A 50 años de Los Caifanes

A 50 años de Los Caifanes

Por | 22 de agosto de 2017

«Caifán es el que las puede todas», le afirma con un tono burlón y desenfadado el Azteca, interpretado por Ernesto Gómez Cruz, a la pareja de novios de clase alta (Julissa, que encarna a la aventurera Paloma, y Enrique Álvarez Félix, que interpreta a un niño rico, el arquitecto Jaime de Landa), a quienes sorprendieron en el Willys-Overland Jeepster de color blanco donde se refugiaron de la lluvia luego de abandonar una fiesta esnob en San Ángel –en la casa de Carlos Fuentes y Rita Macedo–, frustrando las dobles intenciones del novio burgués. Ellos, con extrañeza, le preguntaban al cuarteto de muchachos: «¿Qué era eso de ser «caifán»?»

Ahora, cincuenta años después de su estreno, Los Caifanes , mantiene inalteradas su relevancia y su vigencia. La cinta de Juan Ibáñez continúa siendo la road movie urbana mexicana por excelencia, una aventura nocturnal citadina que, en lugar de tomar la carretera hacia bosques o playas, cruza avenidas, viaductos y periféricos, tiene de fondo una espectral y nostálgica ciudad de México segura al amparo de la noche y capaz de unir a ese par de jóvenes con cuatro mecánicos de provincia, apodados el Capitán Gato (Sergio Jiménez), el Estilos (Óscar Chávez), el Azteca y el Mazacote (Eduardo López Rojas).

Los Caifanes, filmada en diciembre de 1966 y estrenada en agosto del año siguiente en los cines Roble, Mariscala y Estrella, se anticipó en unos pocos años a la cinta del género de carretera más famosa: Busco mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969) y, evidentemente, también a la abundante cantidad de obras que ostentarían el mote de “nuevo cine mexicano” que se estableció en forma una década después. También antecede al caótico viaje a la mexicana que luego veríamos correr en otras cintas y otras carreteras como en el retrato de la descomposición de la institución familiar –y de Sara García, la abuelita de México– en torno a la Carrera Panamericana de Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1972), del viaje de descubrimiento sexual de dos amigos en Y tu mamá también (Carlos y Alfonso Cuarón, 2001), o recorriendo de nuevo la ciudad en épocas de huelgas universitarias en Güeros (Alonso Ruizpalacios, 2014).

Además, es una road movie hacia adentro, no sólo en el sentido geográfico de recorrer la ciudad, sino al interior de la propia sociedad mexicana, al contraponer las mentalidades y puntos de vista de dos tipos de juventud distintos: los proletarios que han de ganarse la vida muy pronto y los de las clases altas, que disfrutan de las ventajas, privilegios y del ascenso social que desde el sexenio de Miguel Alemán se prometía a cualquier mexicano que cursara estudios universitarios. Y esa tensión aumenta mientras el kilometraje va acumulándose y las “jaladas” o aventuras se siguen en incontrolable progresión.

La opera prima de Juan Ibáñez confronta, además, al status quo, representado por la pareja que se comunica en inglés para que los cuatro jóvenes mecánicos no le entiendan y despliega la fuerza disruptiva de las clases bajas, que utilizan jerga de barrio. Al mismo tiempo, convierte a todos en cómplices en la búsqueda por supervivencia en una nueva realidad urbana cuyas dimensiones son aún incomprendidas por ambos bandos. Describe con precisión al mexicano moderno con sus respectivos conflictos y carencias, así como sus fortalezas.

Aunque existen suficientes evidencias que certifican las austeras pretensiones artísticas que dieron origen al relato, dirigido por Juan Ibáñez (Guanajuato, 1938-ciudad de México, 2000) y coescrito en colaboración con Carlos Fuentes (Panamá, 1928-ciudad de México, 2012), como el escaso presupuesto –un millón de pesos– que costó la película; el arduo rodaje que duró seis semanas –detenido innumerables ocasiones por el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) y la Asociación Nacional de Actores (ANDA)–, la terquedad de Juan Ibáñez y su equipo se impuso. Además de convertirse en un éxito de cartelera que duró siete semanas dio, como escribió Emilio García Riera en un texto de la época, «una lección a los viejos anquilosados del cine mexicano» e inauguró el cine de transición.

