La mirada oportunista: Apuntes sobre visualidad y extractivismo en el caso Ana Gallardo
Por Cruz Flores | 11 de noviembre de 2024
Sección: Opinión
Temas: Ana Gallardoartes visualesextractivismoExtracto para un fracasado proyectoMUACMuseo Universitario Arte Contemporáneo
1. Tirar piedras
En un intercambio epistolar publicado por la revista AOC en 2022, Enzo Traverso y Georges Didi-Huberman se desgreñan por el papel de la “imagen crítica” dentro de la historia cultural. El motivo de este debate es una foto de Gilles Caron: la de un par de jovencitos que avientan piedras hacia un fondo desconocido, en el contexto de la guerra civil que destrozó Irlanda del Norte a finales de los 60. El catálogo de la exposición Sublevaciones, curada por Didi-Huberman y presentada en el MUAC en 2018, consigna la imagen con el nombre Protestas católicas, batalla de Bogside, Derry, Irlanda del Norte, Agosto (Manifestations catholiques, bataille du Bogside, Derry, Irlande du Nord, Août, 1969), mientras que la consignación del museo que presentó originalmente la obra, el Jeu de Paume en Francia, la nombra Protestas anticatólicas en Londonderry (Manifestations anticatholiques a Londonderry, 1969). En el texto, el francés defiende que los representados son manifestantes católicos que se defienden con piedras de los protestantes; sin embargo, la leyenda misma, y la composición de la imagen lo desdicen.
Para Traverso –y para mí, que trabajé en la edición en español del debate– no cabe duda de que la escena presenta a dos jóvenes unionistas (es decir, protestantes de tendencia fascista) atacando a un grupo católico. Agregar o suprimir ese “anti” en el nombre de la obra, arguye el italiano, es una decisión no solo inepta, sino que incluso maliciosa. Dice: «¿Es revelador que cuando usted concibió su exposición, no tenía dudas a este respecto? Pretender, como escribe ahora, que se trataba de dos jóvenes católicos, viene a alterar su valor de fuente histórica y a inscribirla en un repertorio de la revuelta de los oprimidos a la que no corresponde».
La exposición de Didi-Huberman me inquieta desde su misma base: hablar del “gesto de sublevación” o del “gesto de resistencia” como una cosa en sí, enmarcada en el espacio de la galería y despojada de un contexto crítico-sociohistórico, hace que las violencias imbricadas en la sublevación se desdibujen. A fin de cuentas, si vemos a un chico que tira una piedra y le dotamos el nombre “sublevación”, ¿qué importa si es un joven fascista? ¿La sublevación de los fascistas tiene el mismo valor estético/político que la rebelión de los oprimidos? El francés hace todo lo posible para decirnos que su lectura es válida, que aceptar la “hipótesis” de que los manifestantes “puedan” ser fascistas no resta potencia a la imagen; lo importante, a fin de cuentas, no es la proveniencia de la imagen, sino como forma parte de una Pathosformel de los levantamientos: un catálogo de gestualidades a partir de las cuales podemos generar una constelación alrededor de la resistencia.
El problema de fondo de esta discusión es, me parece, un ejemplo paradigmático de una diferencia de teorías de la historia y de la imagen: Didi-Huberman nos propone constelar a partir de gestos, en una galería de paralelismos, juegos y analogías a través de los que es posible generar una poética/política de la imagen. Sin embargo, en ese ejercicio existe el profundo riesgo de desviarse de la realidad misma y dejar de ver el contenido de las obras. Traverso, en cambio, exige cierta ética de la mirada, la necesidad de anclarla en su contexto, pues de lo contrario se accede a un juego de significados vacíos: «una logomaquia inagotable tan abundante en el plano textual como vacía en el plano hermenéutico».
2. Una logomaquia inagotable
Quise empezar este ensayo rememorando ese carteo, porque me parece ejemplar para una discusión tan caótica como necesaria dentro de la industria cultural mexicana: la discusión alrededor del extractivismo. Si sustituimos el foco de la discusión entre los historiadores y lo reemplazamos, por ejemplo, con la tan sonada obra «Extracto para un fracasado proyecto, 2011-2024«, de Ana Gallardo (Rosario, 1958), que generó ondas expansivas hace unas semanas en Twitter y llevó a varias reflexiones alrededor de la violencia epistémica ejercida por los agentes culturales hacia las personas con las que trabajan (o de las que se aprovechan, depende), podríamos encontrar algo muy interesante. Aquí vemos, como en la discusión entre los historiadores, el encuentro entre dos perspectivas irresolubles: una cree que el museo, la intención visual, la formalización de la información que conlleva la acción artística, es capaz de exceder los términos sociales/históricos/económicos de la imagen para llevarnos a nuevos hallazgos y cuestionamientos; la otra, en cambio, no ve en la obra de arte más que la consecuencia de una serie de procesos mercantiles/depredadores que resultan, a fin de cuentas, en violencia epistémica (y legal, y material) hacia la persona representada: una anciana trabajadora sexual y la institución en donde habitaba.
