Notas sobre la genialidad mediática de Trump
Por César Albarrán Torres | 15 de noviembre de 2016
Sección: Opinión
Temas: Donald TrumpElecciones presidenciales de Estados Unidos
Foto: Carlo Allegri / Reuters
Ojo: genialidad mediática, que no genialidad política. Donald Trump es un estadista inexperto (y muy probablemente mediocre), pero es un comunicador notable. Esto no quiere decir que lo que comunica sea aceptable o incluso coherente. Trump, sin embargo, tiene esa capacidad que sólo tienen los grandes hombres-espectáculo y los estafadores. Puede vender basura y hacer que la basura huela, por un segundo, a rosas. Y sabe venderse muy bien. Haciendo que sus seguidores y detractores imaginen un mundo que gira en torno a él, una vorágine de ego con una mitología creada al aventón pero que sabe apelar al Zeitgeist de su era. No es el primero ni será el último gobernante-espectáculo. Ahí tenemos a Silvio Berlusconi, al filipino Joseph Estrada y al vaquero neoliberal, Ronald Reagan.
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El filósofo francés Guy Debord escribió el influyente ensayo La sociedad del espectáculo en los años sesenta. Ahí, criticaba que el mundo contemporáneo está regido por las imágenes. Debord describe esta dinámica así: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes». Trump y su equipo entendieron esto: una campaña política no es un conjunto de imágenes… es la imagen. No importa si el discurso es vacío o estridente, lo que importa es que el río de imágenes siga su cauce, que establezca relaciones con la mayor cantidad de personas, votantes, posible.
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Como neófito de la política, Trump entendió que la elección se ganaría entreteniendo a una audiencia y no seduciendo votantes. La política como espectáculo se mide en ratings y no en índices de popularidad. Trump encarnó al underdog, un arquetipo muy enraizado en el cine y la televisión estadounidenses. Se convirtió en un héroe improbable, en aquel que vence toda lógica para llegar al encuentro final. Trump se vendió como un oxímoron: un Rocky millonario, un working class hero nacido en una cuna de oro. Para una historia imposible, un narrador descarado.
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En la guerra de las imágenes del presente y el futuro, Trump resultó vencedor. En las imágenes del presente logró que las cadenas transmitieran cada uno de sus pasos y mítines, e hizo de la Convención Republicana una celebración con tintes de decadencia ochentera o ciencia-ficción distópica. En la guerra de las imágenes del futuro, erigió murallas físicas e ideológicas entre aquellos sectores de la población enojados y vengativos. Al crear imágenes presentes y futuras, Trump hizo que las imágenes e iconos del pasado fueran olvidados. Las imágenes presidenciales del pasado representaban a una mitología agónica. La imagen de Trump, con toda su vulgar franqueza, sus discursos improvisados, establecieron el tono del presente. El diseño gráfico de la campaña Trump en redes sociales se percibía mal hecho, un intento torpe de utilizar Photoshop. Pero ahí radica su genialidad. En su inmediatez y aparente improvisación vendió una imagen de distanciamiento de las élites políticas.
Hillary Clinton, en su elegancia, de pronto se apreciaba arcaica.
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La omnipresencia mediática de Trump logró que de pronto fuera posible imaginarlo como presidente. Como el camaleón que es, su vestimenta, sus ademanes y su temple eran un poco más presidenciables. Claro, el verlo estrechar la mano de nuestro presidente South of the border hizo que un mandato de Trump fuera de pronto imaginable.
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Ante los tiempos inciertos, ante las muchas capas de corrupción en Washington, un tipo que ya había llegado a millones de hogares a través de la televisión, siendo directo y severo: «You are fired!»: el imperio de la reality TV se apoderó del imperio neoliberal que le dio vida.
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Si Barack Obama fue el candidato epítome de las redes sociales, Trump lo fue de la reality TV. Su historia pintada de una vulgaridad propia de Big Brother VIP estuvo plagada de catástrofes y vueltas de tuerca, de argüendes y jalones de pelo. La tele basura vende y Trump narró la historia más vitriólica de todas.
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Trump ya no tenía nada que esconder. Al electorado le ofreció pan y circo prometiendo más pan. Y más circo. Hagamos una analogía entre Hollywood y la política de Estados Unidos. En el Hollywood de antaño los estudios protegían celosamente la reputación de sus estrellas –pensemos en la exquisita ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016) de los Coen. Hoy, mientras más se adentre el público a la intimidad de las estrellas, mejor. Mientras la campaña de Clinton actuó colocando un escudo frente a su candidata, la de Trump lo expuso tal como es, con todo ese encanto que algunos aprecian en su actitud de tío borracho e incómodo.
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Lo dicho. Trump: el presidente de la era Kardashian.
César Albarrán-Torres es catedrático e investigador en la Swinburne University of Technology en Melbourne, Australia. Es crítico de cine y fue el editor fundador del portal de la revista Cine PREMIERE. @viscount_wombat
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