Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnós

Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnósticos

Por | 16 de octubre de 2024

Buena parte de lo que nos pasa en el cine se juega en la primera escena. Si falla, casi no hay manera de remontar la situación. Si funciona, ya estamos dentro y es poco probable que algo nos invite a salir. Puede que el comienzo sea más bien indiferente, que pase sin pena ni gloria como una escena más, pero es raro, y en última instancia poco interesante para el comentario. Por último, y para complicar un poco las cosas, puede pasar que la película empiece dos veces. En tal caso, uno no sabe bien a qué atenerse. ¿Cuál es la puerta de entrada, la primera o la segunda? ¿Cómo es ese mundo en el que tenemos que entrar una y otra vez? Joker: Folie à Deux empieza dos veces, y eso es parte de un sistema de significación del cual se puede decir (y se ha dicho ya) cualquier cosa, menos que haya corrido la suerte de provocar indiferencia. En lo que sigue, sumo algunas notas casi al salir del cine.

La secuencia inicial es un prólogo, un musical animado realizado por Sylvain Chomet (Maisons-Laffitte, 1963), director de Las trillizas de Beleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), en un estilo que el propio Todd Phillips (Nueva York, 1970) ha identificado con los Looney Tunes. Sólo que la maldad plana y redundante que atraviesa los dibujos animados infantiles ingresa aquí en un dispositivo de representación existencial que le confiere profundidad y relieve al personaje central. La locura de las escenas animadas infantiles persiste, pero sólo como parte de un ordenamiento en el que crujen las duplicidades de un loco que, lejos de mover a la risa, bien a la manera de la catarsis aristotélica, despiertan piedad y temor a la vez.

La segunda puerta de entrada es una secuencia que nos sumerge en el aplastante universo carcelario del Hospital Psiquiátrico de Arkham: planos cerrados y oscuros, sucesivos reencuadres, pasillos demasiado estrechos, policías voluminosos que se desplazan con arrogancia y mano dura en el oficio de vigilar y castigar los cuerpos desfallecientes de los reclusos. Entre los policías, se destaca un extraordinario Brendan Gleeson en el papel de Jackie Sullivan, un ambivalente carcelero que admira y reprime, que apadrina pero no pierde ocasiones de humillar a Fleck. Es que, en realidad, todo en Joker: Folie à Deux (Todd Phillips, 2024) es ambivalente, todo se desdobla, todo es dominado por la loca lógica del dos. Entre los reclusos, por supuesto, destaca Arthur Fleck (Joaquin Phoenix, Río Piedras, 1974), el más desfalleciente de los cuerpos en pena.

Remontemos un poco la pendiente. Joker (Todd Phillips, 2019) buscaba responder a la pregunta de cómo las formaciones sociales modernas fabrican personas capaces de alcanzar la dimensión de un villano. Para decirlo en los términos de una célebre aguafuerte de Goya, la respuesta era que el sueño de la razón produce monstruos. Es decir, los ideales de la familia y del Estado como instancias fundamentales de organización social se plasman en configuraciones estructurales llenas de lagunas y distorsiones, y en última instancia llenas de personas que quedan afuera del ideal, que en ocasiones se revelan de la peor manera (sin organización, sin un proyecto superador) y vuelven por la revancha, que ponen al descubierto la podredumbre del mundo que los convirtió en lo que son, que hacen de sí mismos una virtual cachetada contra los ideales. Esto no significa que la familia y el Estado no sirvan para nada. Por el contrario, son instituciones necesarias para producir estructuraciones subjetivas y para garantizar derechos ciudadanos. Significa, en todo caso, que el idealismo no sirve para explicar el mundo, y mucho menos para generar procesos inclusivos de estructuración social.

