Bronceado

Bronceado

Por | 12 de octubre de 2017

Kostis tiene los ojos puestos en un horizonte translúcido, impreso tenuemente sobre su cara gracias al juego de los espejos que hace el parabrisas con el gesto severo de su rostro y con el cielo, el mar y la tierra. Afuera se escuchan las olas. En la imagen con la que inicia Bronceado (Suntan, 2016), el tercer largometraje dirigido por Argyris Papadimitrópoulos, este médico solitario tiene el aire de un hombre que busca, de un viajero en la cabina de un barco que lo aproxima con inminencia a un destino oscuro y humillante. Es bastante seguro imaginar que él no anticipa la desgracia.

Primero, su nuevo hogar lo recibe con una fachada engañosa. La tranquilidad de un ambiente petrificado en esta pequeña isla griega —de donde ahora es el responsable de la única clínica—, con sus vecinos pintorescos y sus borracheras ñoñas con el alcalde, no es más que el preámbulo que oculta la verdadera naturaleza de un paraje turístico en espera de vacacionistas extranjeros. Ansias de música, alcohol y sexo multitudinario. Como en las entrañas de su nuevo inquilino, hay un pulso de salvajismo latente en el poblado de la depresión.

Y la vida explosiva aparece unos meses después para abrir una escisión peligrosa entre el hombre y la sociedad, porque, ante una ola de jóvenes libres, el viejo e inadaptado Kostis no puede sentir otra cosa que celos y fascinación. Nutrido por gruesas capas de bloqueador solar, el albor mortecino que lo distingue será siempre un acento incómodo en el mar de pieles bronceadas: los turistas que han llegado en masa y de golpe, tocados por el astro rey, son portadores de un júbilo infantil envidiable en la carne: un solo cuerpo sensual y comunitario de hombros rojos, pezones enardecidos, espaldas que sudan y que se rozan, mejillas tostadas y muslos compartidos en estridencia parrandera noche tras noche, revueltos en la danza tribal del verano que nunca se acaba.

A la costa la invade la juventud y, para fines narrativos, ésta encarna en una sola rubia de ojos grises llamada Anna. La veinteañera transgrede el consultorio del doctor una mañana y él, encantado por los coqueteos pero demasiado tímido para reaccionar de manera adecuada, se deja llevar por un magnetismo que desinhibe sus peores vicios. Lejos de ser un aire para renovarse, el enamoramiento en este caso enferma como a los héroes trágicos y no correspondidos del romanticismo, y cataliza los motores de una tragedia doble: la de Anna, quien, con la ignorante despreocupación de su modo de vida, le abrió la puerta a un hombre en apariencia inofensivo (vulnerado y necesitado de afecto) a quien ya no podrá quitarse de encima, y la de Kostis, quien se degrada a sí mismo por no saber escapar del amor intoxicante ni del sentimiento de extrañamiento absoluto que le provoca su musa cuando lo desprecia tajantemente.

Su caída moral se hace visible en la corrupción paulatina del entorno; una ilusión paradisiaca y un libertinaje de ensueño desmentidos gradualmente desde la estabilidad de los planos fijos hasta el cada vez más caótico remolino de la cámara en mano, en donde la gloria orgiástica que al principio cautivó a un pobre diablo se desnuda hasta mostrar los huesos de una plaga de pesadilla, contaminando la playa y los rincones callejeros que escapan a la luz de los faros con cuerpos enajenados y entregados a la autodestrucción. La isla cobra una vida tenebrosa que descubre los secretos de un thriller psicosexual velado. Al igual que en El extraño del lago (L’inconnu du lac, Alain Guiraudie, 2013), el espacio del Edén se ensombrece con el desarrollo de los hechos y oprime a sus personajes como víctimas de una extraña fuerza natural. Aunque estos infiernos hedonistas reflejan la embriaguez de Kostis —y deberían, por lo tanto, pertenecerle de algún modo—, también terminan por excluirlo de la comunidad.

Quizás habría que pecar de inocencia para no adivinar que, tarde o temprano, un protagonista así de inestable iba a traducir todo el rechazo que sufre en rabia ardorosa, por lo que, muy de acuerdo con un cine que ha adoptado la supuesta estética de la crueldad europea, la tragedia del médico griego culmina en un despropósito de agresión exorbitante que apresa con ferocidad el objeto de su deseo, y se apaga en el llanto del paria mientras vuelve, en un irónico instante de lucidez de último minuto, a las raíces hipocráticas de su oficio. Trabajando para sanar las heridas que él mismo infligió en su víctima, sabe, absorto en solitaria resignación, que ni así podrá recuperar la humanidad abandonada.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema MóvilF.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay