Tres promesas: Memoria de un destierro

Tres promesas: Memoria de un destierro

Por | 28 de mayo de 2024

En medio del aguacero de bombas que cae sobre el vecindario, una madre se refugia en un baño junto a sus dos hijos, cavilando la manera de protegerlos. La tina ofrece el mejor refugio posible para los tres, pero ¿cómo acomodarse? Mamá decide que el pequeño irá al fondo, pues requiere más protección; al centro, la niña mayor y ella encima, cobijándolos con su cuerpo. En esa oscuridad, bajo el terror de explosiones cada vez más cercanas y sufriendo el reconcomio de priorizar entre las vidas de sus hijos, se ve orillada a negociar con Dios un salvoconducto para su familia: «Señor, si salimos vivos de este ataque, prometo tomar a mis hijos y marcharme del país». Esa es la promesa que hace Suha y, también, una de las que dan nombre a Tres promesas (Three Promises, 2023), de Yousef Srouji.

Con el trasfondo de la nueva campaña de violencia que ha emprendido la ocupación israelí en contra de la población civil de Gaza y Cisjordania, la gira de documentales Ambulante 2024 decidió posicionarse con la proyección del debut del director palestino. Una decisión por demás elocuente, pues esta pieza de no ficción resulta suficiente para derruir el argumento de que el conflicto comenzó con los ataques de Hamás del 7 de octubre.

El filme se construye a partir de las filmaciones caseras que realizó Suha, la madre del director, en Beit Jala, Cisjordania, en los años que constituyeron la venganza de Israel contra la población palestina en respuesta al levantamiento de la Segunda Intifada, durante la primera década del milenio.

Srouji desconocía el archivo familiar de esa época que recordaba como territorio nebuloso y fragmentario. En sus veintes comenzó a preguntarse cómo sucedieron las cosas en ese tiempo definitorio de su vida y no tardó en enterarse de la existencia de los videos de sus últimos años en Palestina.

El descubrimiento fue mayúsculo porque concretó el paisaje de su infancia, indudablemente intenso y lacerante. Lo llevó además a conversar con su familia acerca de ese tiempo. Srouji, ya volcado en la elaboración de esta película, encontró el complemento narrativo en las conversaciones que sostuvo con su madre, quien presta su voz para narrar lo que sucedía en su interior mientras documentaba el trance de su familia por la guerra. Allí, inesperadamente, encontramos las promesas que Suha hace cuando las bombas la obligan a recurrir a Dios como último recurso para salvar a los suyos.

Tres promesas, ilustraciones cortesía de Vika Álvarez (@museodesam) y Ambulante.

Arrancados del paraíso

La luz tibia del árbol de navidad perfila el rostro de papá, su barba falsa y el traje de Santa Claus que se puso para repartir regalos a los sobrinos. Un poco más allá, mamá canta villancicos al lado de las tías. Están todos juntos en la casa de la familia. Son las horas previas a la cena navideña. Los colores saturados de la cinta de video y el bamboleo de la cámara en mano agregan una pátina de sentimentalismo a las imágenes que nos remite a las memorias de nuestro propio pasado. En esa dosis de intimidad es donde vive la fuente de poder de este documental.

«Todo se activa cuando se acumulan las contradicciones», dice Gaston Bachelard en su Poética del espacio (1958). Por eso en Tres promesas el hogar es más hogar en tanto que allá afuera se acerca el horror. Los lazos familiares y el valor de la casa se acentúan bajo la tensión de la guerra. Para el o la espectadora de la película puede resultar fácil pensar que hubiera tomado la alternativa de marcharse mucho antes para cuidar a sus hijos. Pero Suha confiesa que la huida no sólo significaba ponerse a salvo, sino verse desarraigada del lugar que más amaba, dejar la ciudad antigua de Beit Jala, una urbe casi mítica que precede a la conquista musulmana, que se presentaba al amanecer afuera de su ventana junto con el aroma de las higueras y las voces de sus vecinos.

¿Pero qué refugio puede ofrecer una casa contra la fiera de la tecnología bélica más avanzada? ¿Cómo oponerse a una bestia que ruge con las turbinas de los jets, con el tableteo de las ametralladoras y cuyos pasos se escuchan en las explosiones de bombas de 500 kilos que se acercan por las colinas de Belén?

