Recomponer presagios remotos: A un siglo

Recomponer presagios remotos: A un siglo de El automóvil gris

Por | 11 de diciembre de 2019

Sección: Ensayo

Temas:

Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo,
en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera
con piadoso cuidado la página de los mayores
.

El jardín de los senderos que se bifurcan, Jorge Luis Borges

 

Imágenes restauradas, reconstruidas, reinterpretadas, recreadas. Revelación de un relato sorprendentemente contemporáneo, premonición –sepultada por casi un siglo– de un cine mexicano total en el que la sucesión de imágenes no analiza ni explica, sino que recompone la realidad, parafraseando una de las notas de Robert Bresson.

El automóvil gris (1919) es la obra postrera del pionero Enrique Rosas y también es una de esas películas de frontera en la que –a la distancia– todo parece encaminado a trazar nuevos caminos. El exhaustivo trabajo que desde 2015 realizó el Laboratorio de Restauración Digital Elena Sánchez Valenzuela de la Cineteca Nacional ha permitido casi conocer la versión original de la película de ficción más importante filmada en México en tiempos del cine mudo. Si bien la duración de la película se ha extendido hasta las tres horas con cuarenta minutos, todavía queda lejos de su metraje original, que al parecer rondaba entre las cinco y las seis horas. La difusión de esta versión restaurada ha coincidido con el inminente centenario de la obra, que se estrenó los días 11, 12 y 13 de diciembre de 1919.[1]

A pesar de todo, la película se deja ver hoy como la síntesis más acabada de un cine que reivindica su vínculo con la realidad inmediata al mismo tiempo que presagia los años de gloria de sus ficciones y, con mayor osadía, sugiere una mirada reflexiva que será una rareza en el cine nacional durante prácticamente todo el siglo pasado. El automóvil gris transita con determinación por la agreste frontera entre ficción y documental; entre el melodrama rotundo y la aventura subversiva; entre la teatralidad primitiva y el fulgor del montaje y la cámara en movimiento; entre el decorado estrecho y la inmensa ciudad representándose a sí misma, cual si fuera lamento neorrealista.

 

La inasible realidad

1915 es recordado como el “año del hambre” en la ciudad de México. Envuelta en las disputas entre las fuerzas del constitucionalismo de Carranza y los ejércitos populares de Villa y Zapata, la capital del país fue sucesivamente ocupada por uno y otro bando, creando en medio una mezcla de miedo, anarquía, desabasto, acaparamiento y carestía. A pesar de la ley marcial impuesta por los zapatistas, el hambre y el caos favorecieron todo tipo de abusos. El 9 de abril de 1915 se conoció el primero de los asaltos realizados por «un grupo de malhechores que se decían agentes de la policía que iban a efectuar un cateo»,[2] una novedad que pronto se extendió y se convirtió en moda: civiles vestidos de militar (de la facción que en ese momento dominara la ciudad) dedicados a robar, algunos usando órdenes firmadas por oficiales de alto rango.

Cuando los carrancistas regresaron a gobernar la ciudad de México, en agosto de 1915, los asaltos continuaron y se sumaron a los excesos y abusos de la élite militar constitucionalista, encabezada en la ciudad por el general Pablo González. La prensa comenzó a hablar de una “banda del automóvil gris” a la que los rumores populares comenzaron a atribuir todos los robos cometidos con el mismo móvil; el nombre igualmente aludía a una “vista de arte” de tema policial de la francesa Pathé, que se exhibió en 1912.[3] Si bien en diciembre de 1915 se anunció que el caso se había resuelto con la captura de más de 20 personas y el fusilamiento de una decena, la calle mantuvo por años vivo el rumor de que detrás de los ladrones capturados siempre hubo un poderoso e impune autor intelectual: Pablo González.

En 1919, cuando González buscaba ser candidato a la presidencia y suceder al Primer Jefe, planeó una estrategia para mejorar su imagen y sacudirse los viejos rumores relacionados con los asaltos del auto gris. El cine le resultó una buena opción propagandística por su cercanía con el medio y con el ya experimentado cineasta Enrique Rosas: en 1917 participó indirectamente en la creación de Azteca Films (al financiar a su amante Mimí Derba para asociarse con Rosas), la primera empresa fílmica con vocación industrial; la firma produjo en sus propios estudios cinco largometrajes y un documental antes de quebrar.

Rosas había seguido el caso del auto gris desde 1915 cuando filmó los fusilamientos de diciembre como parte de otro trabajo de propaganda para el mismo González. El financiamiento del militar le permitió planear un proyecto enorme, que conjuntara el muy de moda cine de argumento, que ya dominaba las carteleras mexicanas, con todo el supuesto rigor del “cine-verdad”, que había alcanzado un alto grado de sofisticación en la cobertura que los cinefotógrafos mexicanos habían hecho de los sucesos revolucionarios en los años previos. El formato serial también era una concesión a la moda impuesta por los franceses primero (Fantômas, de 1913 y Les vampires, de 1915, de Louis Feuillade) y perfeccionada por los estadounidenses (Los misterios de Nueva York [The Exploits of Elaine], 1914, de Louis J. Gasnier y George B. Seitz).

