Un siglo de Pedrito
Por Fernando Mino | 18 de noviembre de 2017
Sección: Opinión
Temas: Cine mexicanoÉpoca de oro del cine mexicanoPedro Infante
Pedro Infante es la creatura más genial de la cultura popular mexicana del siglo XX. Personifica al héroe moderno, rabiosamente liberal y dotado de desparpajados candor y erotismo. Infante es la promesa del vacilón perpetuo y el amor arrebatado, y la confesión de imperfección como garantía de honestidad. En el país de las promesas siempre cercanas pero inalcanzables, Infante es el valedor que sí la supo hacer, que logró imponerse a las acechanzas de la miseria, a los sinsabores del melodrama, a la migración del rancho a la capital, al espejismo del alcoholismo endémico, a las traiciones del propio temperamento y a las tentaciones de la concupiscencia.
El mito se nutrió, en la misma proporción, de la genialidad de Ismael Rodríguez para crear al personaje y del natural sex appeal de Pedro Infante Cruz (Mazatlán, 1917-Mérida, 1957), norteño fortachón y apocado cuyo mayor mérito fue remontar su profunda timidez. Al igual que el protagonista de ¡Viva mi desgracia! (Roberto Rodríguez, 1942), que se llena de algarabía y decisión cuando se empina la botella de aguardiente, el abstemio Infante se traslada a las antípodas de sí mismo cuando se para frente a la cámara y se transforma en el muchachón consentido, el encantador irresistible que canta bonito bajo el balcón de las emociones de toda chatita que arrobada lo escucha en la radio o lo ve desde la butaca del cine.
Esta doble personalidad de Infante le permitió navegar con total coherencia entre la tragedia y la comedia. La ambigüedad, es sabido, va bien con el estereotipo nacional, y Pedrito puede ser eternamente feliz y querendón, al mismo tiempo que sufre y padece las más tremebundas situaciones: la melancolía –y el alcohol– da licencia. La vida no vale nada (Rogelio González, 1954) es ilustrativa de esta suerte de esquizofrenia melodramática. El borracho vagabundo Pablo Galván llega a la ciudad de México y por azar termina empleado en la tienda de antigüedades de la viuda Cruz. Poco a poco el hombre enamora a su patrona hasta comprometerse en una relación. Un día en medio de un festejo, al probar una copa de alcohol, el mundo se le viene encima, lo abandona todo y sigue errando.
A sesenta años de su muerte, el mito Infante mantiene su brillo, sorprendentemente poco abollado por los nuevos raseros de la corrección política. Pedrito puede ser visto con razón como emblema del patriarcado, la misoginia y el acoso sexual, agente de la sumisión al poder y oda a la borrachera y al resto de los antivalores que definen la idea del México “bronco” y “populista”. Es, sin embargo, nada menos que la prueba fílmica –tan tangible como irreal– de que hubo una época en que México fue feliz.
Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando
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