Lo que nos deja Bardo

Lo que nos deja Bardo

Por | 10 de noviembre de 2022

Es complicado enfrentarse a lo que uno ve en pantalla con completa objetividad y sin prejuicio alguno, en especial cuando se trata de una película tan esperada como Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro González Iñárritu. Desde las primeras aproximaciones que se puede tener a ésta gracias a entrevistas y reportajes uno se da cuenta de que está por mirar la película más personal del cineasta, el cual además de decir lo anterior, también menciona que más que una historia lineal es un conjunto de treinta y dos secuencias finamente ligadas que no deben pensarse sino sentirse. La película parece ir en contra de lo dicho ya que las secuencias se entrelazan en una narrativa convencional adornada por ejercicios oníricos, y algunos hasta metanarrativos, que hacen alusión a la misma película.

La historia es la de Silverio Gama, un periodista/documentalista mexicano que hace ya más de 20 años radica en Estados Unidos, el cual recibirá un premio por su larga trayectoria. A partir de ahí y a la vez años antes, con la pérdida de su hijo unas horas después de nacer, comienza la travesía del protagonista a través de lo que parece son recuerdos, partes de un documental que él hizo, premoniciones o alucinaciones. La situación que me parece más compleja no es si Bardo (2022) es buena o no, sino algunas de las preguntas que me surgen a raíz de la película, pero no gracias a ésta.

¿El autor puede sostener a la película? El personaje interpretado por Daniel Jiménez Cacho resulta ser un reflejo del propio director. Dejando de lado el peinado y los lentes oscuros cuadrados, manifiesta inseguridades, dudas y problemas que podrían hacer que el espectador empatice no sólo con el protagonista sino con el autor de la misma. Sin embargo, esto rara vez pasa, en especial cuando al que se mira es al director y no a un personaje que tendría que cobrar vida en pantalla. No deja de ser un personaje complejo pero al tener el recordatorio de que es justo eso, un personaje, uno mira el artefacto constantemente impidiendo que se logre adentrar ya no sólo en la historia sino en las imágenes y sonidos. Pareciera que todo el conocimiento de lo extracinematográfico concerniente a la película funcionara más como un escudo o barrera que como una lanza que permitiera introducir una emoción en el espectador. A lo largo de la película los momentos más amenos son donde el personaje no reflexiona sobre su pasado (o el pasado de Iñárritu [ciudad de México, 1963]) sino que sólo está, cuando comparte momentos íntimos con los miembros de su familia, con los cuales por cierto uno siente siempre más afinidad.

¿Cómo se representa a México y a los mexicanos? El problema de la identidad aparece de manera literal y a veces de maneras más sutiles a lo largo de las casi tres horas de metraje. Pese a ello, la manera en la que se presenta me parece que más de una vez cae en el cliché, la idea de los ajolotes que se ha retomado por varios intelectuales desde hace algún tiempo, los documentales sobre migrantes y esa suerte de exotismo con el que se mira la fe católica, en especial a la Virgen. Cuando ha pasado la primera hora y uno piensa que se han agotado los elementos que estereotipan lo mexicano aparece un xoloitzcuintle. La repetición de dichos elementos no es el problema, sino que en una película donde aparentemente se trata de una experiencia individual, se intente hacer un mural complejo que termina por concretarse en un “chilangocentrismo” clásico.

El problema de la identidad de lo mexicano rara vez aparece, aunque por momentos se toque la identidad del protagonista, que termina por hacer reflexiones sobre la migración o el mestizaje que no parecen decir nada nuevo. El paso de las calles del Centro Histórico de la ciudad de México, repletas de gente que poco a poco comienzan a colapsar como metáfora de la de los desaparecidos en el país y que termina en un Zócalo sin un alma viva está realizada con una maestría impecable: el paso del día soleado a una suerte de anochecer adornado por unas cuantas estrellas demuestra la gran capacidad del director para crear imágenes impresionantes. Con todo, al subir una montaña de cadáveres indígenas y al tener una conversación de lo más intrascendente Hernán Cortés, todo lo bello de la imagen se olvida, parece que se vuelve a develar el aparato cinematográfico operado por el autor y la bella secuencia se muestra como pura forma pero sin contenido.

De igual manera hay una reflexión constante sobre el quehacer cinematográfico y establece una especie de constante crítica no sólo hacia su persona sino hacia la película misma. Todas las críticas que uno puede hacerle a la película están contenidas en ella, personajes o circunstancias lo demuestran durante las casi tres horas de duración. El personaje de Luis, un periodista con el que Silverio inicia la carrera, y que a diferencia de él, decide quedarse en México es el crítico más acérrimo que tiene. Éste dice con completa contundencia todo lo que a la película podría cuestionársele, pero cuando tienen la mayor confrontación, Silverio simplemente deja de escucharlo; la boca de Luis deja de emitir sonido alguno. Esto pudiera dar lugar a pensar que autoconciencia no es necesariamente un concepto intercambiable por el de autocrítica. La película pareciera alejarse de lo segundo para sólo enunciar todo lo que el espectador pudiera reprocharle después, casi como si se le adelantara y en un esfuerzo veloz se pusiera en un lugar privilegiado al espectador. Aunque eso es falso.

Bardo al final es un despliegue espectacular de secuencias que pocos cineastas tienen la capacidad, el oficio y, por supuesto, los recursos para realizar, sin embargo se come a sí misma, dejando al espectador justo en el lugar que en teoría no tendría que estar, entendiendo todo y sintiendo poco.


Hiram Islas estudia cine en la Escuela Superior de Cine. Estudió Filosofía en la UNAM. @hiramislasv