Buey neón
Por Carlos Rodríguez | 11 de mayo de 2017
Sección: Crítica
Directores: Gabriel Mascaro
Temas: Boi NeonBuey neónCine brasileñoCine latinoamericanoGabriel Mascaro
Buey neón, el segundo largometraje de ficción del artista visual brasileño Gabriel Mascaro, propone una experiencia más que una reflexión. La película sigue a Iremar (Juliano Cazarré), un hombre joven que prepara a los toros para las vaquejadas, el rodeo tradicional brasileño, con ambiciones de diseñador de moda. Mascaro (Recife, 1983) revela las pulsiones que afectan la esfera pública, representada en la arena donde los jinetes atrapan a los bueyes, que de noche brillan con colores neón, y en el ámbito privado, donde fluye libremente la energía sexual.
El filme ocupa un lugar relevante en la producción de Mascaro. A través de filmes documentales como Un lugar al sol (Um Lugar ao Sol, 2009) y Avenida Brasília Formosa (2010), en los que aborda la transformación de Brasil a partir de su arquitectura y aburguesamiento, y de las instalaciones My Free Time (2013) y This Is Not About Shoes (2013), sobre los efectos de las tecnologías digitales en los brasileños, ha reflexionado sobre los cambios que afectan a la sociedad de su país.
En Buey neón (Boi Neon, 2015) Iremar, que busca retazos de tela entre los desperdicios de las fábricas de confección en el nordeste de Brasil, diseña trajes para Galega (Maeve Jinkings), una joven mujer, madre de Cacá (Alyne Santana), que maneja el camión que los transporta y que durante las noches baila frente a una audiencia masculina, otra alusión a lo público, con una máscara de caballo. El grupo viajero, en el que conviven otros dos hombres, vive al margen de los cambios sociales, aunque sin resistencia: Iremar sueña con crear, quizá esta sea la mejor manera de describir al filme, con una vida mejor. Rescata maniquíes, pinta las colas que les son arrancadas a los toros, dibuja ropa encima de revistas pornográficas, no cancela el deseo sino que lo reelabora. Su intimidad es creativa, el espectador lo ve meditando, pensando quizá que los bueyes, que remiten a la fuerza y el ímpetu sexual en las corridas, también tienen una piel que les sirve de ropa.
El filme no es un alegato de Mascaro en contra o a favor del cambio. Se trata de un acompañamiento a través de los sentidos, a partir del deseo. En los claroscuros, que parecen provenir de un sueño de Cacá, Iremar monta y se entrelaza con un caballo, y en las sombras, donde los pliegues de las pieles de los animales simulan cuerpos humanos en pleno ejercicio sexual, se construyen los momentos más potentes del filme, cuyo interés en la cinestesia muestra a través de signos sonoros y de imágenes, por ejemplo, cómo los pies de Iremar caminan por la tierra seca y agrietada y después se hunden en el lodo que subyace en el terreno.
Mascaro declaró que, a priori, su película se trata de un mundo masculino, sin embargo esto se difumina con el hecho de que los géneros no se remarcan. Los personajes tienen deseos y eso los hermana. Galega es visceral y baila, le gusta que la miren; Cacá, que tiene unos 10 años, está enamorada de Iremar; Zé (Carlos Pessoa), que cuida en extremo su largo cabello, tiene relaciones sexuales con Galega. Incluso Geise (Samya de Lavor), vendedora de perfumes de día y vigilante de una fábrica de ropa de noche, que está embarazada, siente deseos por Iremar; Macaro filma su encuentro en un plano general, en penumbra: dos cuerpos se intercambian, se mezclan.
A diferencia del cine mexicano, por ejemplo el de Carlos Reygadas o Amat Escalante, donde la representación sexual siempre es traumática, el acercamiento del director brasileño parte de la política del deseo, de cómo este es una construcción social y cultural que dicta lo que está permitido hacer o desear. No hay culpa sino goce sensual y estético en Buey neón.
Carlos Rodríguez es reportero cultural. Colabora en La Tempestad e Icónica. Contribuyó a la investigación del FICUNAM 2017. Actualmente trabaja en un proyecto que revisa la obra de Claude Chabrol, cuyo sitio web es https://claude-chabrol.com.