 

Un cine de senderos que se bifurcan

La obra de Enrique Rosas es visionaria por la manera en que tensa las pretensiones veristas del cine mexicano de su tiempo. A lo largo de la década de los diez, prácticamente todos los programas de exhibición cinematográfica en México incluían vistas de los sucesos revolucionarios, en la que los espectadores se informaban de las novedades en los frentes de batalla y también conocían a los caudillos en pugna; por supuesto, la mayoría de estas vistas se filmaban con intención propagandística, oculta detrás de la vieja idea de que la cámara solamente reproduce la realidad y, por tanto, todo lo mostrado es verdadero. Esta ilusión del “cine-verdad” se desvaneció –o se sublimó– con la novedad de las ficciones que pronto pasaron del truco y el gag cómico a la representación dramática. La teatralidad italiana conquistó al público mexicano y las divas como Lyda Borelli, Pina Menicheli o Francesca Bertini inspiraron aventuras, como la de la talentosa tiple Mimí Derba, para desarrollar un cine mexicano que fusionara nacionalismo y pretensiones cosmopolitas.

El intertítulo con que inicia El automóvil gris aclara que la historia contada es «rigurosamente auténtica», en un intento por establecer una verdad incontrovertible respecto de los asaltos que todavía ocupaban la discusión pública en 1919; los afanes de veracidad motivaron la inclusión del detective de la policía Juan Manuel Cabrera, investigador a cargo de la detención de diciembre de 1915,  interpretándose a sí mismo, y la filmación en algunas de las casas donde se realizaron los célebres robos. El ánimo verista también impulsó a filmar en exteriores, con tomas abiertas que dejan ver las calles y los barrios de la ciudad, tanto las zonas residenciales como los arrabales, en una precisa construcción del espacio narrativo. El escenario de la historia se percibe tan inmenso como la ciudad, como se sintetiza en la magnífica secuencia en la que los bandidos huyen con un rehén de una casa recién asaltada: la cámara se emplaza sobre los rieles del ferrocarril y sigue en travelling la carrera del auto con gran precisión en el encuadre, un plano general que incluye un reencuadre para destacar los golpes al secuestrado.

El juego con el espacio también permite crear una atmósfera de aventuras. La ciudad es fragmentaria y ruinosa, tras los muros de una mansión están los maizales que cubren la huida, cada puerta esconde una sucesión de patios, pasillos y callejones con muros bajos detrás de los cuales hay enormes baldíos; bardas derruidas, banquetas levantadas, restos de barricadas, alambradas que cercan bordos… todos son espacios propicios para el robo, para el intercambio de balas y para la persecución y el escondite. Los pérfidos bandidos en permanente fuga son remedos de ese Fantomas, amo del disfraz y de la simpatía de las audiencias. La temporalidad no es menos compleja, pues incluye algunos recursos novedosos, si bien la historia es contada con linealidad rigurosa. Rosas se permite iniciar su relato con un flashback a dos voces para contar los primeros robos. Más adelante hay un curioso juego visual para mostrar una llamada telefónica: don Vicente, una de las víctimas, convertido en detective, habla con el policía Cabrera en pantalla dividida en tres: en medio de los dos personajes, una calle da idea de la separación espacial y de la simultaneidad temporal.

Rosas demuestra no sólo dominio de la técnica sino un estilo incluso perfeccionista. Los encuadres están rigurosamente cuidados, los personajes se acomodan con naturalidad en complicadas composiciones plásticas, como en la secuencia inicial de la planeación de los robos, con el conjunto en plano americano en torno a una mesa, algunos sentados, otros de pie, todos perfectamente delineados para la cámara. El uso del plano americano y su combinación con planos generales y primeros planos da cuenta de la familiaridad de Rosas con el lenguaje cinematográfico recién propuesto por el cine norteamericano. Otra secuencia de notable simetría da cuenta de hallazgos insospechados: los bandidos escapan a través de un muro de ladrillo que ocupa casi toda la pantalla, en la parte superior del encuadre aparecen los personajes que descienden a un terreno del que sólo se ve una milpa agitada por el viento; una textura que remite a la rigidez de lo infranqueable contrasta con la soltura de la vegetación –apenas visible– mecida por el viento, en una alusión al espíritu subversivo de los bandidos.

