Black Mirror, 3ª temporada
Por Andrés Téllez Parra | 1 de noviembre de 2016
Novedosas formas de tecnovigilancia, paraísos digitales para la imposible muerte virtual, el terror psicológico convertido en materia viviente para un videojuego, hackers que chantajean a pedófilos para obligarlos a representar un macabro reality para un público anónimo, son algunos de los temas que se desarrollan en la tercera temporada de Black Mirror (2011 a la fecha).
La serie creada por Charlie Brooker (Reading, Reino Unido, 1971) continúa la exploración de algunos aspectos terroríficos y ominosos del inexorable predominio del mundo digital en la vida afectiva, cultural y biológica de los individuos de las sociedades contemporáneas, aunque con resultados desiguales. Algunos episodios elaboran, desde una distinta arista, temas de las dos temporadas anteriores. Es el caso, por ejemplo, del primer capítulo («Nosedive»), el cual desarrolla el predominio de las redes sociales en la vida cotidiana de las personas, exacerbándolo al retratar una sociedad dominada por la necesidad de ser puntuada permanentemente por extraños y conocidos mediante un sistema de reconocimiento facial y el acceso inmediato y permanente a un historial (fotos, videos, posts) de cada individuo. Una sociedad en donde el estatus social está determinado por la puntuación incesante de usuarios de esa gran red social, ominiabarcante, que regula toda forma de contacto: la vida como montaje, como exhibición. Sin embargo, el capítulo termina por ser bastante predecible e inclusive tiene una suerte de moraleja al no poder evitar utilizar personajes estereotipados y lugares comunes: la importancia de ser auténtico y de liberarse de las restricciones y modulaciones de la vida social aun a riesgo de perderlo todo.
Otro tanto ocurre con el capítulo «Men Against Fire», el cual no hace sino reelaborar el tema de la alteración de la percepción afectiva y cognitiva de los soldados para matar sin sentimientos de culpa (que recuerda el caso de Vietnam y el uso experimental de las drogas en aquéllos): la serie únicamente agrega el elemento digital: una especie de “casco” que hace que los soldados no vean a seres humanos al momento de matar, sino a creaturas horrorosas, sin rostro y sin lenguaje, cuando en realidad se trata de seres humanos con un ADN “defectuoso”. La analogía con lo que aconteció con el nacionalsocialismo resulta demasiado evidente.
En contraste, aunque el capítulo “San Junípero” reelabora un tema abordado antes, es decir, la posibilidad de conquistar la inmortalidad por la vía digital, lo que destaca es que representa una fantasía muy contemporánea sobre nuestra visión del paraíso. No ya un cielo, con angelitos y querubines, un lugar de reposo absoluto, sino la posibilidad de vivir de fiesta permanente atravesando y viviendo, como un turista adolescente, en cada una de las últimas décadas del siglo pasado y del presente: el paraíso como un videoclip, como algunas secuencias cinematográficas cargadas de la cada vez más presente nostalgia por un pasado reciente que con la velocidad de la tecnología se siente más y más remoto; un paraíso que representa la hipóstasis última del way of life estadounidense.
Probablemente el mejor capítulo de la tercera temporada sea el final, “Hated in the Nation”, no sólo por su manufactura (el episodio por sí mismo podría funcionar como un filme independiente y cuenta con la gran actuación de Kelly Macdonald en el papel de la detective Karin Parke), sino porque, en clara alusión a Los pájaros (The Birds, 1963), de Alfred Hitchcock, expande la exploración narrativa de lo ominoso-digital, el devenir extraño de lo familiar, la rebelión de lo pequeño: abejas-robots que no sólo se encargan de mantener el equilibrio ambiental, sino que, en su trajinar anodino y omniabarcante, se dedican a videograbar y recopilar información de todos los ciudadanos. Cuando un hacker logra insertar un virus en el sistema operativo de todo el enjambre, aquéllas se vuelven armas letales que se activan por mensajes de odio de las sapientes mayorías de las redes sociales: no solamente el paso de lo virtual a lo real ejecutaría con toda la fuerza de lo literal la performatividad de la lengua (y de paso muestra, como sugiere William Burroughs, que el lenguaje es literalmente un virus); en esa acción se pone en evidencia una de las formas contemporáneas más poderosas de linchamiento contemporáneo (simbólico, si se quiere), en la que las mayorías virtuales hacen las veces de jueces y verdugos.
La labor de trazar una suerte de cartografía de los miedos de las sociedades contemporáneas en relación con el predominio digital es ambiciosa; no es casual que el anuncio de una tercera temporada haya levantado tantas expectativas entre los miles de seguidores de la serie. Sin embargo, la más reciente temporada plantea la pregunta de qué tantas vetas narrativas aún podrán seguir explorando los guionistas antes de que el espejo negro en el que tantos seguidores buscan reflejarse pierda por completo su brillo original.
Andrés Téllez Parra es escritor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Entradas relacionadas
Cinco postales móviles de una ciudad (¡Ya México no existirá más!)
Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnósticos
Por Mariano Carreras
16 de octubre de 2024Longlegs, el terror que no fue
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
17 de septiembre de 2024Mudos testigos: Levemente real, levemente espectral
—¡Ah, una nueva emoción! —Hola, soy ganas de criticar IntensaMente 2
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
9 de julio de 2024Río de Sapos, cine de lo desconocido
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco
5 de julio de 2024