Como advierte Traverso al final de la controversia antes mencionada, el choque entre ambas perspectivas no produce un encuentro crítico armonioso y estable, sino que genera una logomaquia inagotable, ahora no, como la de Didi-Huberman, consistente en tirar referencias a destajo para justificar un error metodológico del tamaño de Saturno, sino, por un lado, en una burda y llana postura defensiva por parte del ámbito institucional, y por otro, en el aprovechamiento de la controversia, con pura mala fe, de ciertos actores culturales. Es necesario reconocer que, a estas alturas del partido, el proyecto del arte postmexicano (en el que, aunque es argentina, Gallardo puede inscribirse, por su edad, su educación y su participación dentro de las instituciones culturales mexicanas), a pesar de su rutilante supervivencia institucional y de mercado, deja mucho que desear para hablar sobre la realidad de nuestro país.
El “oportunismo crítico” que nombró alguna vez Cuauhtémoc Medina, esa intermediación entre las obras de arte y las instituciones que desvela realidades sociales y –¡válgame dios!– “da voz” a las personas representadas al tiempo que genera un entramado comercial sólido, ahora se desnuda como simple oportunismo: más que preocuparse por “visibilizar”, el artista se preocupa por observar realidades y comercializarlas, mientras que las personas representadas (en este caso, las trabajadoras sexuales) no son más que el atrezzo que viste al verdadero núcleo que emite y articula realidades: el museo, la institución, la idea misma de la cultura. Ya lo sabían Luis Ospina y Carlos Mayolo en su película Agarrando pueblo de 1977: la pobreza vende, y el sector cultural compra. La obra de Gallardo es muy fácil de criticar, no por incómoda, ni por violenta y ríspida, ni siquiera, como quería Irmgard Emmelhainz en su ensayo al respecto, por «la creciente incapacidad colectiva de leer entre líneas» que acusan la generación woke y sus avatares demoniacos, las redes sociales. No. La obra es banal, reiterativa, derivativa, sosa, y comercia con el cuerpo de la mujer sin su consentimiento: es, simple y sencillamente, un producto más de un entramado institucional tan prolijo como desgastado.
En fin, cuando pienso en Fracaso para un extractivo proyecto y en la incomodidad, y en el enojo que han circundado la discusión pública sobre la obra, no puedo sino pensar en uno de los chistes más comunes del mundo de la informática: «It’s not a bug, it’s a feature» («No es un error, es una propiedad»). Esta obra pertenece a un linaje que juega con la incomodidad y la exposición de la miseria, que busca hacer una crítica sistémica para justificar su juego, pero nunca deja en claro cuál es el sistema que busca criticar, y espera que los espectadores encontremos una respuesta que no existe: como Didi-Huberman al esconder el “anti” de “manifestantes anticatólicos”. Gallardo no amplifica la realidad, no “da voz”: simplemente extrae, usa, se aprovecha de su sujeto, y expone los resultados de aprovecharse. Toda la profanación, la crítica, la carga política que la obra tiene o genera, está en el espectador.
3. It’s not a bug, it’s a feature
Ahora quiero pasar a la otra cara de esta discusión, que me parece tan (o más) preocupante que la anterior: la mala fe. Algunos actores culturales y opinólogos profesionales acostumbran brincar a la primera para ofrecer sus perspectivas sesgadas y conservadoras de los problemas del mundo, y entre ellos reina, al menos en el mundo de las artes visuales, Avelina Lésper. En un video de su canal de YouTube, retomado por Infobae, dice:
Lo que [Gallardo] hizo, escúchenlo muy bien, y escúchenlo ustedes los curadores y que lo escuche Ana Gallardo, y que lo escuche el MUAC, es un crimen de lesa humanidad, porque entraron en la vida de una persona completamente vulnerable, inconsciente de lo que estaba pasando, incapacitada para mostrar su rechazo. y en un estado de total desamparo […] todo esto avalado por el equipo del MUAC y que además está patrocinado obviamente con recursos públicos y por toda la academia, la supuesta estricta academia que gobierna este museo.
