Mimosas

Mimosas

Por | 7 de abril de 2017

Sección: Crítica

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Lo indecible que no es lo que no puede ser dicho sino, al contrario, lo que ha sido tan íntimamente, tan totalmente dicho que no dice más que esa intimidad, esa totalidad indecible.

Edmond Jabès

Desde la apertura, aparece en Mimosas un mural del Atlas marroquí pintado sobre la fachada de una casa en donde además hay una puerta cerrada. Abrir con lo clausurado; tal vez porque lo que hay detrás es irrepresentable, o bien, es sólo un primer umbral para pasar, en un instante, al paisaje físico. Este tránsito entre pintura y presencia, sitúa desde un principio los códigos de la película en la indescirnibilidad del tiempo, el espacio y el sonido.

Dividida en tres capítulos que retoman las posiciones de la zalá (la oración diaria musulmana): inclinarse, pararse, postrarse, Mimosas (2016) evoca un misterio fabulado: el viaje de los aventureros, por un lado, y el viaje interior, por el otro. Una geometría perfecta entre la narración épica y la devoción espiritual, que reúne en la ambivalencia la existencia doble de todo misticismo: que cuando has entendido poco, lo has comprendido todo. Con esta brújula, una caravana emprende el camino a Sijilmasa a través de la cordillera del Atlas, con el fin de cumplir la última voluntad del jeque de ser enterrado junto a sus ancestros. A medio andar, el anciano se funde en la neblina para tomar una siesta. «Va a morir», dice uno de sus acompañantes. Va a soñar su muerte, a trascenderla. Ante la hostilidad de la geografía, el grupo se niega a llevar el cuerpo a su destino, por lo que Ahmed (Ahmed Hammoud) y Saïd (Saïd Aagli), un par de nómadas, se ofrecen a cumplir el cometido diciendo conocer el camino que no conocen. Más adelante se les une Shakib (Shakib Ben Omar), un supuesto predicador proveniente de un mundo paralelo –el de la cotidianidad–, para acompañar la imposible peregrinación.

En medio del desierto, y a través de la aridez de las montañas –territorios de orillas inexistentes– Ahmed, Saïd y Shakib comparten peripecias, discusiones y asaltos de bandidos con resultados atroces. Cual penumbras cubiertos por sus ropajes y montados en caballos, cada uno encarna el arquetipo del escéptico, el inocente y el creyente respectivamente, experimentando a través de la geografía y la imaginación, dimensiones entrecruzadas por la amistad, la duda y el amor; este último, el que les empuja a conseguir la hazaña sin mayor objetivo que explorar los límites de sí mismos, con sus contradicciones y complejidades. Lo mismo ocurre con la película, hecha en condiciones de reflejo al relato, que no tiene comprobación, y por tanto, no da muerte al pensamiento.

Mimosas de Oliver Laxe (París, 1982), tiene la cualidad eclipsal de un cuento oral, o bien, de un rezo susurrado. Odisea inefable a través del entremundo, permite con sus silencios dilatados que el espectador elabore su camino de fe, de creencia por lo que se ve pero no está; lo (re)velado que borra con la duda –entre cambios de plano y escalas–, la continuidad de las cosas y la superficie de la mirada. En este viaje donde todo está siempre más lejos de lo que esperan y los ecos replican los cuerpos de las montañas y las personas, se desafía con la ausencia los límites de toda presencia.

Concebimos entretanto, que el portal cerrado del inicio es en verdad un manto que cubre las ruinas de la película. El cine, sombra del tiempo, da constancia de una desaparición que permanecerá en nuestro recuerdo, así como lo que nunca existió no persiste sino en el viento.


Rafael Guilhem coedita de la revista digital Correspondencias: Cine y pensamiento. Fue ganador del VII Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes “Fósforo” 2017, categoría «Exalumnos y público en general», en el marco del Festival Internacional de Cine UNAM. Formó parte del Jurado Joven en la XI edición del Festival DocsMX y recientemente fue seleccionado para el programa Talent Press del Festival Internacional de Cine en Guadalajara 2017.