La estructura original de la cinta resulta incierta al ojo contemporáneo, pero hay rastros que hacen pensar en una cuidada sucesión de clímax episódicos y de una narración que avanza por dos atmósferas contrapuestas y entrelazadas: la subversiva de los asaltos, las simulaciones y las huidas tributarias del cine de Estados Unidos, y el relato justiciero y punitivo, sometido a las reglas de la teatralidad lacrimógena a la italiana. En el gozoso ámbito de las simulaciones y apariencias se incluye la reveladora puerilidad del truco del bandido Granada para falsear a un jefe poderoso: un maniquí apenas visible detrás del cristal de un despacho (artificio melodramático creado ex profeso para cumplir el objetivo central de la película: exonerar a Pablo González del sambenito de líder de la banda).

En el otro extremo, además de las figuras de Cabrera y del justiciero don Vicente, víctima de los bandidos y luego protagonista de la captura de casi todos, sobresalen los dos personajes femeninos centrales, en la medida en que representan los dos pilares del todavía lejano melodrama fílmico mexicano: la frágil Ernestina es raptada y violada por Oviedo, por tanto, se merece ser rescatada a pesar de colaborar con los bandidos; mientras tanto, la aguerrida prostituta Carmen es seducida por Chao con un regalo, un rosario de pedrería, y llega al grado de forcejear con la policía para tratar de evitar la detención de su amante, inútilmente, pues ambos terminan en prisión. Ambas mujeres simbolizan la «extraña dualidad del bien y del mal», como describe uno de los intertítulos (profusos hasta el exceso, por cierto, rémora de la verbosidad literaria decimonónica e indicio de la titubeante confianza en la capacidad de la imagen para guiar el relato).

En otra premonición, otro camino imaginado para el futuro cine nacional, uno de los episodios finales describe el trayecto de los policías hacia Ápam, siguiendo la pista del bandido Quintero; la película se detiene en la contemplación bucólica: una larga pelea de gallos, una conversación en un tianguis entre puestos de alfarería, una cantina con parroquianos de sombrero charro. Finalmente, la detención de Quintero se da en el rancho de su padre quien, avergonzado al serle revelada la falta del hijo, lo entrega después de abrazarlo. La bella y generosa provincia –segundo plano de una milpa particularmente frondosa– dolida por la traición de sus retoños.

La vigencia de El automóvil gris radica en su deliberada ambigüedad. A pesar de las mutilaciones, reediciones y la inevitable lectura contemporánea, puede distinguirse una fidelidad originaria a la idea de “cine-verdad”, una pretensión que la dota –involuntariamente– de una mirada distanciada que hace inútiles los afanes moralizantes de los intertítulos. Los personajes se rebelan al destino y se muestran gallardos ante su desgracia, como ese plano final de Oviedo (quien antes ya ha escenificado una fuga espectacular) fumando en una celda oscura, apenas iluminado su rostro por la luz de una diminuta ventana. De igual modo, la violencia es mostrada con la naturalidad de una época particularmente violenta. Además de la inserción del fragmento documental del fusilamiento, destaca esa persecución y asesinato de un niño testigo del primer robo: el plano muestra al bandido disparando por la espalda al pequeño que cae en su intento de huir; la muerte como horror cotidiano es otro puente, en este caso con nuestro cine contemporáneo.

A un siglo de su creación, nos enfrentamos a una película provocadora y compleja, que explora intuitivamente las capacidades creativas del cinematógrafo en un diálogo particularmente rico con su realidad. Resonancias de un cine vital que trazaría los varios porvenires de un jardín, el del cine mexicano, de senderos múltiples y entreverados.


Fernando Mino, historiador especializado en cine mexicano, es autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando


[1] No se conoce la duración original de la película, lo que sí se sabe es que se concibió como un serial de 12 episodios, pensados para exhibirse en tres jornadas. De acuerdo al Índice general del cine mexicano, de Moisés Viñas (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2005, p. 54) en la primera jornada se exhibían los episodios: “El rapto”, “Cara a cara”, “El exfoliador” y “La esquela de defunción”; en la segunda: “La estratagema”, “Sálvese el que pueda”, “Un papel insignificante” y “El hombre de la cicatriz”; finalmente, en la tercera jornada el programa estaba formado por: “En la chapa del alma”, “José, Francisco y Bernardo”, “Un patíbulo” y “Un misterio”. La descripción detallada del proceso de restauración puede consultarse en César de la Rosa Anaya y Sophie Poiré, “Una evocación de El automóvil gris: La restauración digital del clásico del cine silente mexicano”, en Intervención, número 18, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, julio-diciembre de 2018, pp. 21-32.
[2] El Monitor, 10 de abril de 1915. El relato de las tropelías atribuidas a la banda del automóvil gris es descrito con mucho detalle por Aurelio de los Reyes en Cine y sociedad en México, 1896-1930: Vivir de sueños, volumen I, (UNAM/Cineteca Nacional, México, 1981), pp. 175-191.
[3] De los Reyes, p. 188.