La guerra representa para las víctimas una vuelta al momento de la humanidad cuando todavía éramos una presa sin fuerzas suficientes para darle combate a los depredadores. En la reacción ante esa indefensión se cifra el papel del ser humano en la Tierra como tope de la cadena alimenticia.

Srouji cuenta que su madre le ocultó las cintas durante mucho tiempo quizás porque sentía una mezcla de culpa y vergüenza por haberse quedado tanto tiempo con sus hijos en un país en guerra. En las filmaciones, con la cámara en la mano, Suha se niega a resguardarse en el sótano y permite que se intensifique la ansiedad de Dima, su hija mayor, para seguir grabando. «Mamá, vamos al sótano, por favor», grita Dima, llorando. Mamá responde que las explosiones y los tiroteos aún son lejanos, que se encuentran a salvo, pero es indudable que se escuchan cada vez más cerca.

Para Suha, tomar la cámara constituyó un acto combativo. Harta sin duda de la censura en la Cisjordania ocupada, hace notar que ningún medio transmitía una cobertura de lo que estaba sucediendo en su localidad, nada menos que la destrucción de las edificaciones de 800 años de antigüedad y el exterminio de sus habitantes originales. Casi 20 años después, sus filmaciones siguen rompiendo el cerco y logran su cometido de denunciar la violencia desmedida del régimen israelí y el silencio cómplice de los medios masivos.

Si la humanidad dejó de ser la presa, el animal comido, es gracias a personas arrojadas como Suha que decidieron enfrentarse al depredador negándose a ser la cena de otro animal así como así. Hoy sus grabaciones representan otro testimonio en nombre del pueblo palestino que se niega a desaparecer.

Ante la pregunta de Revista Icónica, la editora del filme, la iraní Mahdokht Mahmoudabadi, reconoce que esa es una experiencia compartida con casi cualquier persona originaria de Medio Oriente que se halla exiliada. El hogar perdido se vuelve un dolor que se hereda. Y la casa, el inmueble, desnuda ya de su carácter de refugio material muestra sus cualidades de refugio para el espíritu.

Por eso muchos sobrevivientes de la Nakba, o la catástrofe, como se le conoce al inicio de la ocupación israelí en 1948, guardan aún las llaves de las casas de las que fueron despojados. Aparte de evidencias de la propiedad original de los inmuebles, son una fuente de sumud, la firmeza del pueblo palestino en su resistencia a desaparecer.

Así, ante el despojo y el trato nefario como las principales técnicas de guerra que utiliza el proyecto sionista, es previsible que el sentido del hogar nacional palestino se acreciente, se encienda de manera proporcional a los intentos de desplazamiento forzado. Sirve como prueba el movimiento global por Palestina que hoy echa semillas en cada rincón del mundo. Los movimientos estudiantiles se multiplican al ritmo en que los departamentos de policía de Occidente se apresuran a demoler los campamentos erigidos en los campus universitarios en demanda del cese al fuego en Gaza.

Además del indudable contenido político, acentuado por el contexto de la agresión israelí de los últimos meses (y 76 años), las verdaderas temáticas de Tres promesas son la familia y el hogar.  Es interesante, por ejemplo, el papel que toma cada miembro de la familia en estos trances que le dan un volantazo a la vida. Desde la obstinación rebelde de Suha, el terror de Dima y la misteriosa parsimonia del padre hasta el momento en el que el pequeño Yousef deja de ser un niño (con una mirada que comunica algo parecido a los soldados que han visto demasiado, que se sabe abandonado a su suerte en este páramo de la existencia), Tres promesas atestigua la mecánica del núcleo básico de la sociedad ante una expulsión real del paraíso. Ese paraíso al que frecuentemente tornamos la mirada, no sólo con nostalgia pero con la convicción de que volviendo a esos tiempos y a esos lugares, es posible hallar la semilla de la felicidad o, por el contrario, de nuestra desazón.

La memoria cinematográfica de Yousef Srouji demuestra que cuando esa guarida primordial del hogar parece perdida aún quedan mecanismos de defensa más o menos rudimentarios: la huida, el testimonio y el pacto con la divinidad.


Arturo Sandoval Portillo, fotógrafo y escritor, actualmente se dedica a la producción editorial. Formó parte del taller de fotografía de Lázaro Blanco y es miembro fundador de la Escuela Mexicana de Escritores.