Cuando los hijos regresan (el precio del

Cuando los hijos regresan (el precio del boleto)

Por | 23 de enero de 2018

Cuando los hijos regresan (Hugo Lara, 2017)

Hace un año se estrenó Un padre no tan padre (Raúl Martínez, 2016), comedia melodramática familiar que respondía al estilo hecho (y agotado) por el cine mexicano en los 1950. Estilo donde la propuesta era siempre multitudinaria aunque sólo comprendiera una familia. En este caso, el patriarca de la familia regresaba del asilo a enfrentarse con todos.

Ahora, Cuando los hijos regresan (Hugo Lara, 2017), repite el mismo esquema. La diferencia es que se trata de un matrimonio conformado por Manuel (Fernando Luján) y Adelina (Carmen Maura), quienes a la jubilación del primero esperan que su vejez carezca de sobresaltos, con la casa vacía en cuanto el hijo menor, Rafis (Francisco de la Reguera), un calzonazos de primera, se va a buscar su primer trabajo como astrónomo. El problema de Rafis es que literalmente está en la luna, y su novia Violeta (Esmeralda Pimentel), con la que lleva diez años, al fin le da el merecido cortón, aburrida de sus fracasos constantes. Por supuesto, a partir de este hecho todo sale mal.

Los hijos supuestamente bien casados también regresan a casa: Carlota (Cecilia Suárez), por una supuesta infidelidad de su esposo, y el hijo mayor, Chico (Erick Elías) junto con su frívola esposa Daniela (Irene Azuela), por una crisis económica.

El esquema recicla las viejas ideas que presentara Juan Bustillo Oro en sus melodramas Cuando los hijos se van (1941), Padre contra hijo (1955), Cada hijo una cruz (1957) y Así amaron nuestros padres (1964).

La idea es presentar una familia demasiado convencional, con padres e hijos disfuncionales, con yerno y nuera de lugar común pero con algo peculiar. El yerno, por ejemplo, tiene la perturbadora afición de vestirse como botarga y sentir éxtasis con el peluche en su cuerpo. Un caso de infantilismo retrógrado medio perverso. La nuera responde al estereotipo más convencional y maniqueo. Es una verdadera rata que falsifica la firma de las escrituras de la casa de sus suegros para recuperar su depto en Santa Fe.

Hay otros apuntes para supuestamente actualizar esas estructuras antaño funcionales. Por ejemplo, dentro de la convencional vida de los ancianos padres, que incluye ir a bailar al Quiosco Morisco de Santa María la Ribera, hay una “solidaridad” entre ancianos contra sus vástagos. Chico, tal vez por ser atildado y pulcro, resulta gay de clóset. Algo de esto se descubre por los diálogos sin mucho sentido que dice el japonés Takumi (Takato Yonemoto) metido con calzador a la trama, recitando en su idioma el chiste más largo de la película, a punta de gritos, casi histérico, y traducido por Rafis. Dizque de risa loca, sólo produce bostezos.

Un acto sexual entre los ancianos padres lleva a que entablen la guerra frontal contra sus hijos, a quienes en principio aceptaron («¡Noooo! ¡Si son cabrones!», dice una de las amistades que frecuentan).

El hartazgo no es tanto de padres hacia hijos fracasados. Es el de una cinematografía hacia sus propuestas actuales que busca sean comerciales, pero cínicamente saqueando los moldes exitosos de antes.

Lo peor que le puede pasar al cine nacional no es repudiar su pasado sino simplemente plagiarlo. La propuesta parece agotarse con sólo presentar como novedosos, y como si nunca hubieran existido, los añejos estereotipos y en reciclar sin haber comprendido el esquema aristotélico de “planteamiento-nudo-desenlace”. Pero, por lo defectuosa que es la estructura, anticipa sus golpes de efecto: cuando no está la nuera, es cuando embargan la casa; la nuera no está y nadie se pregunta por qué, y justo a ella le entregan las escrituras. El concurso de baile parece la salida, y dura horas y horas, para que suceda lo que se sabe: pierden. Rafis, siempre tan inútil, resulta el héroe que salva la casa.

Comedias como ésta, en realidad tremebundos melodramas, tienen la intención de ser taquilleras. Son el ejemplo perfecto de un tipo de cine que se piensa exclusivamente como mercancía, la más evanescente de todas, carente de cualquier solidez estética o dramática, puesto que se evapora mientras se proyecta.

Por lo visto, no importa. Nomás entrando el año se anunciaron otras “comedias”, Una mujer sin filtro (Luis Eduardo Reyes, 2018) y Lo más sencillo es complicarlo todo (René Bueno, 2017) –gracias a su deplorable ingenio una de las “virtudes” del cine mexicano reciente es que los títulos son lo más valioso–, que resultan variaciones de otras previas, y que están cerca de provocar una saturación en cartelera: para el espectador es indistinta una de otra comedia. Son una y la misma peliculita, eterno loop que se ve con otro título. Tal repetición es un genuino festival de úsese y tírese. O, mejor: véase y olvídese.


José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.