Joker se trataba de las causas de una conducta criminal. En Joker: Folie à Deux se trata de los efectos, y de los efectos de los efectos. El propósito ya no es explicar, complejizar, deconstruir al villano. Por el contrario, consiste en precisar su diagnóstico. Ya sabemos (ya sabíamos antes de ver Joker) que los villanos no existen, que no son más que simplificaciones propias de ciertas narrativas de la cultura de masas. Ahora nos queda saber si Arthur Fleck es definitivamente o si por momentos no puede más que creer ser el Joker, si lo suyo es sed de mal o si, por el contrario, sufre un mal que lo vuelve inimputable. Culpable o enfermo, criminal o loco, victimario irredimible o víctima de una sociedad que produce alienación. Llevar la loca lógica del dos hasta las últimas consecuencias implicaría cambiar la conjunción disyuntiva por la copulativa: enfermo y culpable, criminal y loco, ambas cosas a la vez. Es la hipótesis que parece contemplar Harley Quinn (Lady Gaga, Nueva York, 1986). Pero el sistema narrativo de la película, cuando se ajusta al código del drama legal, funciona como un marco que delimita el lenguaje de los agentes y funcionarios que trabajan en la causa. Son los representantes de una razón que no sólo produce monstruos, sino que, además, cuando el mal está hecho, hace lo que puede para esconder la mano, y si es posible, al monstruo también, y si no, monetizarlo, convertirlo en espectáculo.

Pero la película, como se sabe, no sólo se ajusta al código del drama carcelario y judicial, de filiación realista, sino que además responde, aunque de manera excéntrica, a las reglas del musical. Otra loca dualidad: realismo y fantasía. Esta mezcla de poéticas opuestas remite como antecedente a la extraordinaria Bailarina en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) de Lars von Trier, de la cual se diferencia por la sencilla razón de que las canciones de esta última eran obras originales compuestas por Björk, mientras que aquí se trata de canciones clásicas reinterpretadas. Cada canción nos sumerge en la ocasional fantasía de Arthur Fleck, por lo general conectada con el mundo fantasioso de Harley Quinn. Así pues, si la mezcla de poéticas remite al experimento musical de Von Trier, la articulación entre los momentos de la trama y las letras de canciones conocidas remite al también extraordinario experimento musical de Alain Resnais en Conozco la canción (On connaît la chanson, 1997). Es verdad que en una escena se proyecta para los reclusos un musical clásico y Arthur parece realmente enganchado, pero la proyección es interrumpida de manera abrupta, como si el narrador fílmico dijese: todo muy lindo pero no es por acá, es por otro lado nuestro compromiso con el musical.

No deja de sorprender la cantidad de reseñas negativas de Joker: Folie à Deux. Es verdad que todo lo que genera y defrauda grandes expectativas genera también frustración, pero la insistencia descalificatoria me parece desproporcionada; por qué no también: un poco loca. Puede que la película tenga algunos minutos de más, pero si se la compara con proyectos cinematográficos maratónicos en los que se pretende que los espectadores no sean cuerpos sino recursos a disposición plena, su duración está dentro de lo esperable. Puede que en la segunda mitad del film la frecuencia de aparición de las canciones convierta el procedimiento en algo reiterativo y predecible, pero visto desde la perspectiva de alguien que no profesa un amor desmesurado por los musicales, la sensación de leve agotamiento también era de esperar. Puede incluso que se filtre cierto didactismo que opaca la experiencia espectacular, pero, desde cuándo en cine sólo cuentan o deben contar los fulgores del simulacro. Además, se agradece que el cine norteamericano se permita todavía notas de “contenido” sin incurrir en destilaciones autocelebratorias o en denegaciones del enemigo de turno del american dream.

Como mínimo, Joker: Folie à Deux está a la altura de lo que podía esperarse en función de su antecesora. Propone una ecualización de géneros diferente a la que proponía Joker, sin echar a perder ni la estética ni la atmósfera que consagró a esta última como una película relevante. ¿Qué más pedirle a una secuela? ¿Qué otra cosa más que proponer algo nuevo sin romper las reglas del juego que viene a reabrir? Si es verdad que buena parte de lo que nos pasa en el cine se juega en el comienzo, y si efectivamente la última de Todd Phillips empieza dos veces, ambas puertas de entrada me dejaron dentro, y nada de lo que vino después me invitó a salir.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.