrafo. Así como el personaje de Efraín, que no está dispuesto a renunciar al deseo de estar con Alicia, a pesar de su suerte en contra, los pioneros del cine se empecinaron en medio de todo a seguir los pasos de un nuevo aparato que no garantizaba ningún destino cierto.

La naturalidad con la que Mudos testigos construye sus entramados y múltiples significados no surge de un tratamiento del material de archivo como parte de un tiempo pasado que requiere de un descubridor. Lo que hace el equipo de realización de la película es posicionarse como mediador de algo que siempre ha estado allí; posicionarse frente a una realidad con fuerza de existencia propia. Por ello utilizan sus herramientas para dar forma a la cinta desde las propias características del cine mudo y los primeros ejercicios fílmicos: uso de intertítulos, entintados monocromáticos o virados a sepia, transiciones de cierre y apertura en iris, utilización de banda sonora de la época, etc. Hasta la elección del melodrama como género para hilar la totalidad de la obra refiere a un diálogo desde los propios términos del material, pues éste fue el género con el que nació el primer largometraje producido en Colombia[2] y uno de los preferidos por el público y realizadores de esa misma etapa artística. Además, el contexto histórico que rodea la ficción en la cinta (el cual podemos atestiguar con la magnífica incorporación de los extractos de noticieros cinematográficos en la propia narrativa) no es otro sino los principios del siglo XX en Colombia. Entonces no se pretende desafiar al material, sino devolverle un cuerpo y un espacio conocido donde manifestarse. Más que un acto de innovación, somos partícipes de un proceso creativo de restauración de un momento que parecía estar perdido.

El proyecto fílmico, a pesar de renunciar a un impulso de originalidad, se siente absolutamente vigente; tal vez, en parte, por el triste hecho de que las imágenes de hace más de un siglo siguen resonando en sus problemáticas de desigualdad, explotación y violencia en nuestros propios tiempos. Sin embargo, y ante todo, el puente temporal que tiende la película, se debe a su dinamismo y diversidad que se dejan ver por medio de un montaje que juega con las formas y el estilo. La cinta mezcla géneros, acentúa emociones con el color, varía las fuentes de los textos que aparecen en pantalla y salta de ida y vuelta del documental a la ficción. Esta síntesis y diversidad se logran con la mirada testigo del presente de los editores y el equipo de investigación, pero una vez más no hay más que aquellos gestos que ya existían en las imágenes en movimiento de ese entonces; todos esos recursos ya formaban parte de los experimentos lúdicos de los inicios del cine. Por ejemplo, en Colombia se podría hablar de un falso documental desde el año 1915, cuando los hermanos Di Domenico quisieron reconstruir el asesinato del general Rafael Uribe Uribe contratando a los verdaderos asesinos y haciendo la puesta en escena del episodio. Por otro lado, la cercanía con la audiencia se construye desvistiendo de explicaciones algo que podría parecer necesitarlas. La película no genera el movimiento obvio de una voz en off o un prólogo informativo, simplemente deja que el espectador se acerque a la pieza como un largometraje más de la producción actual.

Por si fuera poca su magistralidad para, a manera de sinécdoque, desbordar la concreción de una historia y ampliarla al ámbito social y político que resuena en varias líneas temporales, la película suma otra capa estética a su desarrollo. La cinta, sin desarticularse, se amplía también hacia una disertación más íntima sobre la muerte, el cambio y los horizontes futuros por medio de metáforas visuales. Conforme avanza, el relato se repliega en el cambio de voz narrativa de una tercera persona a la voz de un diario íntimo en primera persona, a la vez que Efraín se adentra más y más en la selva sin estar seguro de llegar a ninguna parte. Esto se vive como un homenaje al fallecido Luis Ospina, al cine colombiano, a todxs aquellxs que se han lanzado a las aguas caudalosas y difícilmente transitables del cine y que a veces, sin saberlo, las atravesaron para que algo por venir retomara el curso y se iniciara una nueva esperanza. Además, constantemente la cinta nos enfrenta al riesgo de la pérdida y el fin del cine; en el fuego que pretende destruir a los amantes y en los diferentes momentos que la vida de Efraín pende de un hilo por los obstáculos que se le atraviesan en el sueño que busca construir junto a Alicia. Efraín no muere y con él no muere el cine, a pesar de la evidente destrucción, pues aún en el silencio y la soledad sigue buscando y al final halla eso que ignora como suyo, que es su mundo: el vuelo de las aves, la realidad de la selva, la vida de los otros.  El destino parece quedar lejano, pero el viaje ha dejado testigos a su paso y resurge en una nueva inquietud en el cine sonoro.

Con Mudos testigos nos volvemos partícipes de un fenómeno cinematográfico, político y personal que nunca más quedará desatestiguado, pues una vez vista la obra llega a nuevo puerto y se integra al imaginario que le posibilita existir en el entrecruce de la vida, solamente a la expectativa de una renovada correspondencia.


Karime Alexandre Rajme estudió Filosofía en la UNAM y cursó el diplomado en producción audiovisual con perspectiva de género del Laboratorio de Medios y Tecnologías del Rule. Actualmente imparte clases de guión cinematográfico, análisis visual y narrativa creativa en la escuela Escena.


[1]  Antes de que el cine se viera afectado de forma global por el impacto de la Primera Guerra Mundial, en Colombia, apenas iniciado el entusiasmo cinematográfico, las exhibiciones se pausaron a causa de la Guerra de los Mil Días, que comenzó en 1899. Le siguió a este conflicto también la pérdida del territorio de Panamá a manos de los estadounidenses en 1903.

[2] Se considera a María (Máximo Calvo y Alfredo del Diestro, 1922), la adaptación de la novela homónima de Jorge Isaacs, como el largometraje que inaugura la época del cine silente colombiano. En la película, al igual que en la novela, se narra una historia trágica de amor entre el joven Efraín y su amada María.


Referencias

• El’Gazi, Leila, Cien años de la llegada del cine a Colombia: Abril 13 de 1897, Credencial Historia 88, Bogotá, abril 1997.
• Luzardo, Julio (dirección y montaje), “Capítulo 1: Los pioneros (1897-1922)”, Historia del cine colombiano, Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, Bogotá, 2004.
• Moreno Gómez, Jorge Alberto, Jorge Isaacs y su obra en el audiovisual, boletín 109 de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, Bogotá, sin fecha.