Dicha ruptura con las fórmulas de la Época de Oro ya se había manifestado desde la etapa tardía de la misma con cintas como Los olvidados (1950) de Luis Buñuel y se confirmaría con otras del director Julio Bracho como Canasta de cuentos mexicanos (1956) o El jurado resuelve (1963), pero en Los Caifanes esta renovación se ratificaría, dejando atrás comedias, dramas y musicales de rancheros cantores que idealizaban el pasado rural de México, o dramas citadinos en tonos noir con mujeres víctimas de sus propios pecados. En su lugar, la realidad nacional urbana ganaba preponderancia, incursionarían los actores universitarios de la escuela de Bellas Artes, arribarían como guionistas y argumentistas los escritores del boom latinoamericano y, sobre todo, se abrirían temas sexuales, sociales y políticos que resultan vigentes hasta nuestros días.

La película, primera de las realizadas por Cinematográfica Marte, productora de Mauricio Walerstein y Juan Fernando Pérez Gavilán –que lanzaría a una nueva generación de realizadores como Manuel Michel, Tito Novaro, José Estada, Guillermo Murray, Alberto Mariscal, Salomón Laiter o Jorge Fons– ganó el primer Concurso Nacional de Argumentos y Guiones Cinematográficos convocado por la Dirección General de Cinematografía, la Asociación de Productores, el Banco Cinematográfico y el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica, está claramente influenciada por su contexto y refleja la ruptura cultural política, social y cinematográfica (donde las iniciativas del grupo Nuevo Cine tuvieron eco) con la generación que le precedió. Un reflejo de la tensión social durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz que prefigura las condiciones que un año más tarde condujeron a las protestas estudiantiles y a su represión militar en la matanza de Tlatelolco.

A pesar del tiempo transcurrido –medio siglo ya–, la cinta de Juan Ibáñez preserva un lugar especial en el cariño de los cinéfilos que rememoran la época que significó la génesis de muchos de los conflictos aún vigentes en nuestra sociedad postrrural (luchas estudiantiles, crisis económicas, migración, falta de empleo, entre otros). Escenas como la de la Diana Cazadora vestida, la declamación de poemas barrocos en una funeraria –donde dejaron una corona para el señor Jorge Ibargüengoitia– o la taquería en la que Carlos Monsiváis aparece como un Santa Claus borracho, permanecen en la memoria cinéfila de la sociedad mexicana.

Después de este viaje, como lo dicta el género, sus protagonistas no volverán a ser los mismos. Los Caifanes le habló a su generación con la misma honestidad y autoridad con la que lo haría Amores Perros (2000), de Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga, al inicio del nuevo milenio. Difícilmente, futuras películas podrán hacerlo sin verse, conscientemente o no, influidas por ella. Y continúa dando una lección a la industria cinematográfica mexicana actual, en la que se apostó por las ideas frescas en algún momento, dando cabida a diferentes posturas y propuestas, invitando al sector universitario y privado pero, sobre todo, buscando que el espectador se viera reflejado en pantalla. Hoy, como hace 50 años, Los Caifanes representa una pequeña muestra de lo que somos en este país: una sociedad compleja, inconforme, estratificada, profundamente desigual, pero al mismo tiempo ingeniosa, extraviada en su propio ensimismamiento y que, tal y como lo apunta Paloma, parece hablar en idiomas diferentes.


Paloma Cabrera Yáñez trabaja en Cinema 23 y los Premios Fénix. Es maestra en Estudios Cinematográficos por el University College London. Ha colaborado en medios como ExcélsiorCine TomaLa Tempestad@paloma_cabreray