Si lo dijera otra persona podría, quizá, aceptar estas palabras. Como disidencia sexual y de género, y como persona que conoce y aprecia a personas que ejercen el trabajo sexual, la obra me parece, de buenas a primeras, repulsiva. Sin embargo, la segunda parte del discurso es la que en realidad me llama la atención: «todo esto avalado por el equipo del MUAC y que además está patrocinado obviamente con recursos públicos y por toda la academia, la supuesta estricta academia que gobierna este museo». Ahí, me parece, se revela una intención de claro golpeteo político, natural al tratarse de la historiadora del arte más conservadora y la curadora más mediocre de México (vean la Colección Milenio Arte para comprobarlo). Evidentemente, el proyecto de Lésper no es formar una postura crítica, o revisar cómo la cultura visual mexicana puede consecuentar una acción de violencia como esta, sino decir lo que lleva más de quince años diciendo: que el arte contemporáneo no existe, que está mal y que solo el “verdadero arte” tiene validez.
A pesar del talante reaccionario y la miopía estética de la historiadora, muchas voces que observaron con justa furia a la obra de Gallardo parecieron estar, dicen, de acuerdo con ella por primera vez. Esto me parece lo más peligroso de todo. Criticar a la institución, a los curadores y a la autora de la obra me parece legítimo; sin embargo, esta crítica no sirve de mucho si no se lleva a nivel estructural. Si lo analizamos a fondo, la obra de la artista argentina no es muy diferente a otras obras en la historia del arte, a la explotación del trabajo sexual en el mundo estético en Gaugin o Klimt, o al extractivismo que representan las pinturas de los muralistas mexicanos, creando una iconografía de un México suspendido, donde los pueblos originarios son, otra vez, atrezzo que se “visibiliza” al mismo tiempo que está sujeto a las dinámicas de poder producidas por la institución. It’s not a bug, it’s a feature.
Darle credencia al argumento de que “eso no es arte” simplemente achata la conversación, y mantiene incuestionable al monolito mismo del arte. Como el joven fascista en la fotografía de Caron, Lésper avienta una piedra hacia la misma dirección que la violencia, disfrazando su talante reaccionario de auténtica preocupación por la mujer. A fin de cuentas, para generar una verdadera crítica estructural de las instituciones artísticas en México, sería necesario generar otra dialéctica de la mirada, una donde se privilegien no las comparaciones burdas o las reacciones puramente viscerales, sino que se lea entrelíneas y se critique no solamente a las obras de arte, sino al conjunto de instituciones, intensidades y flujos comerciales en que están inscritas: mirar no sólo implica una operación de discernimiento estético, sino también una disciplina de concebir el mundo políticamente. Como quisiera Walter Benjamin, «politizar la estética» implica volverse consciente de que el arte, como toda propuesta de consumo mediada por un ethos occidental/blanco/cisgénero, lleva en sí mismo una posición extractivista; es, al estar integrado a la Historia, barbárico. Agotada de una vez por todas la posibilidad política de la crítica institucional, se vuelve necesario pensarse (como artista, intelectual, creador, etcétera) en términos contrainstitucionales. De otro modo, el ciclo extractivista seguirá en movimiento perpetuo, trenzándonos, en cada iteración, como víctimas, usuarios, espectadores o partícipes de la violencia.
Quiero cerrar esta diatriba con una consideración: ahí donde Gallardo opera, también opera Mil veces un instante (2024), la obra de Teresa Margolles que presenta 726 rostros de personas trans y no binarias en un pilar de Trafalgar Square, Londres. Esta obra ha sido bastante laudada, bastante aplaudida, pero me parece hecha del mismo material deficiente que la de Gallardo: es, en términos generales, un tzompantli, un túmulo sacrificial. En una entrevista de The Guardian, la artista declara, sin aspavientos, que frente a la transfobia que se vive en Inglaterra y el peligro de muerte violenta que las personas trans sufrimos en México, «ahora les estamos dando rostro a todos ellos». Otra vez, la carga política de la obra está en el espectador, pero no puedo soportar lo de «dar rostro»; es más, propongo otra narrativa: leer este montón de rostros de personas muertas como un verdadero tzompantli, que recogía los cráneos de las víctimas del sacrificio como muestra de triunfo. En este sentido, la obra de Margolles no nos «daría rostro» ni visibilizaría nada, sino que sería una auténtica celebración: celebraría la transfobia institucional, nuestras muertes, y el control biopolítico sobre nuestras existencias. Qué reconfortante es el arte a veces, ¿no?
La pieza «Extracto para un fracasado proyecto, 2011-2024» formó parte de la exposición Tembló acá un delirio de Ana Gallardo (Museo Universitario Arte Contemporáneo, México, del 10 de agosto al 13 de diciembre de 2024), hasta ser retirada a mediados de octubre.
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