Hechos, rehechos y desechos del remake

Hechos, rehechos y desechos del remake

Por | 6 de marzo de 2017

Sección: Ensayo

Temas:

Ghost in the Shell: Vigilante del futuro (Ghost in the Shell, 2017)

Durante la segunda mitad del siglo XIX era bastante usual encontrar en los jardines europeos a docenas de pintores dedicados a reproducir las obras maestras de la pintura como una manera de ganarse la vida. Ellos mismos eran artistas de primer nivel con una técnica excepcional, dueños también de un don artístico, pero quizás, sin saberlo, carentes de la inspiración necesaria para crear sus propios universos. Puede ser, también, que sólo les hiciera falta un poco de suerte o algún mecenas que los impulsará en el hermético mundo de las altas esferas dell’arte. Sin embargo, los grandes copistas de la historia siempre han sido valorados y respetados. Incluso el Museo del Prado en Madrid cuenta, aún en la actualidad, con un grupo de copistas oficiales, debidamente acreditados y asignados a reproducir de manera asombrosa lo mismo las grandes obras de clásicos españoles como Diego Velázquez, que la escuela veneciana de Tintoretto y Tiziano.

Pero más allá del ejercicio del copiado por afición, lucro u honesto modus vivendi, la creación de copias pictóricas cumplía, quizás sin quererlo ni mucho menos teorizarlo, con un fin social: una real democratización de la cultura y el arte, acercando al público aficionado que sin ser necesariamente un docto en la materia, ni mucho menos millonario, gustaba de poseer joyas de la pintura en la sala de su casa, siempre las más realistas posibles (recordemos que se trataban de óleos, no de impresiones digitales) por un simple “golpe de vista”, presunción o verdadera admiración.

Ahora bien, llevando esta reflexión mínima a los terrenos del moderno séptimo arte, ¿Cuál sería la función de una copia cinematográfica, de otra obra cinematográfica? Es decir ¿tiene sentido rehacer una obra que, de entrada, se entiende es superior? Porque a diferencia de la pintura, en el mundo del cine la antigüedad de la obra original no es factor determinante ni preponderante para decidir rehacerla. El remake, como se llama de manera común a esta práctica, juega un papel que nada tiene que ver con responsabilidad social o artística, suponerlo es una necedad. Por el contrario, podríamos afirmar que un remake alienta la ignorancia del espectador cuando se trata, por ejemplo, de una copia made in Hollywood –mercado donde está en mayor boga–, industria todofagocitadora como pocas.

Del público estadounidense se sabe que no gusta del cine que no esté en lengua inglesa y cuyo tempo no sea vertiginoso y su premisa sumamente comprensible. Es decir, se encuentran por costumbre muy alejados del cine que no sea el de Hollywood, ignorando de manera sistemática el que se produce en naciones de amplia tradición fílmica como la francesa, italiana o japonesa, por decir tres. A ello hay que sumar que tampoco leen, por lo que el uso de subtítulos, costumbre común en México (aunque cada vez proliferen más las copias dobladas), pero que es desdeñada por un público yanqui reacio –cuando no plenamente negado– a ver muestras de culturas y tradiciones que no sean las suyas, ya sea por mera desidia o franco analfabetismo.

La única salida, entonces, para explotar obras de la cinematografía no hollywoodense por parte de sus mastodónticos estudios fílmicos era rehacerlas ellos mismos de manera grandilocuente en forma y mínima en fondo, ofreciéndole a ese público acrítico un platillo semidigerido. Así, por ejemplo, siete samuráis del Japón feudal en el siglo XVI fueron convertidos en igual número de pistoleros mercenarios, yendo al rescate de un pueblo de mexicanos timoratos en las llanuras del viejo oeste americano, única mitología que comprende el yanqui promedio a la perfección. Que Siete hombres y un destino (The Magnificent Seven, 1960) de John Sturges es un wéstern soberbio, nadie lo duda. Que es diametralmente opuesto en sus intenciones artísticas al original de Akira Kurosawa, tampoco. La ignominia: Siete hombres y un destino de Sturges cuenta a su vez con un mediocre remake del año pasado. El chiste se cuenta solo.

Comercio sobre arte podría ser la primera ecuación que define la hechura de un remake. Pero si se trata de decidir si éste resulta “mejor” o “peor” que el original es incierto y hasta impropio. Un juicio de valor maniqueo no se puede aplicar porque las condiciones objetivas (modernización del guión o valores de producción del filme, por ejemplo) y subjetivas (de entrada, que el espectador conozca el original antes que la copia) son individuales: la mayor parte del público “común” afirma tajantemente que Scarface (Caracortada, 1983) de Brian De Palma es una obra maestra y que Al Pacino brinda una actuación majestuosa. El 95% de este público, por lo menos, desconoce el original de Howard Hawks protagonizada en 1932 por el austrohúngaro Paul Muni como el capo Tony. Sin embargo, esta carencia en el espectador no demerita en nada al remake de De Palma. Decir que un remake es una “buena” o “mala película” debe decidirse de la misma manera en que se hace con cualquier otra película: por los valores intrínsecos del filme en cuestión, no por sus antecedentes externos. Otra ignominia: recién se anunció el remake del Scarface de De Palma para el 2018, escrito por los hermanos Coen y protagonizado por Diego Luna. El chiste se contará sólo.

