Enemigo de todos
Por Vicente Rincón Gallardo | 9 de marzo de 2017
Se puede narrar la historia moderna de Estados Unidos con la lógica ejemplificada en la conquista del Oeste. De Vietnam a Iraq, del alunizaje a la crisis bancaria. La lucha que se volcó en un principio sobre los «salvajes» bajo el discurso del progreso, desde entonces ha tomado la forma de la fiebre del oro, del petróleo, del gas. Sin embargo, en el presente el horizonte límpido del Oeste no promete más riqueza, sino que yace como símbolo imborrable de la farsa de la conquista. En la actualidad todos por igual, los nativos, los foráneos y el hombre blanco —que ha visto morir esa utopía— son despojados poco a poco de la tierra por la institución bancaria moderna, resultado incalculado del sueño americano.
En Enemigo de todos (Hell or High Water, David Mackenzie, 2016) el progreso traído por el ganado ha topado con pared. Los fines han cambiado: ya no se trata de domar la tierra sino de reducir los efectos inevitables que han resultado del ímpetu capitalista. Una dupla de hermanos compuesta por un padre divorciado (Chris Pine) y un exconvicto (Ben Foster) asalta bancos para saldar el préstamo bancario que tiene embargado el rancho familiar. Parece una acción congruente con los bandidos del género excepto que roban sólo cantidades pequeñas y el acto mismo está despojado de toda espectacularidad. El objetivo es extraer poco a poco —con un sentido casi redentor, a la Robin Hood— el dinero de la misma compañía abusiva resuelta a quedarse con su propiedad. La tarea les llevará a recorrer el Oeste icónico, retratado en comedores, calles desiertas, letreros velados por el óxido, casinos, iglesias en estacionamientos, moteles bañados en luz neón, esa tierra infértil, asoleada, perforada con bombas extractoras de petróleo, que parece estar sujeta a una lucha inacabable. Pero la fuerza de estos robos es quizá situar una acción propia del wéstern en la actualidad.
Hay en un principio una ceguera terca ejemplificada en el sheriff Marcus Hamilton (Jeff Bridges, incapaz de darse cuenta de que la lucha ha mutado: que no se trata ya de vaqueros e indios). Una ceguera similar a la que la nación —de forma muy marcada el territorio capturado por la película— se aferra, para no enfrentar un entendimiento pendiente donde los malestares deberán ser disociados de los indios, de las minorías, de los migrantes, para comprender que la desigualdad y el círculo inacabable de la pobreza yace en el corazón del propio discurso bajo el que alguna vez predicaron la libertad en la misma tierra. Sin embargo, incluso Marcus Hamilton revela una hermandad entre vaqueros e indios que siempre estuvo escondida entre chistes e insultos: la película está llena de estás pequeñas reconciliaciones; entre hermanos, colegas, padres e hijos. Un indio le gana una partida de póquer a un cowboy. A punto de confrontarse se miran a los ojos y se separan. En su mirada parece leerse una reconciliación cifrada.
Enemigo de todos revela mediante imágenes poderosas, diálogos bien escritos y emocionantes secuencias de acción, que la antigua guerra del Oeste que creó el gran imaginario estadounidense donde se esconde el genocidio y la xenofobia en las persecuciones valerosas, en los vaqueros atractivos e inquebrantables, está totalmente obsoleta.
Vicente Rincón Gallardo estudia comunicación en la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en publicaciones como National Geographic Travel, Tierra Adentro y Mula Blanca.
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