En todo caso, de lo que sí podemos acusar a algunos remakes es de ser inútiles. Es decir, la rehechura de un filme puede validarse y justificar su producción sólo si revisita al original para hacer una reelaboración de su propuesta y acercarla a nuevos públicos, como fue el mencionado caso de Los siete samuráis/magníficos, o más recientemente El aro, cuya revisión de Gore Verbinski (The Ring, 2002) al original de Hideo Nakata (Ringu, 1998), que no se quedó en la mera traslación geográfica de la anécdota, sino que incorporó elementos originales (y secuencias completas) a la mitología del videocasette maldito, permitiéndole una fluidez al filme que se ajusta más a los estándares de la narrativa estadounidense. En el mismo tenor pudimos ver en México hace casi cuatro años el singular remake-readaptación de El gran calavera (1949) buñueliano en Nosotros los nobles (2013), de Gary Alazraki, filme que se convirtió en su momento en el más taquillero de la historia del cine nacional, y que de refilón permitió que algunos jóvenes, pocos quizás, se enterarán de que existe el filme del maestro aragonés.

Resultan inútiles, decíamos, cuando el filme original es un clásico inobjetable y la nueva versión se limita a ser un simple remedo plano por plano, como sería el caso de la Psicosis (Psycho) de Hitchcock/Van Sant (1960/1998), o Juegos divertidos (Funny Games) 1997 y su refrito 2007, ambos dirigidos por el alemán Michael Haneke, el primero en Austria en lengua germánica y el segundo producido entre Estados Unidos y Francia en lengua inglesa, tal vez como una manera comercial de buscarle entrada al mercado yanqui a este auteur multigalardonado en Cannes.

Por supuesto que el remake es un fenómeno sintomático del mercado hollywoodense que lo mismo saquea sus propios mitos pop –El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968), Los cazafantasmas (Ghostbusters, Ivan Reitman, 1984), Karate Kid (John G. Avildsen, 1984), Pesadilla en la calle del infierno (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984), etc.–, que los de cinematografías ajenas –las españolas Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997), en Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001) y [·REC] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) en Cuarentena (Quarantine, John Erick Dowdle, 2008); la argentina El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) en El secreto de una obsesión (Secret in Their Eyes, Billy Ray, 2015), o la coreana Cinco días para vengarse (Oldboy, Park Chan-wook, 2003) en la homónima dirigida por Spike Lee (2013)–, lo cierto es que el remake es un ejercicio común prácticamente en todas las industrias cinematográficas, casi siempre con resultados funestos provocados por el exceso de confianza del que pecan productores astracanescos, seguros de que comprar una historia exitosa proveniente de un país determinado les asegurará un hit, sin detenerse a pensar que el éxito del original es causado, además de lo fílmico, también por factores extradiegéticos que impactan en el espectador tales como la cultura, sociedad, economía y hasta religión, y que en conjunto determinan el contexto que arropa a la cinta.

Más allá de Hollywood los ejemplos también pueden ser muchos y de todas las calañas: desde Demain tout commence (Hugo Gélin, 2016), remake francés de la cinta mexicana No se aceptan devoluciones (2013) de Eugenio Derbez; la coreana The Ring Virus (Kim Dong-bin, 1999) del ya citado mito del terror japonés Ringu; la pléyade turca rehaciendo con diez dólares lo mismo a Rambo que Supermán o Star Wars; hasta la versión mexicana de 3 idiotas (2016), remake mexicano del homónimo taquillazo bollywoodense (3 Idiots, Rajkumar Hirani, 2009) ahora dirigido por Carlos Bolado para el lucimiento de Martha Higareda como actriz, coguionista y productora ejecutiva, con inminente estreno este 2017, but of course.

Satanizar a un remake por el simple hecho de serlo tampoco es justo. Finalmente, si bien los copistas de la pintura clásica que mencionamos al inicio se han ganado a pulso el título de maestros, esto es porque su arte, individual en todo momento, necesita de un talento –paradójicamente– genuino. Partiendo de este hecho, la naturaleza del cine como suma de oficios, voluntades y esfuerzos, podría negarle a quien ha filmado alguna película-remake alcanzar el grado de autor del séptimo arte, aunque esto no infiera que algunos que ya lo sean (Haneke, Van Sant, Spike Lee) pierdan su maestría por ceder a la tentación de ser copiones.


José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com. Es uno de los autores de Mostrología del cine mexicano (2015). @JLOCinefago